El 'foie-gras' y cuando el pato irrumpió en mi cocina (para no irse nunca)
«También nos advirtió que en España había oído hablar de foie, en referencia al foie-gras, y que era un error»

'Foie-gras'.
Recuerdo vagamente la irrupción del pato –o de su prima mayor, la oca– en mi vida. Debió de ser a finales de los setenta, cuando una dulce huerita me dijo «sí». Me llevó a un curso de cocina en Alambique, fundado en esos años por Clara María Amezúa, y aprendimos las diferentes preparaciones francesas de las palmípedas. Un cocinero, importado de Francia por Clara María (q.e.p.d.), nos dio unas pocas clases sobre la elaboración de magrets, confits y foie-gras. Hasta entonces, yo lo había comido muy poco, si exceptuamos en esas latas de paté (con o sin trufa), o en su versión más opulenta, entier, de que de vez en cuando disfrutábamos. En casa era no más que un aperitivo para ocasiones, siempre regado por un buen champagne.
Hubo excepciones, claro. Sobre 1965, a mi hermano y a mí nos habían despachado a un pueblo cerca de Biarritz, a un internado, a aprender francés, que habíamos estudiado en el colegio y que convenía reforzar. En Biarritz vivía un viejo amigo de mis padres, que en un momento dado se sintió obligado a ocuparse de nosotros y nos invitó a almorzar, no sin que su mujer nos preguntara antes «si nos gustaba el foie-gras». Sí, nos gustaba, respondimos pensando en el de La Piara de nuestras meriendas. Sí, sí, La Piara. La fuente, servida por un criado de porte regio y la mirada del sumo sacerdote, contenía unas gruesas rodajas de foie-gras (me imagino que mi-cuit) rodeadas de una gelatina delicadísima. No recuerdo qué acompañaba al plato, pero sí que nuestro anfitrión nos dio a probar un sorbito de un vino extraordinariamente dulce: un Sauternes. Que yo recuerde, ese fue mi primer contacto con el foie-gras (y con el delicado vino).
En aquellas clases, el cocinero, cuyo nombre me ha huido, nos explicó que las ocas eran más grandes y de sabor más sutil que los patos, cuya carne era más grasa que la de aquellas. Nos enseñó a preparar el confit y a hornear el magret, a quitar con los dedos los nervios del hígado, a añadirle diez gramos de sal por kilo y no recuerdo qué cantidad de Oporto y tenerlo no sé cuánto tiempo, tapado al baño maría, para «mi-cuitarlo». Y alguna receta antológica, como el foie-gras fresco con vino de Oporto y uvas. También nos advirtió que en España había oído hablar de foie, en referencia al foie-gras, y que era un error. Éste es un hígado de pato u oca cebados (una canallada para el pobre bicho, cuyo hígado acaba enfermo) mientras que foie, a secas, es simplemente un hígado. De oca, de ternera o de lo que fuera. Lo cierto es que aprendimos tela y… No puedo comprender cómo mis apuntes se extraviaron.
A raíz de aquellas clases, el pato entró en nuestras vidas por la puerta grande. Estaba presente en cualquier almuerzo o cena un poco soigné que diéramos. El presupuesto familiar en vinos (¡ay! el Sauternes o en su defecto el champagne) aumentó alarmantemente… Lo malo es que se hizo muy popular y nuestros amigos hacían lo mismo. Llamadme esnob si queréis, pero, créaseme, acabé saturado. Igual es que mi foie tornó en gras… Incluso hoy día, si me ofrecen un aperitivo a base de foie-gras, como lo estrictamente necesario para no desairar a mi anfitrión.
De las recetas que aprendimos, si exceptuamos la del foie-gras con oporto y uvas (realmente imperial) la que más me gustó fue la del confit. El muslo, con su contramuslo, cocinado a baja temperatura en su propia grasa: cosa de cuatro horas. Lo preparamos alguna vez y es un plato espléndido, en mi opinión.
Pero el caso es que hace unos días, un huésped se presentó en casa con una gran lata de diez muslos confitados. No era la primera vez que probábamos el confit enlatado –aunque casi siempre lo cocinábamos en casa– pero recién caí en que no merecía la pena. Sáquese de la lata, escúrrase la grasa y gratínense los muslos en el horno cosa de cinco minutos, no más que como para que la piel se dore y quede crujiente. Acompáñese de un puré de manzana y de unas cebollitas glaseadas, o de unos puerros confitados, o de unas patatas salteadas. Y riéguese con un buen champagne… Magnífico plato.
Otra de las cosas en que aquellas clases nos ilustraron fue el uso de la grasa sobrante. Tras escurrir los muslos, queda una importante cantidad de ella… y uno se plantea qué hacer. Me resisto a investigar si es saturada o qué sé yo: me da miedo saber si es insana, si es colesterol puro. Pero nos sugirieron (entre muchas otras posibilidades) lo que cualquier gordo haría: freírse unas patatas, además de una tortilla a la francesa… que es la tentación en que caí el otro día. Jo. Indescriptible. El inconveniente es que uno se pasa la tarde entera mano a mano con las patatas.