Un edén pegajoso: la fábrica de Willy Wonka
Dahl sabía que las debilidades culinarias en la infancia se centran en los dulces
«Willy Wonka, Willy Wonka». ¿No se les pegó la cancioncilla en alguna de las películas que le dedicaron a este personaje de Roald Dahl? Escuchar su nombre evoca excesos azucarados: ríos de chocolate, bastones de caramelo con rayas rojiblancas y unos oompa loompas diligentes que no descansan ni un instante de sus tareas de fabricación de más y más golosinas.
Dahl, buen conocedor de las mentes infantiles (es decir, de la suya propia décadas atrás) sabía que las debilidades culinarias en la infancia se centran en los dulces. Quizá también en las croquetas, como era mi caso, pero estadísticamente, los resultados son claros (¡Ay si existiese un CIS sobre la infancia que acertase con los resultados de las encuestas!): es el dulce lo que vuelve locos a los niños. Así que el bueno de Roald Dahl decidió, con gran acierto, escribir un libro desparramado e hiperbólico acerca de un niño que visita una legendaria fábrica de dulces gracias al premio obtenido dentro de una tableta de chocolate. Allí dentro conocerá a Willy Wonka, el dueño y señor del lugar, y a otras cuatro criaturas bastante insoportables a las que también premió el azar.
Es tan buena la historia y es tan genial la dea de ambientar una ficción en una fábrica de dulces que tres directores de cine decidieron filmarla. En los años setenta vi la de Mel Stuart una tarde de Nochebuena y la emoción que viví aquella hora y media, embobada ante la tele, todavía me dura. Muchos años después, para ser fiel a mis gustos de infancia, vi la de Tim Burton, con Johnny Depp caracterizado en su papel de Willy Wonka como una especie de Michael Jackson de la golosina con el pelo alisado. La más reciente, centrada en la juventud del fabricante de dulces, quise verla ahora para hacer mis deberes antes de escribir este texto, pero solamente la proyectan en cines de centros comerciales muy lejanos a mi hogar: les pido disculpas por no haber hecho el esfuerzo. Al final he acabado viendo algunas fragmentos: uno en el que los oompa loompas aparecen vestidos como integrantes de la Guardia Suiza del Papa y otros de números musicales, que detesto en las películas y que suelo evitar, igual que los niños apartan el pimiento y los guisantes de un plato de arroz.
Pero aquí de lo que quiero hablar es de la comida que los niños nunca apartarían del plato, de esa utopía gastronómica que imaginaron Dahl y quienes adaptaron al cine su historia más popular. Charlie en la fábrica de chocolate es La gran comilona en versión infantil. Los niños ganadores del premio que Wonka escondió en cinco tabletas de chocolate repartidas por el mundo se convierten por un rato en Marcello Mastroianni, Phillippe Noiret y los demás protagonistas de la película de Marco Ferreri, solo que sus ambrosías no las traen de Fauchon de París ni incluyen animales guisados como en la película francesa. En una utopía culinaria infantil, el protagonista ha de ser y es el chocolate líquido que mana desde cascadas o fluye como río navegable. Para los adultos que quieran exponerse a algo así en la realidad están las pastelerías Venchi de Italia, en cuyos locales suele haber una pared de chocolate fundido que, en su hipnótico fluir, incita a la compra con más eficacia que mil campañas publicitarias.
Como en toda fábula clásica, en Charlie en la fábrica de chocolate triunfa el bien y los antagonistas del héroe, en este caso verdaderos aspirantes a Pequeños Nicolases, son castigados sin siquiera salir del paraíso en el que se encuentran. En la cinta de Burton la insoportable niña Violet Beauregarde se convierte en un arándano gigante tras comerse un chicle que equivales a un menú del día pero que, tal como confiesa el propio Wonka, todavía necesita ser perfeccionado, y el tragaldabas Augustus Gloop, de cuerpo no normativo, se cae en el río de chocolate y es el primero en perder el premio final, que consiste en heredar la fábrica entera. Como vemos, los castigos culinarios por exceso pueden ser más crueles que cualquier otra sanción, y es que la utopía y la distopía van de la mano sin remedio.