Lenguado con sus menieres (o a la menier), una receta que nació de una infidelidad
«Aseguran que una molinera preparaba el plato a una condesa que tenía ilícitos amoríos en un molino»

Filetes de lenguado. | Freepik
No deja de ser curioso, me parece a mí, cómo cambia la apreciación de los pescados. En mi niñez, la merluza rebozada era un plato como de diario, mismo que los filetes de lenguado, o los de gallo, también enharinados y fritos, generalmente de cena. En cambio, el salmón –ahumado; el fresco era rara avis– era un plato como de menú de celebración. Con el tiempo, la plusvalía de la merluza subió, como la del lenguado, y nos los cambiaron por el salmón –claro está que de piscifactoría– que se popularizó. Si uno fuera un stock analyst, diría cómo llega a oscilar su cotización o alguna frase así de técnica. Ahora la merluza vuelve a depreciarse, aunque parece que el lenguado aguanta el tipo. Lo que se ha apreciado es el salmón, aun siendo de bote. No hay quien se aclare. Dicen que el mercado es quien decide, el gran sabelotodo, pero a este cronista, que le registren.
Platos como la merluza frita –con o sin salsa de chipirones– que servía (y confío que siga haciéndolo, hace mucho tiempo que no voy) el vasco-navarro Jai-Alai, en El Viso, o el lenguado a la plancha de El Mosquito, en Vigo (alguien me sopló que el sitio ya no es lo que era), o el opulento Evaristo, de El Pescador, de Madrid, son monumentos de la gran cocina, dignos de figurar en los más refinados menús, convendréis.
La oferta de pescado de que disfrutamos en el norte es espléndida, como no podía por ser menos. Dichos sin orden alguno, lubina, merluza, rape, rodaballo, corvina, dorada y lenguado, entre los blancos. Y, en sus respectivas temporadas, los azules: sardinas, bocartes, mújoles y bonito, lo mismo olvido algunos, sin olvidar el omnipresente salmón. (Claro que en Madrid hay de todos ellos, de insuperable calidad, no olvidemos aquello de que la capital es el mejor puerto de mar.)
Aquí, en cualquier súper se encuentran, de piscifactoría o capturados en mar abierto. Tengo una apuesta pendiente con un amigo, acérrimo enemigo del cultivo, por ver si es capaz de distinguir una lubina de anzuelo de otra de bote, cocinadas de igual forma. Yo sostengo que no: quizá un experto catador… pero finísimo tendría que ser. Esos pescados, preparados al horno o a la plancha, con una gota de aceite y poca sal; o con una salsita preparada con mantequilla, un chorrito de limón y una pizca de su ralladura; o con la clásica ajada, o sea ajo dorado en láminas, un pellizco (o no) de pimentón y unas gotas de buen vinagre son insuperables. En cualquier caso, ¡anda que no hay recetas para preparar un pescado!
El otro día vi una nueva, en la carta de un (buen) restaurante de un pueblo vecino, unos acompañantes del lenguado nuevos para mí: las menieres. Caramba, eso es improvisar, pensé, y busqué, divertido, por si encontraba en la carta una langosta con su Thermidor, o unas ostras acompañadas de Rockefeller o un Martini con su dry… Pero no. Simple error.
La receta de la sole meunière viene de Francia y aseguran que la molinera (la meunière) era quien preparaba el plato a una condesa que tenía ilícitos amoríos en un molino (ilícitos y harinosos, le parecen a este juntaletras que, puestos, es pelín morboso) como Jack Nicholson y Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces. Condesa o molinera, la receta es simple: enharina el pescado y fríelo en mantequilla por los dos lados. Cuando esté, sácalo y reserva. Pon mantequilla a hervir en una cazuelita y cuando tome color tostado, añade zumo de limón. Ya no queda sino regar con ella el lenguado, que se escolta con patatas hervidas y espolvoreado con algo de perejil. Dicen que le gustaba mucho a Luis XIV, o sea que no es de ayer.
En una ocasión pedí el lenguado «con sus menieres». Era estupendo; fresco y prieto, pero ¡ay! no lo estaba tanto: algo pasado de cocción. Y, con mi mejor sonrisa y un puntito de timidez que me pareció muy adecuado (pensé, para no parecer un pedante) advertí al maître del fallo, pero me temo que prediqué en el desierto. Me preguntó si me había gustado y, ante mi afirmación (¿Qué se dice en estos casos? ¿Que no? ¿O te metes en materia y discutes –con un cántabro de la vieja escuela, ojo– los puntos de cocción?), compuso una cara de «pues eso, coño».
Luego he vuelto varias veces y el lenguado siempre ha llegado, con sus menieres, perfecto de punto. Un mal día, aquel primero.
