Garbanzos con callos y mi involuntario regreso a la capital
«Apenas un día en Madrid y ya me estoy preguntando cómo he podido vivir allí 65 años…»

Garbanzos con callos.
Tras cuatro años largos viviendo en el norte, no hubo más remedio que pasar una semana en Madrid. He ido muchas veces, claro, pero nunca tanto tiempo. Apenas un día y ya me estoy preguntando cómo he podido vivir allí 65 años… Bueno, el caso es que había obligaciones familiares ineludibles y allá que fui. Y por supuesto me faltó tiempo para organizar un almuerzo de hermandad; me sugirieron Lhardy, recientemente rescatado del cierre por, benditos ellos, Pescaderías Coruñesas, como hicieron hace años con El Pescador y O’Pazo. De mil amores, acepté la sugerencia.
Quedamos a tomar un combinado en el bar del nuevo Four Seasons, en la calle de Sevilla, que yo no conocía. El hotel es realmente fastuoso, pero tanto el hall como el bar de la séptima planta me parecieron una horterada monumental. Claro que esto va en gustos, pero me sentí como en Falcon Crest, pero en la nuevorrica Miami. Eso sí, no hay trampa, ese lujo avisa: aquí todo es caro o muy caro. Un martini (correcto, aunque en una copa redondeada), 18 euros, lo que me parece excesivo, pero lo mismo es que me he apaletado, tanto vivir aquí arriba. Pero ¡qué desfile de espectaculares valkirias, de abundantes curvas siliconadas! ¡Qué maromos, guapísimos plumíferos, como caídos de un desfile de Karl Lagerfeld…! Bueno, once in a lifetime; esto me parece quiero y no puedo. No sé (pero me dicen que sí) si es que Madrid va en esa dirección…
Lhardy. Apenas pasé por la tienda; el tiempo de asegurarme de que tras la comida podría comprar un kilo de callos. Me dicen que ya no funciona el help yourself de siempre: era guay abrir la vitrina de las agujas de ternera, las barquetas de riñones o las insuperables croquetas y tomar lo deseado. O el caldo, en el samovar de plata del que uno mismo se servía y bautizaba con un chorrito de oloroso. Ahora hay que pedirlo a un camarero. Bueno. Me gustaría pensar que los madrileños no toman dos croquetas y declaran sólo una y que no fue una sisa así lo que motivó el «cierre» del autoservicio. Pero ¡ay! qué otra causa, si no…
Subimos al imponente comedor isabelino, de paredes de un color indefinible, entre antracita y tabaco –uno piensa que fruto del humo de miles de cigarros– y una decoración de la época, pero no muy recargada. El cocido, soberbio, sin pero alguno, precedido de una tacita del excelso caldo de la casa, enriquecido con un espléndido palo cortado. El plato es tan abundante que todos pensamos que sobraría, pero a la chita callando, acompañado de cuatro botellas del excelente tempranillo de Alonso del Yerro, ninguno de los seis se dejó un garbanzo en el plato. Y de postre, incluido en el cocido, el suflé flambeado de la casa. A 60 euros el cocido, lo que no es barato. Pero comimos tan bien, que a nadie le pareció excesivo, no hubo un solo comentario sobre el precio. A la salida compré el kilo de callos, que están en el congelador a la espera de hacerlos con garbanzos.
No a todo el mundo le gustan, los callos, y lo comprendo. Mi propia madre juró solemnemente, como Alfonso en Santa Gadea, que jamás los probaría y nadie logró nunca que hiciera una excepción. En una ocasión, en Jockey, un dry martini y yo estuvimos a punto de lograrlo, pero no hubo forma. Yo disfrazo su difícil textura picándolos menudos, como en cubos de 1 centímetro. Quedan poco evidentes a la vista, con lo que los melindres no protestan, pero ahí están su melosidad y su potencia.
Mi receta: garbanzos pedrosillanos, de esos pequeñitos, si tengo tiempo. De lo contrario, de bote y que no me execren los puristas. El guiso es tan potente que enmascara en gran medida la calidad de la legumbre. Para medio kilo de callos, tres cuartos de kilo de garbanzos cocidos. Póchense dos cebollas y un par de ajos, ambos picados finos, y a una sartén grande o un wok; añádase una cucharada de té de concentrado de tomate y cocínese media hora. Cuando está listo, añadir los callos, los garbanzos, tocino ibérico en trozos, chorizo leonés en rodajas, y rectificar de sal y de pimentón –picante, desde luego-. O, como alternativa al pimentón, que ya llevan los callos, algo de fusión, que está tan de moda: un par de chiles chipotles picados, cuyo aroma ahumado va pintiparado al guiso. Media hora de fuego medio y a mojar pan, acompañado con –por ejemplo– una buena recia garnacha aragonesa. Superior.
Postdata: me sopla una buena amiga que el selfservice de Lhardy desapareció por razones de asepsia durante la pandemia, no por falta de probidad de los madrileños, como injustamente suponía yo más arriba. ¡Bien!