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Internacional

La estafa de la revolución

El documental ‘El caso Padilla’, sobre la destrucción moral e intelectual del poeta por el castrismo, nos recuerda hoy que sin libertad, el progreso es una quimera

La estafa de la revolución

Erich Gordon

Heberto Padilla era un poeta perspicaz y original, que abrazó la causa revolucionaria cubana desde muy joven. La revolución le hizo justicia y lo envió como delegado por diversos países, tanto del bloque soviético como del mundo occidental. A su regreso a La Habana, en 1966, la sorpresa ante el deterioro de su país, las filas para comprar, los exiliados, el cierre de medios y la represión latente lo llevan a un proceso de desencanto, que sólo puede trasmitir de boca en boca con amigos y familiares. En 1968 publica Fuera del juego, un libro de poesía sobre el divorcio entre las promesas de la revolución y su cruda realidad. El libro, sin embargo, gracias a un jurado independiente, del que formaba parte Lezama Lima, es premiado por la Unión de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC), pero publicado con una nota que advierte de su contenido antirrevolucionario. 

El margen de discusión se estrechaba dramáticamente junto a los ingresos de Padilla, que es excluido de sus funciones públicas. En 1971 es detenido y encarcelado. Los entretelones del asunto fueron narrados con maestría por Jorge Edwards en Persona non grata. Los intelectuales del mundo, todos partidarios de la revolución, se organizan y piden públicamente a Castro su liberación.

Leídas hoy esas cartas y manifiestos, sorprenden por su tibieza, como si el encarcelamiento de Padilla fuera un malentendido. En ese contexto es que, en abril de 1971, tras un mes y medio de prisión, Padilla es liberado. Pero en realidad no es libre. Lo obligan a presentarse ante sus colegas de la UNEAC (que agrupa forzosamente a los artistas de la Isla) a rendir una declaración. Y ahí, en ese escenario, hace su famosa autocrítica y confesión, en unos términos y palabras que recuerdan, en versión tropical, los juicios de Moscú, la parodia de justicia que orquestó Stalin contra la vieja guardia bolchevique.    

Las palabras de Padilla eran conocidas. Se habían transcrito y estudiado:

«Y por eso yo he visto cómo la Seguridad no era el organismo férreo, el organismo cerrado que mi febril imaginación muchas veces, muchísimas veces imaginó, y muchísimas veces infamó, sino un grupo de compañeros esforzadísimos, que trabajan día y noche para asegurar momentos como éste, para asegurar generosidades como esta: que un hombre que como yo ha combatido a la revolución, se le dé la oportunidad de rectificar radicalmente su vida».

Imágenes desgarradoras

Pero no se conocían las imágenes de ese día aciago para la libertad de expresión. Se sabía que dos técnicos de la vecina corporación cubana de cine y televisión habían grabado el momento, y que sólo Fidel lo había visto. No sabemos cómo se escaparon de esa selecta videoteca del horror y llegaron a manos de Pavel Giroud, quien enfrentó el dilema de hacerlas públicas sin más o utilizarlas para un documental. Al final optó por la segunda opción y el resultado es la película El caso Padilla, estrenada en el Festival de San Sebastián del año pasado y por fin al alcance de cualquiera a través de las plataformas. El documental transmite la esencia de la confesión de Padilla, pero la contextualiza de manera acertada con testimonios de la época, de muy diversos protagonistas, para convertirse en una película imprescindible. Las imágenes de Padilla son tan desgarradoras como sus palabras. Suda, tartamudea, se enreda, suspira. En el énfasis y la gesticulación parece una parodia de Castro. Asistimos al suicidio intelectual y moral de un poeta y de un hombre, pero también vemos –pienso yo– a alguien que trata, de manera casi imposible, de mandar la señal de que lo que dice es tan grotesco y exagerado, tan falsamente eufórico, que solo puede ser forzado. Uno ve el regodeo con que cuenta sus logros de poeta independiente, para luego criticarlos caricaturescamente. Y esto gracias a las luces de los compañeros de la Seguridad del Estado que, en su infinita modestia, no quieren ser mencionados. Todo es cruel y patético.

