Gustavo Petro y Colombia: anatomía del colapso de un país
Colombia, una vez una estrella emergente en el Hemisferio Occidental, se enrumba a una crisis que probablemente la llevará a sumarse a la lista de estados en liquidación
Este 2 de mayo, el presidente colombiano, Gustavo Petro, aterrizará en Madrid para su primera visita a España. Como antes en Washington, el jefe de Estado del cuarto país más poblado de América Latina será ensalzado por las virtudes más valoradas en muchos cenáculos intelectuales de los dos lados del Atlántico: hostilidad sin compromiso hacia el petróleo y los otros combustibles fósiles, promoción de la legalización de la droga y críticas contra la globalización. El ruido de los aplausos es probable que oculte temporalmente el estruendo del derrumbe del Estado colombiano; pero es seguro que los mismos que le alaban se verán salpicados muy pronto por los escombros de una catástrofe con un enorme impacto estratégico y humanitario que nadie parece preocupado por evitar.
Colombia, una vez una estrella emergente en el Hemisferio Occidental, se enrumba a una crisis que probablemente la llevará a sumarse a la lista de estados en liquidación que proliferan en África, Oriente Medio y América Latina. Las cifras dejan pocas dudas. Un año atrás, antes de que la victoria de Gustavo Petro en las elecciones presenciales se hiciese poco menos que inevitable, los colombianos pagaban 3.799 pesos por un dólar. La tasa de cambio a principios de este mes de mayo había subido hasta los 4.699 pesos, una devaluación de más de un 23%.
La pérdida de valor la divisa colombiana está impactando directamente sobre el bolsillo de los atribulados ciudadanos del país andino. De acuerdo con el Banco de la República de Colombia, la deuda externa escaló hasta los 184.109 millones de dólares. Desde luego, este nivel de entrampamiento fiscal no es únicamente fruto de este gobierno. En realidad, las cuentas fiscales se torcieron gravemente bajo la administración del presidente Juan Manuel Santos cuando el precio del petróleo – el principal producto de exportación de Colombia– colapsó a finales de 2014 y el mandatario optó por endeudarse en lugar de abordar un ajuste impopular; pero imprescindible. De hecho, la deuda externa sobre el Producto Interno Bruto se situaba en 24,1% en 2013 y saltó hasta el 39,5% en 2018, cuando Santos abandonó el gobierno. Los prestamos seguirían subiendo bajo el mandato de Iván Duque; pero, incluso teniendo en cuenta que tuvo que enfrentar una pandemia, el frenesí de gasto no alcanzó los niveles de su antecesor. Al final de su mandato, la deuda externa había aumentado 13,9 puntos (hasta 51,9%), por debajo de los 15.4 acumulados por Santos.
El problema con Gustavo Petro es que no parece preocupado por poner freno al endeudamiento del país. Entre el pasado agosto cuando llego al poder y comienzos de 2023, la deuda externa de Colombia saltó del mencionado 51,9% al 54,2% del PIB, la cifra más alta en los últimos 25 años. Paralelamente, los precios han continuado su ascenso. También según cálculos del Banco de la República, la inflación interanual del pasado marzo sumó 13,34%, medio punto superior al mismo mes del año anterior y la más alta en un cuarto de siglo.
Una crisis de seguridad en ciernes
Entretanto, las estadísticas de seguridad ya dejan entrever un deterioro preocupante. Aunque las cifras de homicidio experimentaron una pequeña reducción durante los primeros tres meses de este año – probablemente por la caída de las operaciones de las fuerzas de seguridad colombianas y la consiguiente reducción de choques con los ilegales – el número de masacres se ha duplicado – de 4 a 8 entre los primeros trimestres de 2022 y 2023 según cifras del Ministerio de Defensa colombiano– y las denuncias de desapariciones forzadas están creciendo. De igual forma, los secuestros se han disparado, de 35 a 71 entre los mencionados periodos. En otras palabras, se perciben las señales propias de cuando las fuerzas de seguridad dejan de operar – menos fricción con los grupos ilegales – y los criminales ganan libertad de acción para ajustar cuentas entre ellos, aterrorizar a la población y ampliar sus negocios ilícitos.
