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Enfoque global

¿Cómo se jodió la globalización?

«Que China recupere su lugar como primera potencia no supone que el centro de la globalización pase de Nueva York a Pekín, sino el mismo fin de la globalización»

¿Cómo se jodió la globalización?

Xi Jinping y Joe Biden. | Zuma Press

La crisis de las subprime primero, la pandemia de la covid-19 después y ahora la invasión rusa de Ucrania pueden considerarse como los principales detonantes de la actual paralización y regresión de la globalización. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo podemos explicar la vuelta a los equilibrios de poder de épocas que parecían ya superadas? ¿Se puede poner fin a este punto muerto? ¿Sería deseable hacerlo?

Empecemos por el principio. ¿Es la globalización una época de la historia de la humanidad o más bien un determinado modo de concebir las relaciones humanas o simplemente una forma de describirlas? ¿Es un acontecimiento, un proceso o una meta? ¿Es nuevo o antiguo? ¿Hemos llegado a ella de forma espontánea o como parte de un plan? En este último caso, ¿cabe entenderla como un esfuerzo universal o como expresión de la dominación occidental? 

No existe un consenso en torno a cómo definir la globalización, ni siquiera en torno a su existencia misma. El término, ampliamente difundido y usado desde la década de 1990, se ha convertido en lo que los anglosajones denominan un buzzword, una palabra o expresión pegadiza que a fuerza de emplearla se ha convertido en un cajón de sastre que todo el mundo utiliza sin saber muy bien a qué se refiere.

En realidad, la globalización ha servido para casi todo, haciendo referencia tanto a un proceso como a una condición, a un sistema, a una fuerza y a una época. Para nosotros, en aras de asentar un punto de partida para nuestro análisis, la globalización sería un conjunto de procesos cuya convergencia ha favorecido un aumento exponencial en los flujos de personas, objetos e información cuyo impacto ha generado numerosas dinámicas de cambio y transformación sociales en las estructuras tradicionales, favoreciendo lo global en detrimento de lo nacional. 

A su vez, podemos inferir que esa variedad de procesos, desde el fin del sistema de Bretton Woods con la salida del patrón oro de Estados Unidos en 1971 a la paulatina integración china en los mercados mundiales, pasando por el desarrollo tecnológico o la deslocalización industrial y el fin de la Unión Soviética o la expansión de la Unión Europea y del euro; ha dado como resultado la creación de un sistema que podemos entender como globalizador.

Los sistemas engloban tanto a los actores y a las instituciones que se relacionan entre sí de forma regular y perdurable como a las pautas que estructuran esas relaciones. Por lo tanto, la globalización como sistema estaría integrado, por un lado, por los estados-nación, las grandes corporaciones multinacionales, las instituciones y organizaciones internacionales, además de los pueblos y personas de todo el mundo que se unen de múltiples formas (desde organizaciones no gubernamentales a sociedades deportivas); y por otro lado, la globalización también está compuesta por el modo en que se estructuran sus relaciones y que sirve tanto para establecer un  marco de convivencia entre sus miembros como para asegurar la supervivencia y reproducción del sistema. En la globalización, tal y como lo definió Manuel Castells, su estructura viene marcada por la sociedad en redes, cuyo paradigma basado en el intercambio de información sustituye a la producción y distribución de energía propios de la sociedad industrial. 

Por tanto, con la globalización transitamos de un entorno sólido y estático a otro líquido y dinámico, como señalara Zygmunt Bauman, donde las estructuras fuertes del pasado dejan paso a unas de carácter mucho más ligero, en una especie de disolución de la modernidad en un plasma posmoderno.

De ese modo, entender la globalización como sistema nos permite analizarla bajo una luz sociológica que facilita su análisis y hace más comprensible su evidente decadencia. Según Talcott Parsons, todo sistema, para ser considerado como tal, debe cumplir con las siguientes funciones:

– Adaptación: entendida como la habilidad para adaptarse al entorno y que ese mismo entorno responda a las necesidades del sistema.

– Capacidad para alcanzar metas: una vez definidas y planteadas unas metas, el sistema debe ser capaz de cumplirlas.           