Es imposible entender las profundidades de un hombre derrotado por el miedo y la violencia. Lo más desgarrador es que va nombrando a muchos de los asistentes a la reunión, que se mueven incómodos en la atestada sala. El beso de Judas. César López, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez… Incluso Lezama Lima, el único que se atrevió a faltar a la cita, es mencionado en la nómina de los traidores a la revolución, junto a Cabrera Infante. También su mujer, la poeta Belkis Cuza. Todos toman la palabra para agradecer a Padilla su denuncia y jurar loas eternas a Fidel y la revolución. Una cámara de torturas mentales. Todos, menos Norberto Fuentes, quien, en un acto de valentía extrema, desmiente al poeta y ratifica su visión crítica, pese a los gestos amenazantes de los guardias armados que vigilan el acto. Las imágenes muestran fugazmente a Reinaldo Arenas, digno y retador, quien dará su versión de esos momentos en sus memorias Antes que anochezca

Libertad y autocensura

La confesión de Padilla llevó a ciertos escritores a abrir los ojos y romper con la Cuba de Fidel. Fue el caso de Vargas Llosa, Juan Goytisolo, José Ángel Valente, Octavio Paz, Ángel Rama o Carlos Fuentes. Y tuvieron que sufrir la furia de Castro, que los insultó largamente –«para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad»–, y cierta marginación de los centros de poder literario, todos alineados con la revolución durante décadas. Fue este el lado del que se decantaron Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Salvador Garmendia, Rodolfo Walsh, Mario Benedetti y muchos otros. Y, claro, el propio Heberto Padilla, que menospreció el apoyo recibido. Un hombre roto que, ya exiliado, en los ochenta, quiso retomar su vida y su carrera, pero no pudo nunca liberarse del peso de sus propias palabras incriminatorias.

Las enseñanzas cubanas contra la libertad de expresión, la crítica libre y el debate de las ideas hoy son realidad también en Nicaragua y Venezuela. Y dan alarmantes señales en México, El Salvador y otros países del área. Por eso hay que ver El caso Padilla y sus laberintos morales. En el mundo libre no hay un Fidel Castro que te torture para que le confieses amor incondicional, pero sí hay muchas taras, barreras mentales, miedos, pulsiones de autocensura. Presión de grupo, silencios convenientes, miedo a la cancelación. La semilla del mal se esconde cuando la escritura, por razones de diversa índole, traiciona su verdad en aras de la conveniencia

Pasan los hombres y sus afanes y la dictadura cubana se mantiene. Por ello, para la mayoría, es un tema cansado e inútil. Los cubanos cautivos, casi en una situación de rescate humanitario, no tienen voz ni voto en ningún plano de su existencia. Hasta que logran salir y entonces descubren azorados la dimensión de la estafa. La revolución ha sido una estafa histórica, política, económica, sanitaria, educativa, social, cultural y moral. Pero fuera, en el exilio, no pueden hacer nada, salvo recomponer sus vidas privadas, marcadas ya para siempre por el desamparo. La destrucción de Castro es tan descomunal que no alcanzan las palabras, esas que él expropio en balde. Y aun así, esa entelequia fantasmal (cárcel, desabasto, propaganda, hollín, represión, pobreza, herrumbre, censura, locura: dolor a mares) sigue marcando la agenda de América Latina. Mientras Cuba no se libere, América Latina no estará a salvo. No podrá construir democracias plenas y duraderas. Incluidos los muy necesarios partidos de izquierda. Y no podrá, por lo tanto, enfrentar sus problemas, empezando por la desigualdad. Sin libertad, el progreso es una quimera. Algo que supo por un tiempo el poeta Heberto Padilla. 

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