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Gastronomía

Tribulaciones de un gourmet español en China

El Día Mundial del Dim Sum celebra estas empanadillas ligeras con formas diversas y rellenos variados

Tribulaciones de un gourmet español en China

Los populares 'dim sum' chinos. | Archivo

Vengo de pasar unos días en China. No viajé con Sánchez en el avión oficial, como bromean algunos de mis amigos. Y eso que habría supuesto un ahorro para las arcas del Estado. Fui invitado por el Instituto Cervantes para evangelizar a este pueblo fascinante sobre las bondades del vino español. Y, tras la experiencia, puedo asegurar que es un público altamente receptivo y sediento.

De vuelta a casa, descubro que el 26 de septiembre es el Día Mundial del Dim Sum, que ha sido uno de mis alimentos fetiches durante esta semana de correrías por Pekín y Shanghai. O sea que las distintas cocinas de este país inabarcable –que cualquier día la Unesco declarará Patrimonio Inmaterial de la Humanidad– parecen perseguirme allá donde vaya, empezando por estos deliciosos tentempiés.

Los dim sum o dumplings, como los llaman en inglés, son unas empanadillas ligeras, elaboradas con harina de trigo o arroz, con formas diversas y rellenos variados (carne picada, marisco, verduras), que pueden llegar a la mesa fritas, marcadas a la plancha o bien dentro de unos simpáticos cestillos de bambú en los que han sido previamente cocidas al vapor. Se mojan, al gusto de cada cual, en una salsa que lleva vinagre de arroz, soja, aceite de chile, ajo picado, jengibre rallado y acaso semillas de sésamo tostadas. Y se disfrutan sin el menor protocolo, en mesas familiares o de alegres pandillas (generalmente masculinas). 

Inicialmente, mi texto no iba a tratar sobre esto. Cuando me puse a escribir, la intención era compartir un anecdotario de situaciones que dejarían perplejo a cualquier viajero gourmet occidental deseoso de ejercitar en aquellos lares su curiosidad gastronómica. Pero ya se sabe cómo son los artículos, que a veces tienen vida propia y te llevan por donde ellos quieren.

Bajo el título de Las tribulaciones de un chino en China (1879) Julio Verne escribió una de sus más hilarantes novelas de aventuras por entregas. Ambientada en la China Imperial decimonónica, es la historia de un tipo que, tras perder su fortuna, contrata un seguro de deceso y planea luego su propia muerte por asesinato, que encarga a su mejor amigo. No les cuento más para no hacer spoiler. Antes de leer la novela, llegó a mí una versión cinematográfica bastante descacharrante, dirigida por Philippe Boca en 1965 y protagonizada por un todoterreno Jean Paul Belmondo metamorfoseado en chino y una Úrsula Andress tan esplendorosa como pueden suponer.

El argumento no viene a cuento en esta historia, pero sí el título, que me pareció muy inspirador para narrarles mis vicisitudes de gastro-nómada poco ducho en la costumbres locales y el idioma mandarín. Si alguno de ustedes, como yo, ha viajado por primera vez recientemente a este país lejano, seguro que sonreirá al revivir algunos de estos desencuentros con un modo de entender la hostelería y la restauración –el hospitality, que dicen ahora los cursis– que me dejó absolutamente ojiplático.

Lo primero, incluso antes de hacer la maleta, fue seguir al pie de la letra los consejos de amigos expatriados que conocen al dedillo las rarezas de este fascinante país. Mi kit de supervivencia de visitante debutante consistía, antes que nada, en un abono temporal a la e-card Holafly u otra similar, que además de ahorrarte una pasta en roaming incluye el imprescindible VPN para ocultar el servidor de origen y poder acceder in situ a aplicaciones prohibidas como Gmail, WhatsApp o X.

La segundo sorpresa, nada más aterrizar, es enterarse de que las tarjetas de crédito se usan poco; el dinero en metálico, mucho menos, y todo el mundo paga a través de Apps como We Chat o Alipay, que incluyen otras funciones, además de la puramente pecuniaria.

Una vez provisto de ambos elementos y tras cargar en el smartphone un programa de traducción simultánea –que nunca llegaré a usar puesto que los nativos lo manejan con mayor soltura–, me lanzo a la calle en busca de mi primera experiencia culinaria.

He consultado 50 Best Asia y la guía roja de Michelin. Incluso he elaborado en Google Maps en los días previos uno de mis típicos mapas gastronómicos de ciudades que tantos colegas me piden luego compartir. Así que estoy preparado para aventurarme en cualquier barrio, sabiendo que tengo direcciones suficientes para no pasar hambre. ¡Craso error!

La primera, en la frente: descubro, muy a mi pesar que la geo-localización de Google y de Michelin tiene aquí un margen de error de entre 500 y 1000 m. ¡Parece como si hubieran puesto los puntos en el mapa completamente a boleo! Así que me hallo recorriendo callejones inhóspitos de Chaoyang para pasmo de los vecinos, en busca de un comedor laureado que termina encontrándose bastante lejos de allí. De nada sirve enseñar a los lugareños el nombre del establecimiento, escrito en caracteres occidentales que imitan malamente la pronunciación china. Nadie habla inglés, todos ponen cara de extrañeza y sonríen muy educadamente.

En mi siguiente búsqueda, decido confiar en un amable taxista, que se pierde por el barrio de Dongdan y termina dejándome tirado en una esquina, al albur de cualquier calamidad. Al despedirse, me hace el gesto de caminar moviendo el dedo índice y anular de su mano. Por fin, logro llegar a Dadong, incontestable rey del pato laqueado, tras franquear un parking y un edificio de oficinas. Allí, descubro que sirven unos petit fours dulces a modo de aperitivo y, cuando encargo el menú, un solícito camarero me trae inmediatamente el ticket con el importe… supongo que para evitar posibles malos entendidos. 

