¿Mejillones con patatas? Buenas, malas y horribles combinaciones en el plato
«El plato nacional belga es acreedor de la palma de oro de lo incongruente. ¿No os parece rara, la combinación?»

Mejillones con patatas.
Convendréis en que hay emparejamientos ganadores, como las alubias y el chorizo, los huevos y las patatas, Isabel y Fernando, y tantos otros. Y, en busca de la felicidad, redondearlos con la bebida adecuada. La «bebida adecuada»… Hace ya unos años, en el desparecido restaurante Arce de Madrid, Iñaki se negó rotundamente a servir una Coca-Cola para acompañar las viandas de un comensal y ni la amenaza de ponernos a cantar Las mañanitas le apeó del burro.
Mi asombrado amigo Víctor, cubano recriado en Nueva York, no entendía por qué no podía beberse una «soda» con el almuerzo, algo perfectamente habitual en los Estados Unidos. No, la bebida como acompañamiento de un plato es en realidad el alcohol adecuado y dejémonos de eufemismos políticamente correctos. A mí me resulta divertido probar a aparear el plato en cuestión con diferentes vinos. Los maridajes, dicen ahora… horrible palabro ese.
Yo tomaría las lentejas con un tinto con cuerpo: un Shiraz, por ejemplo, o una garnacha aragonesa; para los huevos con patatas creo que eligiría algo más sutil, como un reserva de Rioja. Tomé una fabada no hace mucho con un Godello (blanco, claro) y me pareció una espléndida y sorprendente combinación.
Para el queso… con la Iglesia hemos topado, Sancho. Hasta hace unos años todos, o casi, hubiéramos dicho que un tinto. No seré yo quien ponga pegas a un buen tinto acompañando queso, pero los gourmets nos dicen que tinto… según. Los azules parecen tener sus favoritos: en Francia, el roquefort se toma con un Sauternes, dulce como sabemos. En Inglaterra, el stilton se riega con un Oporto Vintage (en una de las más felices combinaciones que este aficionado conoce). En Italia es frecuente el gorgonzola con un Moscato. El cabrales, el picón, o el gamoneu… ¿con un Pedro Ximénez quizá?
Mi llorado Fernando Point llegó a la conclusión de que nada como un buen aguardiente blanco seco. Los quesos cremosos, como el brie o el camembert, con blancos con crianza, como un Viña Tondonia, que no resulta fácil de beber. Los cremosos más potentes, como el munster, las tortas extremeñas y los de cabra curados, con un tinto sutil, como ese Viña Ardanza de antes… o con un buen champán. Y los de pasta dura (manchego curado, cheddar, parmesano, appenzeller, mimolette) esos sí que los tomaría con un tinto potente, por qué no un mallorquín Son Bordils Negre.
En cuanto a las patatas, la verdad es que se llevan bien casi con cualquier cosa. Y digo casi porque hay emparejamientos raros, como el que nos toca: en la opinión de este humilde cronista, los mejillones con patatas fritas, probablemente el plato nacional belga, es acreedor de la palma de oro de lo incongruente. ¿No os parece rara, la combinación? Los exquisitos mejillones, que, tras rehogar en mantequilla, se cubren de agua y se cuecen con verduras cortadas finas (apio, zanahoria, cebolla, puerro)… y, opcionalmente, con vino blanco. Pero el «side dish» de patatas fritas me parece pintar poco y mira que yo… bueno, he cometido vilezas por un plato de patatas. A Esaú le pasó lo mismo con unas lentejas.
Esto me lleva a un sucedido en Bruselas, hace ya años. Fuimos de seis en fondo a comer a un restorantito de aire local, nada turístico, no lejos de la Grande Place. Veníamos de patearnos el rastrillo del Sablon y el museo Magritte y llegábamos con hambre. En un principio nos atendió el maître, quien tomó la comanda de las bebidas, que nos trajo una joven camarera, guapa y de aire simpático. Decididos los platos, me dispuse a lucir mi sorbonesco francés, pero para mi sorpresa, la joven camarera mudó inmediatamente el gesto, se puso muy seria y me respondió: «English, please«. Ojo: estamos en la francófona Bruselas, no en Piccadilly.
Yo sabía del problema lingüístico franco-holandés (o valón), creado, claro está, por los políticos. Mi bruselense amigo Guillaume me asegura que hace 30 años no existía tal litigio. Y hoy, una joven indiscutiblemente educada, me negaba hablarme en su propio idioma por una merde nacionalista -intrínsecamente irracional, como todos los nacionalismos- que le habían metido en la cabeza.
No quería saber nada que sonara francés. Y se produjo el inevitable nolle prosequi. La emplacé a elegir español, italiano (este fue casi un farol), catalán… o francés, claro, pero me negué a hacerlo en inglés. Anglais? Que dalle d’anglais, ma chère, le dije con toda la sorna y el retintín de que fui capaz. Mi amigo Enrique ofertó también el alemán. Nuestra joven compuso una sonrisa (falsa, como el beso de Judas) y avisó al maître, que fue menos tiquismiquis y aceptó el francés.
Os suena familiar, ese mismo problema, también creado por los políticos, ¿verdad? En honor a la verdad, debo decir que he trabajado toda mi vida con catalanes y viajado a Barcelona al menos dos veces al mes durante cuarenta años. Nunca he tenido el más mínimo problema con el idioma. Se conoce que los barceloneses son más listos que esos belgas renuentes a hablar su propio idioma.