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Crónicas disfrutonas

El arte de un buen cóctel: entre el misterio, la nostalgia y la mezcla perfecta

«Los combinados tienen una singularidad impagable sobre cualquier bebida embotellada (vinos aparte)»

El arte de un buen cóctel: entre el misterio, la nostalgia y la mezcla perfecta

Un negroni.

¿No os divierten los cócteles? Seguro que a más de uno… Por si un acaso y por aquello de que buen comer y buen beber van de la mano, aquí va una primera entrega de una serie que lo mismo os entretiene

Los cócteles… Aclaremos que este juntaletras no es ningún erudito –ni lo pretende– y habría mucho que hablar del nacimiento, desarrollo y auge de la coctelería. Digamos que, arcaísmos aparte, parece que nació a finales del XIX en los Estados Unidos y rápidamente se popularizó, fundamentalmente en los países de habla inglesa. En España no fueron demasiado notorios, con alguna excepción como el madrileño «cacharrito» (en vaso bajo, vermú rojo y ginebra a partes iguales, dos hielos y una hojita de hierbabuena o una peladura de limón; también se llamó «media combinación» y era peligroso, de efectos fulminantes: según llegaba al estómago rebotaba directo a la cabeza). Pocos cócteles más se veían.

Pero en los últimos años la coctelería ha cobrado un protagonismo muy de agradecer y en cada vez más bares hay ofertas muy interesantes… Aunque también ha florecido una fauna supuestamente creativa que prepara unos combinados que este cronista piensa que solo debería servir Caronte a bordo, camino del Hades, como aperitivo de lo que se le viene encima a su pasaje.

En mi opinión, los combinados tienen una singularidad impagable sobre cualquier bebida embotellada (vinos aparte). Tienen misterio. Veréis.

Hace años, quizá cuarenta, mi primo y amigo Fernando (q.e.p.d.) organizó un fin de semana en Haro, en La Rioja. Fletó un autobús del Mundial de Fútbol del 82 (por entonces, el no va más en autobuses) y se apuntó quien quiso, con el único requisito de ganas de pasarlo bien. Quien quiso: resulta ilustrativo el hecho de que hubiera tres generaciones. El viaje conciliaba algo de la cosa culturetas con visitas a un par de bodegas. En un principio, el lado cultural se incluyó más que nada por el qué dirán, pero andando el viaje, resultó enormemente instructivo sobre una zona, La Rioja, conocida por la mayoría por poco más que la viña y la huerta. La erudición y la capacidad divulgativa de mi tío Jesús resultaron impagables.

El caso es que en la visita a una famosa bodega en Haro, pregunté a nuestro anfitrión qué significaba exactamente ese «quinto año» que figuraba en las botellas de un vino de la bodega, no caro y muy popular por entonces. Dudó antes de contestar.

—¿Hay aquí algún periodista? -preguntó, lo que generó alguna sonrisa. La cuenta era cuatro; los viajeros éramos, mayormente, La Serna, donde abunda la pluma (la de escribir, entiéndaseme). Vamos, que un medio ladrillo arrojado al grupo hubiera con toda probabilidad descalabrado un periodista. 

Nos explicó que en un principio era un vino embotellado tras cinco años de crianza. Se había vinificado de modo que fuera fácil y agradable de beber, sin esos matices sutiles, hasta misteriosos, que caracterizan a los grandes vinos. Y que había tenido tanto éxito que se repitió al año siguiente. Pero porque la cosecha fuera peor o por cualquier causa, el vino no estaba tan rico; y decidió mezclarlo con otro de un año anterior, copiando el que tan bien había sido recibido. Se embotelló, se puso a la venta y… había nacido una marca que, año tras año durante muchos fue uno de los más vendidos de la bodega.

El enólogo hacía los correspondientes coupages para obtener el vino deseado, con arreglo a la idea de que quien abriera una botella encontrara el mismo vino que el de la anterior. Es el caso de quien abre una Mahou, que sabe que va a encontrar el familiar sabor. Y muy diferente a un vino de añada, advirtió, que no se sabe cómo va a ser. El de esta botella será más tánico, más afrutado, o ácido, o… Cada cosecha, y aun cada botella, tendrá su propia personalidad. Es el momento de la cata, que tiene emoción y… misterio, sí, casi como el desabrochar por primera vez esa prenda que, aun sabiendo lo que encierra, se desconoce cómo es.

Pasa lo mismo con los cócteles. Por estricto que yo sea con la receta, siempre tengo un instante de incertidumbre, un ¿demasiado seco?, un ¿me habré pasado con el limón?, un qué nervios, vamos. Debo confesar que disfruto en grande probando un combinado, incluso si lo he preparado muchas veces. 

Desde luego que estoy sublimando algo intrascendente; pero como mi médico y mi edad parecen haber formado una vil conchabanza para vedarme mis aficiones favoritas, esa emoción es un pequeño placer que este humilde epicúreo no tiene ninguna intención de negarse.

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