En medio de este sombrío panorama, sin duda, la cifra más preocupante es la expansión de los cultivos de coca. De acuerdo a la ONU, la extensión de los cultivos de coca alcanzó las 204.000 hectáreas en 2022, un 43% por encima del año anterior y la cifra más alta desde que existen registros. Esta enorme superficie cultivada produjo hoja de coca suficiente para elaborar 1.400 toneladas de cocaína. Si se toma como referencia el precio promedio de 12.000 dólares que calculaba la ONU para un kilogramo de cocaína en EE.UU. en 2019, es fácil estimar que el volumen del negocio engendrado en las selvas colombianas supera los 23.000 millones de dólares.
Como con la inflación, sería injusto responsabilizar a la administración Petro del tsunami de cocaína que anega Colombia. El cultivo de coca comenzó a dispararse allá por agosto de 2013 cuando el presidente Juan Manuel Santos decidió suspender las fumigaciones aéreas en Catatumbo, una de las principales áreas de producción de narcóticos del país. Esta medida fue completada en mayo de 2015, cuando el mandatario prohibió definitivamente la fumigación. Sin duda, la medida facilitó el acuerdo de desmovilización con las FARC, que habían llegado a ser el principal cartel de narcotráfico del país, pero tuvo consecuencias innegables en la producción de narcóticos. Los cultivos pasaron de las 48.000 hectáreas registradas por la ONU en 2012 a 168.000 en 2018.
El problema con la administración Petro es que, al igual que con la inflación, la bonanza de la coca parece no importarle. Recién llegado al gobierno, una de sus primeras medidas ha sido un recorte del 8% del ya ajustado presupuesto de defensa para el año 2024. Tres cuartas partes de ese ajuste ha ido contra los gastos de operaciones del Ministerio de Defensa. Es decir, supone un recorte del gasto en municiones, combustible y otro tipo de vituallas, precisamente los recursos necesarios para mantener las acciones de las fuerzas armadas y la policía contra criminales y terroristas. En otras palabras, el ajuste presupuestario de Petro condenó a la Fuerza Pública colombiana a la parálisis, justo cuando la seguridad se está deteriorando gravemente.
Aunque pueda parecer sorprendente, el gobierno parece determinado a insistir en esta hoja de ruta que atenta directamente contra la sostenibilidad política y económica del país. Para entender este aparente sinsentido es necesario tomar en consideración la combinación de radicalismo político, ignorancia e incompetencia que dominan el quehacer diario de la administración. Un buen ejemplo de los efectos de esta combinación tóxica está en el asalto emprendido por el gobierno contra el sector minero-energético que supone el pilar central de la economía colombiana.
El asalto contra la economía colombiana
La importancia de la producción de petróleo y carbón en el país no puede ser exagerada. De acuerdo a las estadísticas del gobierno, las exportaciones petroleras aportaron a las arcas nacionales 19.073 millones de dólares en 2022, a los que se deberían sumar otros 12.289 millones procedentes de las ventas de carbón. En conjunto, ambos rubros representaron el 54.7% de todas las exportaciones. En otras palabras, resultaron ser una fuente clave de las divisas legales – al margen de las que llegan fruto del narcotráfico y otras actividades criminales – con las que el país sostiene su economía.
Pese a su relevancia, Petro y sus ministros han convertido el desmantelamiento de la economía extractiva en una prioridad. De hecho, la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, se despachó en el Foro Económico Global de Davos el pasado mes de enero reiterando su ya conocida posición de que no firmarían más contratos de exploración petrolera. En otras palabras, el estado colombiano explotará los yacimientos existentes hasta su agotamiento y cesará la producción. De acuerdo a la Asociación Colombiana de Petróleo, esto implicaría que el país se vería obligado a importar petróleo a partir de 2028. El destino del carbón sería semejante. De hecho, Vélez ha repetido varias veces que no se entregarán más contratos de explotación de minas a cielo abierto. Semejantes planes resultan especialmente inexplicables cuando se toma en cuenta que el papel de Colombia en la producción de los gases de efecto invernadero, responsables del calentamiento global, es irrelevante: 0,37% del total mundial.
