The Objective
Crónicas disfrutonas

El sándwich mixto y la aparente antipatía de un cura trapense

«No logro recordar quién me habló del queso trapense. Fundido junto al jamón, está saladito, muy rico»

El sándwich mixto y la aparente antipatía de un cura trapense

Un sandwich mixto.

Es una estupenda solución para una cena rápida cuando hay nietos. También lo fue cuando los hijos eran pequeños: el sándwich mixto.

Siempre ha habido por casa una sandwichera eléctrica, una especie de prensa en que se pone el sándwich en crudo, regado con un hilo de aceite (o mantequilla), se enchufa y en tres minutos listo. Admite todo tipo de variantes (el de queso Brie y sobrasada, copia del “fundido” de los José Luis de Madrid es para nota), pero el estándar es el mixto (bikini en Barcelona), o sea jamón de York y queso. El queso: en casa, trapense.

No logro recordar quién me habló –y me habló bien– del monacal producto. Fundido junto al jamón, está saladito, muy rico. Hoy es un indispensable en casa, mismo que el azafrán o el oloroso. Lo elaboran de forma totalmente artesanal los monjes de la Trapa, nombre coloquial de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia. Es una escisión del Cister que renunció en 1664 a las bulas papales por desacuerdo con la opulencia en algunos conventos cistercienses.

–Ah, ¿tú lo compras ahí? Yo, en ese colmado de allí. En el despacho del convento son muy antipáticos.

–¿Antipáticos? Según con quién –respondo, algo fatuo, a mi alter ego–. Vamos a ver eso.

En la tienda hay una lugareña, como de sesenta y muchos, y una pareja joven, llena de tatuajes –tatus, me dicen que se dice ahora– y piercings. Precioso, pienso. Rajan todos que da gusto.

El “buenas tardes”, dicho con mi potente voz de barítono, acalla un instante el palomar, que contesta al unísono, manifestando el mismo piadoso deseo. Se reanuda la conversación: la joven pareja discute del tiempo con la señora (va a nevar o no va a nevar) ante la mirada cortésmente aburrida del señor mayor que apenas esboza su opinión mientras despacha. Interrumpo sin ningún miramiento, dirigiéndome a él.

–Perdone mi indiscreción, pero ¿usted es seglar o religioso?

No me ha oído y tengo que repetir levantando algo la voz. La conversación cesa.

–Soy el padre Luis.

–¡Ah! Pues dígame, padre, si en lugar de buenas tardes hubiera saludado con un “Ave María Purísima”. ¿Habría sido adecuado?

El silencio es total, ahora. La lugareña me mira como si fuera el hermano mayor de E.T. La última noticia que tuvo del saludo fue cuando se confesó para su primera comunión. Por su parte, las caras de la joven pareja son de total incomprensión: no han oído en su vida la expresión. Mi auxiliar retiene la risa, a ver qué va a hacer.

Una vez pasada la sorpresa, el padre Luis sonríe: “Por supuesto, totalmente adecuado”. Afirmo ya saberlo para la próxima. 

El padre Luis coge carrerilla y nos cuenta que ahora está destinado en Cóbreces, adonde llegó tras ser prior del convento de la orden de Santa Ana, en Ávila, y el delegado por el Obispado para trasladarlo a su nueva ubicación, a las afueras. Ahora está vendiendo algunos vinos, quesos, sobaos y poca cosa más, en un cuchitril que da a la carretera. El padre Luis lleva incontables capas de ropa para defenderse del frío helador; el local no tiene calefacción, como mandan los cánones de la orden trapense. Viendo al padre Luis uno se pregunta si hicieron voto de pobreza o voto de miseria. 

–Antipático, ¿eh? –pregunto a la salida con toda sorna. Mi alter ego se rinde. No dejó de sonreír, el padre Luis, y fue delicado lograr que dejara de hablar.

Está bueno, el queso trapense (sin pretensiones), pero no solo es más natural que los industriales en barra de los súper; comprarlo es aportar un granito de arena para la economía del convento. Uno es pilarista.

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