La receta del mejor bloody mary del mundo
«Nunca he probado un bloody mary mejor que el mío y, no menos importante, raro es el que lo cata y no comulga»

Un bloody mary.
El bloody mary es un long drink, por oposición a los short drinks, como el manhattan o el dry martini (al que ya le hemos dedicado un artículo de esta sección). Hay varias teorías sobre su origen, con lo que el curioso, bueno, tiene Google a su disposición, todo diligente. La base es zumo de tomate y vodka, en proporción variable. Sugiero como punto de partida una parte de vodka por dos, un poco largas de zumo. Algo de sal, un chorrito de zumo de limón, un par o tres de generosos golpes de salsa Worcestershire –Perrins, vamos–, unas gotas de Tabasco, agítese en coctelera, y al vaso, largo como se dijo y mejor sin hielo. Adornado con un tallo de apio queda como muy yanqui. De hecho, yo le ponía sal de apio, pero no es fácil de encontrar. McCormick tenía una insuperable, pero, una pena, la marca parece haber desaparecido de España, confiemos que como el Guadiana.
Mi propio secreto: añado un pegote de horseradish. Mi amiga Erika me lo enseñó. Erika es neoyorkina, inteligente y con unos ojos que trasportan al más frío a ignotas lagunas de cristal. Y recordadme que os cuente de una noche en un garito de jazz, en Harlem, donde éramos los dos únicos blancos del respetable. Y donde servían un bloody mary que, me dijo Erika tras probar, hubiera agradecido un toque de horseradish. Tenía toda la razón.
El horseradish (meeretich en alemán, raifort en francés y, aparentemente, rábano picante en español) es una pomada a base de la raíz de una especie de rábano, blanca y picante en mayor o menor grado. No lo hay en todas partes, pero sí en las tiendas alemanas y en algunas tiendas «gourmet», les dicen ahora. No se diluye fácilmente, pero el truco es poner dos dedos de zumo de tomate en la coctelera, un pegote del rábano, dos o tres cubitos de hielo y batirlo fuertemente, de modo que no le quede otra que «disolverse». Es verdad que el tomate aparece un poco jaspeado de blanco, lo que lo hace parecer raro; pero no importa. Dejando a un lado esos feos vicios que son modestia y humildad, aseguro que nunca he probado un bloody mary mejor que el mío y, no menos importante, raro es el que lo cata y no comulga.
Yo le estoy muy agradecido al bloody mary. Veréis.
Los madrileños, ¿recordáis Embassy? Ha cerrado hace unos pocos años, era un salón de té inglés, abierto en 1931 en Castellana esquina a Ayala, que era toda una institución en la capital. Tenía hasta sus propias historias de espías de uno y otro bando durante la Segunda Guerra Mundial: como España fue neutral, tanto aliados como alemanes e italianos campaban por aquí a sus anchas. Pero se encontró –cosas de la nueva Ley de Arrendamientos– con que el alquiler del local se incrementaba año tras año y acabó por hacer inviable la cuenta de resultados. Sigue habiendo varios Embassy: en la calle de Potosí, en La Moraleja y en Pozuelo; pero, sin ponernos nostálgicos, no es lo mismo.
Entonces –hablo de los setenta– en la barra reinaba Jesús, un bartender de la vieja escuela, un tipo colosal, grandote, siempre sonriente y con esa familiaridad respetuosa de que hacen gala los buenos profesionales de la hostelería. Quería mucho a mi padre y, por extensión, a este pecador, que iba ocasionalmente a tomar un cóctel de champán, el favorito de la parroquia… y mío hasta que probé el bloody mary que hacía Jesús.
Y un día llevé a una chorba por cuyos huesos estaba uno –ante su fría, distante y aun altiva indiferencia– a tomar un aperitivo. Pedimos dos bloody mary y un guiño a Jesús bastó para que los preparara «juiciosamente dosificados», elegante eufemismo que usábamos él y yo para evitar el explícito «cargaditos». Y a Rocío –mi acompañante– le gustó tanto que pidió repostar, lo que, inevitablemente, tuvo el benemérito efecto buscado por mí. Su claudicación ante mi apuesta gallardía, sutil ingenio, acerada mirada (eventualmente tierna), maneras de forjador de imperios y agudo sentido del humor fue total e incondicional. Si Velázquez hubiera vivido, La rendición de Breda no se habría pintado y sí, en su lugar, la de Rocío.
En homenaje al lance, yo quise llamar Bloody Mary Susanna a mi hija mayor, pero no me dejaron con no sé qué historias fútiles de reinas sanguinarias.