Mientras el gobierno confirma su voluntad de matar la gallina de huevos de oro que ha mantenido a flote el Estado durante décadas, está dando pasos para multiplicar el gasto público. Los planes del presidente incluyen una reforma del servicio de salud que incluiría una expansión de sus prestaciones, una estatización parcial y un papel central en su gestión de alcaldías y departamentos, niveles de la administración colombiana donde los problemas de corrupción son frecuentes. Este cambio en el modelo sanitario inevitablemente implicará un incremento del gasto. Lo mismo se puede decir de los planes para reformar el sistema de pensiones que entrega su control por el Estado y expande la población cubierta por el mismo.
¿Cómo financiar semejante agenda? En principio, el pasado noviembre, el gobierno Petro aprobó una reforma fiscal que promete incrementar los ingresos del Estado en 425 millones de dólares anuales (20 billones de pesos colombianos) entre 2023 y 2026. Sin embargo, estos planes pueden quedarse en nada si, como parece seguro, la subida de impuestos asesta un golpe demoledor a la rentabilidad de las empresas. De hecho, el texto legal aprobado eleva las cargas tributarias sobre el sector privado a pesar de que ya son unas de las más gravosas de los países agrupados en la OCDE. La paradoja roza el ridículo cuando se toma en consideración que una parte fundamental de los ingresos prometidos por la reforma fiscal (el 57% en 2023) vendrá de un incremento de los impuestos sobre… la producción de petróleo y carbón, precisamente el sector que el gobierno quiere desmantelar. De acuerdo a los planes gubernamentales, este aporte del sector minero-energético tendería a reducirse a medida que pasa el tiempo; pero lo cierto es que no hay ninguna certeza de donde vendrá el dinero para reemplazarlo.
¿»Paz Total» o escalada violenta?
Entretanto, el deterioro de las condiciones de seguridad no ha detenido a Petro en sus planes para llevar adelante su programa estrella para terminar con la violencia en Colombia, la denominada «Paz Total». De acuerdo a lo expuesto por el mandatario colombiano, esta iniciativa busca una paz definitiva y completa que no solo conduciría a la desmovilización de la última organización insurgente del país, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), sino que también incluiría a las bandas disidentes de la guerrilla de las FARC que han permanecido en armas después del acuerdo de paz de 2016 y una larga lista de grupos de delincuencia organizada vinculados al narcotráfico.
Sin embargo, nada parece estar funcionando de acuerdo a las previsiones del gobierno. Después del inicio de conversaciones con el ELN en La Habana, este grupo armado rechazó como prematura la firma de un cese el fuego y confirmó su voluntad de continuar la guerra con un ataque contra el ejército a finales de marzo que se saldó con 10 soldados muertos. Entretanto, los planes para extender las conversaciones a organizaciones criminales se han empantanado después de que el gobierno suspendiera los contactos preliminares con el Clan de Golfo – el grupo narcotraficante más importante del país – y el Fiscal General de la República, Francisco Barbosa, manifestara sus reticencias a suspender las órdenes de captura a una larga lista de grupos de delincuencia organizada con los que también se quiere negociar.
A primera vista, la intentona de paz gubernamental parecería ir mejor con los antiguos militantes de las FARC; pero las tensiones pueden dispararse pronto. Las bandas de disidentes se agrupan en dos coaliciones. Por un lado, está la denominada «Nueva Marquetalia» que opera desde Venezuela y es liderada por Iván Márquez, un antiguo negociador del acuerdo de paz firmado en 2016. Por otra parte, Néstor Gregorio Vera, alias «Iván Mordisco» encabeza la denominada «Primera Disidencia», el grupo más grande basado al interior del país. Los contactos con la «Nueva Marquetali» parecían avanzar hasta que recientemente el grupo anunció la creación de una estructura armada en las cercanías de Bogotá, un paso interpretado por muchos como el prólogo a una campaña terrorista en la capital. Entretanto, los diálogos con la “Primera Disidencia” podrían llevar a la creación de varias “zonas de despeje” que quedarían bajo el control de este grupo armado tras la retirada de las fuerzas de seguridad. Así las cosas, parece improbable que las conversaciones con los disidentes aporten esperanzas de paz y tranquilidad de los colombianos.