– Integración: mediante la regulación de las relaciones entre sus componentes. Es decir, debe dotarse de una estructura propia, además de estimular que el resto de funciones se complementen.

– Latencia: consistente en el ofrecimiento, mantenimiento y renovación de la motivación de sus componentes, básicamente mediante pautas culturales o patrones.

Además de estas cuatro funciones, Parsons señaló una serie de prerrequisitos funcionales como la compatibilidad estructural con otros sistemas, la satisfacción de las necesidades de sus integrantes o el deber de ejercer cierto nivel de control frente a conductas potencialmente desintegradoras, de tal modo que si llega a producirse un conflicto interno, pueda neutralizarlo.

A continuación describiremos la impotencia de la globalización por cumplir tanto sus funciones como sus prerrequisitos funcionales. En primer lugar, hay que destacar que la globalización convive con otra serie de sistemas, el principal de los cuales es el sistema de relaciones internacionales, junto con el sistema económico mundial, y su coexistencia no ha resultado todo lo armoniosa que se podía esperar.

La principal razón se debe a la propia naturaleza del sistema de relaciones internacionales, compuesto por tres ecosistemas distintos que, como indica Robert Cooper, impiden que el mundo forme un único sistema político. Los tres mundos que conviven desde el fin de la Guerra Fría serían:

-El premoderno: producto del caos postcolonial y del subsiguiente fracaso en la construcción de estados viables. Son espacios usados por actores no estatales para todo tipo de actividades ilícitas, desde el narcotráfico al tráfico de personas, pasando por el terrorismo, que lejos de ir reduciendo su espacio va ampliando su escala, pues según la OCDE, en 2021, casi un cuarto de la población mundial vivía en contextos de fragilidad.

-El moderno: es el reino de la fuerza y la soberanía, donde el clásico sistema de estados-nación permanece intacto y el reparto de poder determina el tipo de orden prevalente, si bien la ausencia de un auténtico equilibrio de poder hace muy difícil alcanzar la estabilidad dentro de este mundo, caracterizado por la ausencia de una verdadera autoridad central.

-El posmoderno: en este mundo el estado-nación clásico también pierde poder, pero a diferencia de la esfera premoderna no lo hace para caer en el desorden sino en un orden de mayor nivel, el supranacional más propio de la globalización, ya que los vectores del mundo posmoderno son la apertura y la interferencia entre las esferas interna y externa, en claro perjuicio de una soberanía que deja de concebirse como sacrosanta.

«Mientras hay estados-nación que no dudan en denunciar públicamente el proyecto globalizador como Rusia, otros han sabido llegar a mejor puerto gracias al viento a favor de la globalización sin abandonar el barco moderno»

Con semejante sistema de relaciones internacionales tan complejo y dividido la globalización no ha podido integrarse de manera eficaz. Para empezar, su propuesta de apertura y aumento de flujos únicamente ha podido implementarse eficazmente en el mundo posmoderno, mientras que en el resto de escenarios, el premoderno y el moderno, sólo lo ha hecho parcialmente y no siempre con consecuencias favorables para los mismos.

No es extraño, por tanto, que en el mundo premoderno la globalización, al no alcanzar sus metas, no haya sido capaz de ofrecer la motivación suficiente a sus líderes y poblaciones como para asegurar una penetración más intensa en las áreas menos favorecidas por el desarrollo económico. Incluso las críticas hacia la globalización no han dejado de crecer entre un sinfín de comunidades que sólo perciben cómo les despojan de sus riquezas naturales a cambio de meras limosnas, mientras sus economías se estancan y se alejan de las promesas del desarrollo, pasando las cadenas de valor global impulsadas por la globalización a ser denunciadas como cadenas de explotación global.

En cuanto al mundo moderno, tras el envite inicial de la década de 1990 que pareció asestar un golpe mortal a los estados-nación, estos han ido recuperando el terreno perdido de la mano de sus agendas de seguridad nacional, poniendo cada vez más trabas a los flujos que debilitaban sus soberanías, de tal forma que hoy el control de esos mismos flujos es uno de los grandes objetivos de todo aspirante a potencia, ya sea regional o mundial, devolviendo así al mundo a la tan cacareada competición estratégica entre grandes potencias.