¡Vamos allá! Pido la carta de vinos y el sumiller no habla ni una palabra de inglés. Ocurrirá lo mismo en bastantes otros restaurantes con una, dos y hasta tres estrellas Michelin. Imposible que te expliquen nada sobre unos vinos naranjas –esto es, de maceración pelicular– que el grupo de jóvenes viñadores Young Guns of China está produciendo en zonas emergentes como Ningxia o Hebei.

Segunda flipada. A la hora de servirnos ceremoniosamente las primera lonchas de piel del pato lacado, el maître espolvorea sobre este delicado manjar una pizca de azúcar refinado de grano grueso. ¡Sacrilegio! Ante mis ostensibles protestas, se va malhumorado pensando que los europeos somos unos salvajes.

¿Puedo pedir un menú degustación? Ni con el traductor digital de Air Apps me entienden. Solo en el tri-estrellado King’s Joy –un vegetariano fabuloso– consigo salirme con la mía, mientras que los demás comedores de ringorrango se empeñan en traer los fideos, crustáceos y las carnes a la vez. ¡Habrá de adaptarse! Eso sí, me ahorré un pico en propinas, ya que en estas latitudes no se estila porque el trabajador lo considera una humillación, cuando no un ofensa. 

A pesar de todos los desencuentros, me resultó alucinante descubrir las mil y una recetas regionales que atesora su gastronomía milenaria y cuán diferente puede ser un banquete en las provincias de costa o en las del interior. ¡Y qué decir de los dim sum!

Yo creía saber algo sobre el tema, pero he recibido una lección de humildad al viajar a China por primera vez y franquear la puerta de templos populares como el Bao Yuan pekinés y el Din Tai Fung, el Nanxiang o el Da Hu Chun de Shanghai. ¡Aquello es otra cosa! La textura de la masa, la cocción milimétrica, el relleno rebosante de frescura y sabor…

Eso sí, deje de llamarles dumplings, por favor. Este vocablo anglosajón, que se ha extendido recientemente para referirse a nuestros queridos raviolis chinorris, puede conducir a equívoco, ya que hasta hace bien poco se usaba mayormente para referirse a unas bolitas de pasta escalfada, similares a los knödel austriacos o los klösse alemanes, que se servían antaño ensopados o a modo de guarnición, como era costumbre en los ambientes más cockneys de los arrabales londinenses, acompañando el buey hervido con zanahorias. 

El dim sum al que nos referimos, escrito点心 en sinogramas hànzì, no aparece citado en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia, ni siquiera en las dos ediciones del Larousse Gastronómico que tengo en la biblioteca. Pero es un monumento de la cocina popular cantonesa y hasta de la shanghainesa, donde han hecho bandera de los Xiao Long Bao, que tienen el incontestable mérito de ir rellenos de carne con caldo y conviene comer de un bocado para disfrutarlos en plenitud y, sobre todo, para no ponerse perdido.

¡Ah!, los jiaozi de col china, los Ha kao de gambas, los Siu mai de cerdo y setas, los Chiu chao con forma de hatillo, los crujientes Jiu cai bau con su imprescindible cebollino o los Cha siu bao –que los guiris se empeñan en llamar buns–, que son lo más parecido a un bocadillo de pan de arroz vaporizado… Tradicionalmente, se servían todos de desayuno o a media tarde, para acompañar el té. Pero en los tiempos modernos han sido incorporados como entrante en no pocos restaurantes finos de oriente u occidente. Y hay incluso establecimientos populares que han hecho de ellos su santo y seña, limitándose a ofrecer estos bocados, generalmente en horario non stop y, cuando se trata de grandes comedores, con una legión de camareros empujando carros repletos de cestillos que los clientes van demandando a lo largo del ágape.

A Madrid, los primeros dim sum llegaron en los 90 de la mano de María Li Bao, que los servía entonces en el China Crown de Infanta Mercedes. Hoy la familia Bao gestiona un pequeño grupo de establecimientos chinos de alta gama donde dichos platillos nunca suelen faltar, con propuestas que combinan tradición e innovación. Pero no pierdan de vista el Don Lay de Nieves Ye, que es desde hace lustros, otro clásico del culto a este bocado en la Villa y Corte. 

También he disfrutado mucho de los dim sum en mis viajes por Occidente. No puedo dejar de citar aquí el –hoy extinto– Royal China de Queen’s Gate en Baywater (Londres) o el Yauatcha que abrió el visionario Alan Yau en el Soho tras el éxito de Hakkasan. Siempre que voy a Nueva York, no olvido pasar por el gigantesco y ruidoso Jing Fong de Elizabeth Street, con sus vertiginosas escaleras mecánicas y sus cientos de mesas abarrotadas por las que pululan numeroso carritos repletos de suculentos cestillos de bambú. Y en San Francisco –esa ciudad maravillosa que no está viviendo hoy sus mejores días–, guardo un recuerdo imborrable de mis almuerzos en el Yank Sing de Stevenson Street, otro espacio icónico consagrado casi exclusivamente a las empanadillas chinas en todas sus variantes, al que fui por última vez con el añorado Carlos Falcó y su hija Xandra. 

Con estos queridos amigos en el recuerdo, estoy preparando ahora, en la vaporera de tres pisos de mi casa, un surtido de dim sum variados, que compro congelados en un ultramarinos de confianza de Usera –el Chinatown madrileño–, y pienso regar el ágape con un champagne blanc de noirs con carácter y buen un té semi-fermentado tie guan yin originario de Fujian. ¡Ojalá que la lectura les haya abierto, como a mí, el apetito!

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