En realidad, el proyecto de la «Paz Total» carece de lógica estratégica y promete quebrar los últimos vestigios del clima de seguridad construido por el gobierno del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) y consolidado durante el primer mandato de Juan Manual Santos (2010-2014), antes del acuerdo con las FARC. Para entender porque, basta con recordar las condiciones que permitieron a Santos firmar el mencionado pacto de desmovilización. Después de quince años de campaña contrainsurgente y antinarcóticos ininterrumpida, el entonces presidente pudo forzar la mano a los guerrilleros para que aceptasen abandonar las armas, no sin antes realizar una serie de concesiones que terminaron por impedir una completa desarticulación del grupo y sembraron las semillas del actual crecimiento del narcotráfico.
El desmantelamiento del aparato de seguridad
Ninguna de las ventajas que obraron en manos de Santos están ahora a disposición de Petro. Por el contrario, el nuevo presidente parece comprometido a desmantelar el aparato de seguridad con la misma determinación que asalta el sector minero-energético. Más allá del mencionado recorte presupuestario, Petro ha impuesto una purga masiva en el cuerpo de generales de las Fuerzas Armadas y la Policía que ha obligado a colgar el uniforme a más de 52 de sus miembros. A ellos, se deben sumar centenares de oficiales y suboficiales que están abandonando la Fuerza Pública empujados por la convicción de que carecen de los medios y el respaldo político para cumplir con su trabajo. Se trata de una sangría de capital humano que será imposible de recuperar.
Algunos de los cambios introducidos por la administración Petro afectan las capacidades claves para enfrentar a terroristas y criminales. Este es el caso de los cambios en el área de inteligencia. Estos han incluido el nombramiento a la cabeza de la Dirección de Inteligencia Nacional (DNI), el servicio de información civil colombiano, a Manuel Alberto Casanova, un antiguo militante del M-19, el grupo guerrillero al que perteneció el presidente. Al mismo tiempo, se discuten planes para desmantelar las agencias de información de las fuerzas armadas y la policía con miras a transferir sus funciones a la mencionada DNI, un cambio que concentraría un enorme poder bajo un organismo directamente dependiente del jefe del Estado.
Por lo que se refiere a la política antinarcóticos, el presidente colombiano ha reclamado de manera repetida ser partidario de la legalización de los narcóticos. De hecho, su posición quedó expuesta con claridad durante su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas el pasado mes de septiembre cuando proclamó que «el dictamen del poder ha ordenado que la cocaína es el veneno y debe ser perseguida, así ella solo cause mínimas muertes […] pero, en cambio, el carbón y el petróleo deben ser protegidos, así su uso pueda extinguir a toda la humanidad».
Coherente con esta posición, la lucha contra los cultivos de coca se ha frenado. De acuerdo a cifras del Ministerio de Defensa, la erradicación forzosa de campos de coca cayó un 85% entre el primer trimestre de 2022 y el mismo periodo de 2023. En principio, el ministro de Defensa, ha prometido que la lucha se concentrará en el arresto de los grandes capos y la interdicción de los envíos de narcóticos. La pregunta es cómo será esto posible sin fondos para operaciones, con el aparato de inteligencia cercenado y unas fuerzas de seguridad sin sus mejores cuadros.
Paralelamente, la administración Petro está atizando algunos de los fantasmas que más violencia han generado en la historia reciente de Colombia. Sin frenar su retórica anti-empresarial, el gobierno ha convertido en una de sus máximas prioridades la puesta en marcha de una reforma agraria. Lo cierto es que esta no es la primera vez que un gobierno colombiano se plantea una iniciativa de este tipo y todas las ocasiones anteriores han conducido a la quiebra de la seguridad jurídica en el campo, el hundimiento la economía rural y una espiral de violencia que ahogó a propietarios y campesinos por igual. Ahora, las cosas podrían terminar de forma similar.
