El displicente Macron contra la delirante Le Pen
En las elecciones presidenciales que se celebran este fin de semana no se juegan su futuro únicamente los votantes franceses, sino todos los de la Unión Europea
A menudo escucho a algún tertuliano quejarse de la falta de currículum de tal o cual político, pero la excelencia académica nunca fue una garantía de buena gestión. En esta misma sección hemos contado cómo John Kennedy se rodeó por un equipo del máximo relumbrón que, pese a toda su destreza, metió a Estados Unidos en la ciénaga de Vietnam.
Adolfo Suárez, por el contrario, nunca mostró «especial interés por los estudios», cuenta Carlos Abella. En el bachillerato era habitual que le quedaran asignaturas para septiembre y, en toda la carrera, obtuvo un único sobresaliente (en derecho romano). Tampoco brilló como opositor. En 1959 se examinó para acceder al Cuerpo Jurídico de la Armada y el veredicto del tribunal fue contundente: «insuficiente por unanimidad». Probó a continuación a hacerse técnico de Información y Turismo, pero renunció porque uno de los ejercicios era «un examen de idiomas, por los que sentía auténtica aversión». Solo después de que recibiera de un director general garantías suficientes de que una de las plazas en liza sería suya, se presentó al Instituto Social de la Marina.
A pesar de esta ejecutoria manifiestamente mejorable, pocos discutirán que Suárez fue uno de los gobernantes destacados (si no el más destacado) del siglo XX español. ¿Nos habría ido mejor si en el verano de 1976 el Rey se hubiera decantado por Federico Silva Muñoz o por Gregorio López Bravo, los otros dos miembros de la terna que se sometió a su consideración? Silva Muñoz se doctoró en derecho con premio extraordinario e ingresó simultáneamente en los cuerpos de Abogados del Estado y de Letrados del Consejo de Estado. López Bravo, por su parte, fue número uno de su promoción de ingenieros navales y con 39 años ya era ministro de Industria.
Si la dirección de un país fuese una actividad intensiva en memoria o en cálculos complejos, tendría mucho sentido designar presidente a alguien que aprobara las oposiciones a pares o que dominara la dinámica de fluidos. Pero la política no es una disciplina técnica. No es como atender partos o reparar barcos, dos entornos en los que tropiezas una y otra vez con situaciones similares, lo que te permite ejercitarte y adquirir las destrezas apropiadas. Ningún gran desafío político se parece al anterior. Es más, no es infrecuente que la solución a un problema viejo se convierta en el nuevo problema. La energía barata que hizo posible la Revolución industrial ha inundado la atmósfera de dióxido de carbono. Y las tecnologías digitales que multiplican nuestra eficiencia han exacerbado las desigualdades.
Algo similar ha sucedido con la meritocracia. Durante décadas, la humanidad soñó con un régimen que asignara los reconocimientos en función de los méritos contraídos, y no de la cuna o el capricho de un monarca.
Perfecto. En muchos países se ha logrado en cierta medida. ¿Qué hacemos ahora con los que no contraen méritos?
El displicente Macron
En julio de 2017, durante la inauguración de Station F, una incubadora de empresas emergentes con la que Emmanuel Macron pretendía elevar Francia a la categoría de Startup Nation, el recién elegido presidente estableció un desafortunado contraste entre las personas que triunfan y las que no llegan a nada. Estas últimas se han considerado tradicionalmente un residuo ineludible de la combustión del capitalismo. Mediante la supresión de los menos aptos, la destrucción creadora eleva la productividad general y el bienestar. Las cifras son innegables. En las últimas cuatro décadas, el mundo ha dado un salto espectacular en ingresos, en esperanza de vida, en seguridad, en alfabetización.
Pero el residuo no termina de desvanecerse. Quizás sea irremediable que haya ricos y pobres, pero, como advirtió Eugenio d’Ors, lo que conviene evitar a toda costa es que sean siempre los mismos. Tiene que haber cierta movilidad y, como no se ha dado, los que no llegan a nada han ido emigrando a opciones ideológicas que hasta hace poco malvivían en los márgenes del sistema.
A estos humillados y ofendidos se les han sumado últimamente las nuevas generaciones. Como me reconocía impotente un líder del PP, casi todo el voto joven de derechas se ha ido a Vox. Y en la izquierda, Más Madrid aventaja al PSOE entre los menores de 45 años. No se trata de un fenómeno caprichoso. Muchos jubilados aún recuerdan las penurias de la guerra y la posguerra y las décadas de progreso que les siguieron y, como de bien nacido es ser agradecido, se mantienen fieles a las formaciones que impulsaron el progreso. «Pero», escribe The Economist, «todo lo que han vivido los mileniales y los Z […] son dos crisis económicas desde 2008 y los toques de queda de la pandemia». Sienten con razón que los políticos tradicionales miman a unos mayores que «compraron sus casas antes de que los precios subieran y que disfrutan de pensiones a prueba de inflación», mientras que a ellos les queda «una elevada deuda pública y un desastre ambiental». Y concluye la revista: «La lucha de clases de antaño ha sido reemplazada por una división generacional».
La delirante Le Pen
El que existan argumentos de peso para desconfiar de las propuestas de los líderes tradicionales no hace, sin embargo, buenas las de Marine Le Pen. Como sintetizan James McAuley y Madeleine Schwartz en The New York Review of Books, «Le Pen ya no reclama un referéndum para salir de la UE, como hizo en 2017», pero su programa incluye «establecer controles fronterizos y reducir su aportación al presupuesto comunitario». La candidata de la Agrupación Nacional quiere que una Alianza Europea de Naciones reemplace gradualmente a la UE y se retirará del mando militar integrado de la OTAN. Si no es un Frexit, se le parece bastante, según Le Monde. Y aunque, por fortuna, «no habla abiertamente de emular a Putin», se ha visto obligada a destruir «los 1,2 millones de panfletos que había impreso con una foto en la que aparecía estrechándole la mano».
Macron encarna al enarca brillante y displicente, que ignora a los que no llegan a nada. En eso no es la excepción. Hasta la fecha, ningún Gobierno ha sabido dar cumplida respuesta a ese malestar. Pero mientras la encontramos, sería una temeridad hacer tabla rasa y tirar por la ventana a la UE con el agua sucia. Si la excelencia académica nunca fue una garantía de buena gestión, la demagogia siempre ha sido una receta para el desastre.