Mientras hay estados-nación clásicos que no dudan en denunciar públicamente el proyecto globalizador como la Rusia de Vladimir Putin, otros han sabido llegar a mejor puerto gracias al viento a favor de la globalización, pero sin abandonar el barco moderno. Hablamos claro está de China, que desde la década de 1970 se ha valido de las ventajas de la creciente apertura y fluidez del sistema económico mundial no para evolucionar hacia un país posmoderno, sino para afianzar su propia soberanía y la pervivencia de un régimen comunista que fía su legitimidad en el continuo progreso de su nación y su ascenso a potencia mundial.

«La globalización, como sistema abierto y fluido que es, no ha desarrollado capacidades para asegurar el orden interno y la supervivencia del mismo»

Otro caso paradigmático lo representa Estados Unidos, que por su condición de gran potencia mundial ha vivido entre dos aguas, con un pie en la posmodernidad como líder indiscutible y principal impulsor de la globalización, pero con el otro aún bien pegado a la escena moderna, no dudando en defender sus intereses nacionales mediante el uso de la fuerza en caso necesario.

Esa doble naturaleza de las relaciones de Estados Unidos con el resto del mundo ha terminado por intensificar los debates internos sobre su papel entre las naciones, desatando un indisimulado malestar hacia el proyecto globalizador que, como ya identificara Joseph Stiglitz a principios del siglo XXI, alimentado por el fracaso de la globalización en sus vidas ha provocado la debilitación de su sistema democrático y la percepción de que la cultura estadounidense está siendo atacada desde múltiples frentes.

Un sentimiento negativo hacia la globalización que podemos identificar también en la base subconsciente que ha animado acontecimientos recientes como el Brexit, el resurgir del nacionalismo ruso y chino o las recientes protestas en Brasil contra el resultado de las últimas elecciones presidenciales. La latencia, por tanto, es una asignatura pendiente de la globalización.

Unos conflictos que además nos señalan otra de las principales deficiencias del sistema globalizador: su escasa capacidad a la hora de cumplir con el prerrequisito funcional básico de control interno. Es cierto que a nivel económico se han creado fórmulas de resolución de controversias, pero nada más. La globalización, como sistema abierto y fluido que es, no ha desarrollado capacidades para asegurar el orden interno y la supervivencia del mismo. Y junto a la evidente división del sistema político, el único capaz de ofrecer ese control de forma efectiva, la debilidad sistémica de la globalización es una invitación a combatirla.

En tales circunstancias, no es extraño que la propia estructura en red haya sufrido una derrota, veremos si irreparable, de la mano de la parcelación de internet. La red por antonomasia de la globalización ya no es ni global ni abierta, sino que se ha fragmentado como consecuencia de los esfuerzos de control por parte de estados como el chino y el ruso. Los respectivos reguladores del ciberespacio de Pekín y Moscú han transformado internet; del canal libre de intercambio de información que fue en sus inicios ha pasado a convertirse en un instrumento de represión online social y política de sus respectivos regímenes y que, no contentos con controlar cuanto sucede dentro de sus fronteras, venden gustosos su tecnología de censura a otros países como Irán.

Tampoco Occidente escapa a la tentación parceladora, y tras la invasión rusa de Ucrania son determinadas plataformas rusas las vetadas en Europa y Estados Unidos, lo que refuerza la idea de un internet dividido en bloques claramente separados, una imagen bien distinta a la red que mantiene unidos multitud de nodos y que inspiró la misma denominación del nuevo sistema de comunicaciones.

