The Objective
Crónicas disfrutonas

Pasta 'al limone' y los «momentos Nescafé»: pocas recetas tan sencillas ofrecen tanto placer

«Has hecho la receta docenas de veces. Es de las pastas más sencillas y más celebradas del recetario doméstico»

Pasta ‘al limone’ y los «momentos Nescafé»: pocas recetas tan sencillas ofrecen tanto placer

Pasta 'al limone'.

Te sientas, anticipando el buen rato que te espera. Sacas de la bolsa el libro, recién comprado. Has leído la contraportada (la “cuarta de cubierta”, recuerdas, en jerga editorial) y conoces el inicio de la trama, como igualmente conoces el autor, que está entre tus indispensables. Además, leíste una crítica que alaba sin ambages esta nueva obra. No llega a cuatrocientas páginas y temes que se te va a hacer corto. Hueles el libro, aún conserva el tufillo, a ti te parece aroma, de la tinta fresca, unido al del cuché de la cubierta. Le quitas la faja que anuncia sus bondades y tienes un levísimo estremecimiento de placer. Sabes que la lectura que estás a punto de empezar te va a resultar apasionante. Es un instante de felicidad. 

Has hecho la receta docenas de veces. Es de las pastas más sencillas y más celebradas del recetario doméstico: la pasta al limone. Pero también es delicada, hay que ser cuidadoso con las cantidades, pues si te pasas en la ralladura o en el zumo, se acidula todo y el plato cae en picado.

  • 500 gramos de pasta (preferiblemente, tagliatelle al huevo)
  • 45 gramos de mantequilla
  • 30 mililitros de zumo de limón
  • 1 cucharadita de ralladura de su corteza
  • 250 mililitros de nata
  • Sal y pimienta

En una sartén grande, la mantequilla, el zumo y la ralladura, a fuego medio. Cuando la mantequilla se ha fundido, dejaste que hirviera medio minuto. Añadiste la nata y, tras salpimentarlo, lo has dejado reducir un 30% más o menos (a fuego bajo, o se hubiera salido). Preparaste la pasta, que apenas necesita un minuto de hervor y, todavía al dente, la has añadido a la sartén, donde se han acabado de hacer. Has puesto más mantequilla y, en la mesa, un buen bol de queso parmesano rallado. Compruebas, también por las alabanzas de los demás, que ha salido bien. Sonríes para tus adentros.

Ya se ha oído el cuerno y las primeras voces de los ojeadores levantan las urracas, que suben altas como para otear a santo de qué esta escandalera. Estás sentado en el puesto, con la escopeta abierta en las rodillas. Hace fresco, pero no frío y tienes el sol en la espalda. Huele a la bendición que es el monte mediterráneo, de encinas y quejigos, y de jaras y espliegos… A tus pies ya no está ¡ay! tu querida spaniel: Friska, de lizstiano nombre, que, aun casi ciega, conservaba unos vientos insuperables y seguía cobrando como nadie.

El secretario tiene lista la otra, bien a mano la bolsa de cartuchos y, tras algún comentario sobre lo seco del otoño, guarda un prudente silencio. Se van acercando las voces y tu adrenalina sube. Una liebre –orejuda o rabona, para Delibes– pasa zumbando, apartada, paralela a la línea de puestos. A criar, piensas. Suena el primer tiro, lejos, quizá en la punta de tu derecha. Y ya de pie, a la espera de que entre la primera patirroja –te sonríes por lo bajini pues sigues con Delibes– te preguntas dónde podrías estar más feliz.  

Las luces de la gran sala empiezan a atenuarse, solo la orquesta está bajo la potente luz que la acompañará durante el concierto. El timbre que avisa a los rezagados de que las puertas van a cerrarse suena apremiante. Has oído muchas veces el programa, pero el solista de hoy es nuevo para ti. Al director le sigues desde hace tiempo, y te gusta su sonido sobrio, sin abusar de rubatos ni florituras.

Sonríes por lo bajini porque comprendes que te las estás dando de musicólogo y la pretensión te da vergüenza. Sigue la cacofonía de la afinación; el primer violín se levanta y toca repetidamente el ‘la’ del piano; toda la orquesta le sigue, los ‘la’ y sus armónicos, el arpegio de un fagot que recibe respuesta de una trompa, un violín insistente al que inmediatamente parecen seguir todas las cuerdas.

La afinación de la orquesta siempre te ha maravillado. No sabes si has soñado o si es real una obra que empieza con esa inconfundible polifonía… Los profesores van acabando, el volumen baja, todo está listo. Las conversaciones ceden su lugar a las últimas toses, tras las que el silencio es monacal. Te preguntas qué cadencia adoptará el solista, si la del autor, una propia o si improvisará, y apuestas contigo mismo.

Entra en la sala por un lateral, precediendo al director. Suena un aplauso, firme, cerrado y breve: unas palmas de compromiso, el público está impaciente. Tras el preceptivo saludo, solista y director ocupan sus sitios. El primero se sienta, apartando atrás los faldones del frac. Comprueba la altura del banco y su distancia al piano y alza la vista hacia el director, que levanta los brazos y recorre la orquesta con la mirada. A continuación, cambia un gesto muy leve de asentimiento con el solista y tu tensión sube, la familiar composición está a punto de dar comienzo. Has tenido un escalofrío, pero una contracción mínima basta para que tu bienestar sea absoluto.

Entráis y huele como hace cincuenta y pico de años, el tiempo que ha pasado desde la primera vez. La esencia con que se perfuma el alcohol de quemar es la misma, suave y personalísima. Pisas una alfombra, mullida sin parecer nueva, que sabes de la Real Fábrica. Uno de los maîtres se adelanta con una sonrisa perfecta, medida, la sonrisa adecuada para recibir a los clientes con el buenas noches de rigor. Dedicas un melancólico recuerdo a Cristóbal, que nos dejó hace años (ya hemos hablado de él en esta sección).

Su sustituto nos acompaña a la mesa, en cuyo centro luce un albo caballito de porcelana de Sajonia, aparta la silla a tu acompañante, a quien deja casi del todo acomodada y luego comprueba que tú estás ya instalado. Casi del todo, decía: faltaba el almohadón que le ofrecen para que los pies descansen sin tocar el suelo. Y pregunta si los señores tomarán algún aperitivo. Pides champán, es cena de celebración. Los dos pasáis la vista por el comedor: ¿Conocemos a alguien? Cuando ambas miradas vuelven a vosotros, sonreís. 

“Momentos Nescafé” fue una campaña publicitaria muy premiada, allá por los sesenta o setenta. ¿Recordáis? El eslogan hizo fortuna para nombrar esos instantes que nos hacen grata la vida.

Publicidad