El tumbet y la isla de Mallorca, un paraíso único
«En algún sitio me han servido el tumbet con huevos fritos, con carne y hasta con bacalao»

Tumbet mallorquín.
Soy un enamorado de la isla de Mallorca. Mallorca es única. Sí, las otras dos grandes islas han estado más de moda, quizá aún lo estén. La una más bohemia, festiva y bergante; más formal, elegante y comme-il-faut la otra. Mallorca nunca ha estado realmente de moda. O, bien visto, siempre lo ha estado, a pesar de que durante años se vio casi, casi, solo como destino de viaje de novios de parejas sin posibles.
Mallorca es otra cosa, que por supuesto engloba cualquier cualidad de las otras dos. Puede ser tan canalla como Ibiza, tan fifí como Menorca y tan turística como ellas, a no ser que hablemos de monumentos, en cuyo caso la comparación es ociosa, y baste quedarnos con la catedral, la lonja o la Almudaina.
Sí, es única, es como la madre de las otras dos. Las aguas esmeralda del cabo Salinas, donde empieza la costa sureste, hasta cala Ratjada, con docenas de pequeñas calas, cada una más idílica que la anterior. La escarpada costa norte, con esas dos únicas calas, Tuent y sobre todo Sa Calobra, cuya soberbia carretera de acceso es de las más pintorescas de Europa. En Sa Calobra el Mediterráneo dio un revolcón a este insensato, que decidió bañarse a destiempo, del que todavía se resiente.
Sigo: el Puig Major, de más de 1.400 metros, que corona la agreste sierra de Tramontana y al que tuve el privilegio de subir. Dicen que en días claros se ve toda la costa de la isla. Sóller, unido a la capital por un tren que parece de juguete; Deyá, con su maravilloso y desconocido cementerio; Valdemosa y su cartuja y demás pueblos de la sierra; Alcudia y su bahía; y Formentor, y Andraitx… y me olvido de no pocos lugares.
Y las cocas, primas frías de las pizzas, y los arroces, y la lechona, y el queso de Campos (que no cede medio cuerpo al de Mahón) y las galletas de Inca, y la sobrasada (entre los mejores embutidos del mundo), y el camayot (o camaiot), y los hasta muy recientemente desconocidos vinos, del delicado Sa Vall de Miquel Gelabert al poderoso Ànima Negra de AN; y la maravillosa huerta mallorquina, hermana en riqueza y variedad de la murciana.
Tengo familia en Mallorca, que me da noticias desasosegantes. La invasión turística, alemana fundamentalmente, está acabando con el atractivo de la isla. Parece que hay bares, restaurantes y tiendas incapaces de atender en castellano, ni en mallorquín. Las estrechísimas carreteras del interior son dominio de ciclistas y convierten un desplazamiento de 15 kilómetros en una desquiciante hora, como para conductores nerviosos. Las idílicas calas que recorríamos en nuestro diminuto velero están ahora atestadas de motoras cuyo gobierno legal exige solo eso que llaman «titulín», que para obtener basta apenas saber algo más que leer. Y que, claro, son un peligro para la navegación.
Pero sigo, más lúdico, y vuelvo a la huerta. Es la madre del plato estrella de la gastronomía balear, o sea, del Tumbet (o Tombet).
Aquí que va mi receta. Perdonaréis mi falta de concreción en las cantidades, pero es lo que tiene una sección no más que disfrutona: que uno abusa de la maestría y bona fides del lector.
Ingredientes
- Patatas
- Berenjenas
- Pimientos verde y rojo
- Salsa de tomate
- Aceite
- Sal, etc.
Preparar la salsa de tomate con un par de ajos y una cebolla grande y dejar freír a fuego lento (con sal y una cucharada de azúcar) de modo que espese hasta que exija cuchillo. Cortar las verduras (misma cantidad de cada una) en rodajas de un centímetro (o algo menos) y freírlas a fuego medio por separado. Escurrirlas y colocarlas por capas en una fuente de horno: primero las patatas, luego las berenjenas y finalmente los pimientos.
Cubrir todo con la salsa de tomate, y al horno, precalentado a 180 ó 200 grados, durante 25 minutos. En alguna receta leo que también incluyen el calabacín (esa insípida calabaza cuyo único uso este pecador opina que es como el ingrediente menor de un pisto) pero no aporta nada. En algún sitio me han servido el tumbet con huevos fritos, con carne y hasta con bacalao. En cualquier caso, un festín, superior, de nuevo en mi opinión, al pisto; y muy superior a la ratatouille francesa. Digo, por no comparar, que es odioso.