Tendencia fragmentadora a la que se ha apuntado incluso el sistema económico, que hasta el inicio de la pandemia era el más integrado en la globalización. En realidad, al sistema económico le sucedía algo similar que al político, coexistiendo en su interior varios modelos, a saber: el capitalista liberal, el estatista y el que podemos denominar disfuncional, propio de países sin un orden económico consolidado. En sus inicios la globalización pareció solventar las diferencias entre los distintos escenarios económicos gracias a la expansión del modelo capitalista liberal, pero al fracaso a la hora de garantizar un desarrollo equilibrado en las zonas disfuncionales, primero, acompañado por las resistencias del bloque estatista a perder sus prerrogativas, habría que sumar, tras la pandemia de la covid-19, la nueva ola proteccionista en países capitalistas clave como Estados Unidos y la ruptura de las cadenas globales de suministros, sin olvidarnos del recrudecimiento de la pugna global por los recursos energéticos y naturales.

Las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania, desde la interrupción del comercio de productos agrarios básicos como el maíz, el trigo o la cebada, y su impacto negativo sobre las regiones más desfavorecidas del planeta, a la reducción de las exportaciones energéticas rusas a Europa, con sus efectos distorsionadores sobre precios y mercados, no han hecho más que potenciar las divisiones en el seno del sistema económico, que se ha vuelto más rígido y cerrado en detrimento de la globalización, que ve cómo su aliado más fiel en el proyecto posmoderno sucumbe sin remedio a los dictados del mundo moderno.

Como vemos, la compatibilidad de la globalización con el resto de sistemas es hoy por hoy escasa. A la propia debilidad interna del proyecto globalizador debemos unir el efecto multiplicador derivado de la falta de consonancia de principios y valores en las esferas política y económica. Una diversidad que en sí misma no es negativa, pero que en contextos como el actual, donde las diferencias avivan los conflictos, tiene como principal víctima la armonía inherente a la globalización.

Así pues, ya podemos dar una explicación plausible de por qué se ha roto la globalización. La principal razón hay que buscarla en su propia disfuncionalidad, con poca habilidad para adaptarse al nuevo entorno mundial donde la competición parece dar paso al conflicto, sin ver cumplidas las metas con las que sedujo a millones de personas, incapaz de integrarse satisfactoriamente con el resto de sistemas y sin asegurar la motivación para aceptarla de buena parte de la humanidad.  

Además, no ha podido garantizar la compatibilidad estructural con otros sistemas, aquí comparte la culpa con la esencia diversa y conflictiva de esos sistemas, ni ha sabido desarrollar mecanismos de control internos eficaces, un déficit que sólo cabe achacar a su etérea naturaleza.

La imagen de la confusión la proporciona a la Unión Europea, atrapada entre la promesa de un mundo postsoberano y cooperativo y la dolorosa realidad de un continente en guerra, que incapaz de dar una respuesta a la altura del envite, se debate entre continuar con una fórmula integradora que sabe que ha fracasado o dar marcha atrás en su  estrategia y regresar a los imperativos del poder y competir así en igualdad de condiciones con el resto de potencias. 

Es decir, no estamos asistiendo a un mero trasvase de la preeminencia mundial hacia Asia. El que China recupere su lugar como primera potencia mundial tras cinco siglos de anómala hegemonía occidental no supone que el centro de la globalización pase de Nueva York a Pekín, sino el mismo fin de la globalización, ya que ningún estado-nación anclado en el mundo moderno puede comandar el proyecto globalizador; será de otro tipo, imperial, hegemónico o como lo queramos llamar, pero no globalizador.

Por tanto, ahora que la globalización se ha roto, ¿qué mundo nos viene? El fracaso de la propuesta posmoderna nos remite inmediatamente a un regreso del escenario moderno, como así parecen señalar los esfuerzos de muchos de los protagonistas de la arena internacional por devolver forma y materia al orden mundial. De momento, el resultado es una masa amorfa y grotesca mezcla de interés nacional, equilibrio de poder y contextos de fragilidad. El mundo de ayer, el mundo de hoy.

Para que el mundo del mañana muestre un rostro más amable se necesita un proyecto globalizador distinto, más justo, sí, pero también más y mejor estructurado, porque ahora lo sabemos, la propuesta difusa de la globalización no ha podido imponerse a las fuerzas e inercias del pasado. 

Pedro Ramos Josa es profesor de la UFV y analista de Seguridad Internacional del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.

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