Los primeros pasos para obtener las tierras comenzaron de forma moderada. El pasado mes de octubre, el presidente Petro firmó un acuerdo con la Federación de Ganaderos (FEDEGAN) de Colombia por el cual se comprometía a que las tierras objeto de reforma agraria – inicialmente, unos 3 millones de hectáreas – serían adquiridas a sus propietarios a precios de mercado. El problema es que no está claro ni que el gobierno tenga los recursos y la voluntad para comprar esas propiedades, ni que las prometidas 3 millones de hectáreas sean suficientes.
En estas circunstancias, se ha comenzado a discutir en el gobierno la posibilidad de habilitar medidas más expeditas para hacerse con las propiedades necesarias para impulsar la reforma agraria. En particular, se ha discutido la posibilidad de introducir una reforma legal que habilitaría la expropiación de tierras. Aunque la decisión no ha sido tomada todavía, el nombramiento de Jhenifer Mojica como ministra de Agricultura en la reciente remodelación ministerial del gabinete de Petro es una señal en la dirección equivocada. De hecho, se trata de una figura que ha mantenido postulados opuestos a la gran propiedad rural y tiene un historial de choques con las asociaciones empresariales del campo.
Desde al año pasado, los anuncios del comienzo de una reforma agraria han provocado un incremento de las ocupaciones ilegales de tierras protagonizadas por sectores de campesinos pobres y grupos políticos radicales que buscaban hacerse con el control de propiedades para luego buscar fórmulas con el gobierno para legalizar su posesión. Si el presidente Petro no desincentiva este tipo de acciones y abre la puerta a la confiscación de tierras, este tipo de incidentes se multiplicarán. En estas circunstancias, los grupos armados presentes a lo largo de todo el país tomarán partido por ocupantes o propietarios según sus preferencias ideológicas y sus intereses económicos. El escenario resultante será explosivo.
Rumbo al colapso del Estado
Más allá de su incoherencia y radicalismo, la administración Petro amenaza con dinamitar los cimientos sobre los que ha descansado la estabilidad de Colombia en las pasadas dos décadas. Para entender su potencial destructivo, es necesario recordar las fuerzas que salvaron del colapso al Estado colombiano a finales de los años 90. Asediado por la crisis económica y la expansión de los grupos armados ilegales, el país emprendió una sorprendente recuperación merced a una combinación virtuosa de tres factores. Por un lado, un crecimiento de ingresos petroleros como resultado tanto del aumento de los precios y la expansión de la capacidad productiva. Por otra parte, un asalto contra las economías ilícitas que alimentaba a grupos guerrilleros y bandas paramilitares. Finalmente, un esfuerzo de seguridad concebido para proteger a la población y recuperar el control territorial. El resultado fue un periodo de estabilidad y prosperidad. La tasa de homicidios cayó de 65,9 a 27,8 por cada 100.000 habitantes entre 2002 y 2014. Entretanto, según datos del Departamento Nacional de Estadísticas colombiano, la economía creció a un promedio anual de casi 4,5% lo que llevó a una reducción de la pobreza del 49,7% al 28,5%.
Las políticas del nuevo gobierno colombiano prometen invertir este proceso y conducir al Estado a su colapso. Mientras el desmantelamiento del sector minero-energético, la asfixia tributaria de la empresa privada y la expansión del gasto quiebra la economía legal que debería alimentar al gobierno, la expansión del narcotráfico convertirá a los ilegales en más ricos y multiplicará su poder para competir con el Estado a través de las armas o la corrupción. De este modo, el desequilibrio entre una economía legal cayendo en barrena y una economía criminal creciendo desbocada se traducirá en un giro estratégico a favor de la criminalidad. Guerrilleros y narcotraficantes disfrutarán cada vez de mayor ventaja en su competencia con el Estado.
En estas circunstancias, resulta una quimera pensar que la «Paz Total» puede llevar a alguna clase de pacificación efectiva del país. Con independencia de los deseos manifestados por el gobierno Petro de avanzar en el desarme de insurgentes y criminales, lo cierto es que no contará con los medios ni para presionarles militarmente, ni para ofrecerles dádivas que les haga atractivo entregar las armas. Por el contrario, una economía criminal en plena expansión funcionará como un imán para mantener a los ilegales aferrados a sus armas como única garantía de conquistar las rentas del narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, la extorsión y el secuestro. De este modo, el desenlace más probable es que bandas y guerrillas impongan su dominio sobre fragmentos crecientes del territorio, la población y la economía colombianas. Frente a este escenario, el gobierno tendrá que escoger entre mirar el proceso con la impotencia de un Estado inane o revestirlo de alguna clase de «legitimidad» bautizando las áreas de control de los grupos ilegales como «zonas transitorias de paz» a la espera de un desarme que nunca llegará.
