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Crónicas disfrutonas

Los mil usos de los garbanzos: en ensalada, ropa vieja o como lecho de unos huevos fritos

«Declaro con la humildad franciscana que me asiste que no comí garbanzos durante cosa de treinta años de vida»

Los mil usos de los garbanzos: en ensalada, ropa vieja o como lecho de unos huevos fritos

Ensalada de garbanzos.

Decía Cela que los españoles y los mexicanos son las únicas razas capaces de digerir los garbanzos. Notoriamente erróneo, claro está. Pruébese el hummus, ese delicioso puré de origen incierto (Oriente Próximo en todo caso) que en algunos pueblos árabes se ofrece como acogida a los nuevos visitantes. O también sería cuestión de presentarle a mi amigo Rob —más británico que la menta— y que lo hubiera visto atacando un cocido madrileño, con el que pierde la compostura hasta el punto de hacer bueno eso que contaba Wodehouse de un personaje que «comiendo salchichas destruye el concepto de hombre como obra suprema de la naturaleza».

Por mi parte, declaro con la humildad franciscana que me asiste que me los perdí durante cosa de treinta años de vida. Fue un traumilla infantil, lo mío: de pequeño me obligaron a comérmelos, como Dios manda y las madres disponen, y tardé en indultarles todos esos años, tonto de mí. 

De modo que considéreseme un converso, mismo que lo fue San Pablo. Y, claro, los nuevorricos, ya se sabe. Fijaos si no en los exfumadores, buena parte de los cuales se constituyen en la bizarra espada justiciera de la Brigada Antivicio, denostando hasta el celestial humo de un buen veguero cubano. Sí, soy exfumador –qué remedio– pero que alguien me cuente de un placer (sin que medie pecado) comparable al de fumar un gran cigarro habano acompañado de un hirviente expresso y de un viejo single malt. En buena compañía, claro.

Mi principal preparó hace unos días una ensalada con los garbanzos sobrantes de un cocido. Siempre he tenido prevención a los garbanzos en ensalada, pero ésta me reconcilió con ellos en frío… Y al paso que voy acabaré siendo fan de los garbanzos crudos. La receta, sencilla a lo que da, es estupenda. Las cantidades que apunto son para un cuenco mediano de garbanzos (sobrantes de un cocido del día anterior):

  • Un chalote
  • Un cuarto de pimiento verde italiano
  • Medio pepino pequeño, sin semillas
  • Un tomate seco
  • Una cucharadita colmada de comino molido
  • Otra, rasa, de pimentón picante
  • Un chorrito de limón
  • Aceite de oliva virgen extra
  • Sal

Píquense las verduras y mézclese todo bien, y a servir. Ya me diréis.

Respecto a la legumbre, las sobras de un cocido son oro molido en buenas y amorosas manos. Inmejorables croquetas, por ejemplo. Y la vieja ropa ídem, rehogados con los restos de las carnes (no el chorizo, ni la morcilla, pero sí algo de tocino). Y con huevos fritos, por ejemplo.

Eso es lo que mi amigo Enrique nos dio de cenar el otro día. Algo ligero, dijo, aunque advirtió de que un omeprazol previo no iba a sobrar a los estómagos frágiles. Yo empecé la noche con un cóctel poco conocido, el Moscow Mule, cuyo advenir hay quien sitúa en Nueva York y quien en Los Ángeles. La receta: mezclar dos partes de vodka, una de zumo de lima, hielo picado hasta el borde y completar con cerveza de jengibre (que suena a libro de Enid Blyton, ¿verdad?). Se sirve en un curioso cubilete de cobre (en Amazon los hay baratos; la cerveza se encuentra en Carrefour) y está buenísimo. 

Tras los combinados, Enrique nos dio un caldito con una gota de oloroso (opcional) que estaba como cabe suponer. Y pasamos à table, donde nos encontramos con una gran sartén (una paella en realidad) cubierta de huevos fritos sobre un lecho de garbanzos, igualmente fritos, con la carne del caldo (él usa codorniz que, aun de corral, aporta un sutil aroma inédito; la hay en Mercadona).

Una cena ligera, sí, como hubo quien comentó con cierta sorna… Me da vergüenza entrar en más detalles. Baste saber que lo mío fueron dos memorables platos con sendos huevos. Y, como al final sobraba uno, con su camita de garbanzos, y uno está educado como de posguerra –tirar comida es sacrílego– me sacrifiqué por la mesa y le hice el honor.

La cena la remató una tabla de quesos entre los que había un espectacular Camembert (au lait cru, bien sûr; para este cronista, el indiscutible rey de los lácteos) y un picón de Tresviso en su punto perfecto. El todo, regado a la elección del comensal: un Viña Ardanza de 2017 o un Muga blanco de 2018. O ambos, claro, como fue mi caso. Este juntaletras remató con un blanco orujo lebaniego, suave como una serenata de Schubert.

Hacía años que no cenaba yo tres huevos fritos… Y sí, dormimos los dos (yo y mi kilo de más) como benditos, sin siquiera omeprazol.

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