Al mismo tiempo, el proyecto de Petro de construir un modelo nacional-populista colombiano parece condenado al fracaso. A seis meses de haber comenzado su gobierno, el agotamiento de la opinión pública es innegable. De acuerdo a la última encuesta de Invamer, el 73% de los colombianos consideran que el país va por mal camino y el 57% desaprueba a su recién estrenado presidente. Las cosas son más complicadas porque la inevitable debacle económica privará a Petro de la capacidad de compra que permitió a Hugo Chávez someter a la sociedad venezolana. Es posible que la mencionada reforma fiscal otorgue al presidente algún margen de maniobra financiera que le permita influir sobre las elecciones locales y regionales que se celebrarán en Colombia a finales de año. Sin embargo, será insuficiente para garantizarse la adhesión popular necesaria para superar las múltiples fuentes de oposición que enfrenta su proyecto, desde los empresarios sometidos a acoso hasta las clases medias urbanas empobrecidas.
En estas circunstancias, Gustavo Petro se enfrentará a la paradoja de poder movilizar a una coalición de grupos políticos extremistas y una fracción de sectores populares desposeídos; pero no ser capaz de cumplir sus expectativas. El resultado promete ser una dosis masiva de radicalización y frustración que desembocará en violencia. Como ya es tradicional en la historia colombiana, las cosas prometen ser especialmente malas en el campo. La prometida reforma agraria no será posible porque condena al campo a la ineficiencia económica, el Estado no tiene recursos para subsidiarla y los propietarios rurales lucharán por defender su único patrimonio, la tierra. El resultado será más pobreza y más violencia.
Con estas perspectivas, no deja de resultar sorprendente la popularidad de un mandatario que ha sido bien recibido en las Naciones Unidas, el Foro de Davos, Washington y ahora Madrid. Tres cuestiones ayuden a entender la paradoja. Por un lado, Gustavo Petro y su equipo han sido extraordinariamente hábiles para empaquetar sus políticas dentro de las narrativas de mayor aceptación en Europa y EE.UU. -desde el cambio climático hasta la lucha contra el racismo – haciendo más sencillo que se pase por alto su toxicidad. Por otra parte, el estado del escenario internacional – una guerra en Europa, amenaza de otra en Asia y zonas de África y Oriente Medio convertidas en espacios no gobernados–ha creado una resistencia casi instintiva entre analistas y tomadores de decisiones a aceptar que algo más puede ir terriblemente mal, aunque parezca claro que este es el caso en Colombia. Finalmente, tampoco se puede pasar por alto la cuota de cinismo que puede empujar a más de un gobierno – incluido el presidido por Pedro Sánchez – a pensar que la Región Andina está suficientemente lejos como para que ignorar lo que allí pase sea una opción de bajo riesgo.
Lo cierto es que Colombia tiene el tamaño necesario como para que su desmoronamiento vaya a tener repercusiones más allá de sus fronteras. El desmantelamiento de su política antidroga se está traduciendo en crecientes problemas de criminalidad en Panamá, Perú y, sobre todo, Ecuador. Al mismo tiempo, toneladas de cocaína tienen más expedito su tránsito hacia EE.UU. y Europa. Por otra parte, es seguro que un número creciente de colombianos ya se están uniendo a los venezolanos, haitianos, nicaragüenses y cubanos que tratan de huir de la miseria y la violencia de sus países. Desde un punto de vista geopolítico, Petro ya hace la vida más fácil al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela y hay pocas dudas de que abrirá el país a la influencia de la República Popular China e Irán. Tal vez sea mucho pedir, pero sería conveniente que todos aquellos que estrechen la mano del mandatario colombiano durante su visita a Madrid no olviden esta lista de problemas y riesgos que el presidente colombiano trae consigo.
Román D. Ortiz es Analista Principal del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.