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¿Democracia en América? La crisis política en Estados Unidos

La capacidad del sistema para neutralizar las tensiones de la lucha partidista se ha reducido a mínimos históricos

¿Democracia en América? La crisis política en Estados Unidos

El candidato a la presidencia de los EEUU, Donald Trump, este fin de semana en Florida. | Reuters

La irrupción de Donald Trump en la política estadounidense ha provocado multitud de análisis sobre la salud de la democracia estadounidense. Como si de una enfermedad se tratara, el movimiento trumpista se ha entendido como una amenaza al sistema democrático de Estados Unidos.

En realidad, Trump es uno más de los síntomas que denotan el verdadero mal de la democracia estadounidense y que a continuación trataremos de explicar brevemente. Por supuesto, la realidad es mucho más compleja que nuestras composiciones de lugar, siempre sesgadas y limitadas, pero al menos espero que las siguientes líneas puedan arrojar un poco de luz a un presente tan turbio y oscuro como el que nos ha tocado vivir.

Sueño republicano, realidad democrática

Para los revolucionarios de las colonias británicas de la costa este norteamericana, el deseo de fundar un sistema político basado en la libertad no implicaba en modo alguno la creación automática de una democracia, sino más bien conjurar los peligros del gobierno popular bajo un sistema republicano que garantizase al mismo tiempo las libertades individuales y la virtud de los gobernantes.

Fueron los federalistas los encargados del diseño del nuevo sistema político, llamados así por su apoyo a un gobierno central fuerte, en contraposición a los antifederalistas, partidarios de mantener los poderes y costumbres locales. Para los federalistas, el tiempo de la confederación, el transcurrido desde la proclamación de independencia en 1776 y la aprobación de la nueva constitución en 1787, con sus excesos y anarquía, demostraba la falta de virtud del pueblo estadounidense, siendo necesario un control más estricto de la voluntad popular. Así pues, los federalistas pusieron el acento en la virtud de las élites, formadas por una especie de aristocracia natural de talento y bondad capaz de crear líderes patriotas para conducir los asuntos nacionales hacia el bien y la felicidad públicas.

Por tanto, en la práctica, durante el periodo constitucional, lo que se produjo fue el enfrentamiento entre la concepción aristocrática del nuevo proyecto republicano, la defendida por los federalistas, y la democrática, promulgada por los antifederalistas, y por ende, una lucha por la preponderancia entre la virtud y la libertad.

Un debate que ni siquiera la aprobación de la Constitución de 1787 ahogó por completo, pues fue recrudeciéndose durante los dos mandatos del primer presidente estadounidense, George Washington, para estallar en las elecciones de 1796, con la apurada victoria de John Adams sobre Thomas Jefferson, en lo que sería el preámbulo de las decisivas elecciones de 1800.

Para Jefferson, su victoria en 1800 podía equipararse a una segunda revolución, y no era para menos. Si los federalistas habían concebido un sistema político libre de facciones políticas, es decir, sin partidos políticos que dividiesen a la nación, Jefferson había alcanzado la Casa Blanca gracias al Partido Republicano Democrático, heredero en gran medida del ethos antifederalista. 

En la práctica, como bien explicó Alexis de Tocqueville en su monumental La democracia en América, «los federalistas luchaban contra una fuerte tendencia de su siglo y de su país. Cualquiera que fuera la bondad o el vicio de sus teorías, éstas tenían el defecto de ser inaplicables por entero a la sociedad que pretendían regir; así pues, lo que sucedió con la llegada de Jefferson habría sucedido antes o después».

Quien mejor supo anticipar el discurrir de la vida política estadounidense fue James Madison. Partiendo del doloroso reconocimiento de que las facciones políticas eran inevitables en los sistemas políticos modernos, llegó a la conclusión de que el mejor remedio residía no en tratar de eliminarlas, como habían intentado los federalistas, sino en aliviar en la medida de lo posible sus peores efectos.

La respuesta para Madison no estaba en la promoción de la virtud cívica, que requería de una homogeneidad social impensable en las sociedades modernas, sino en todo lo contrario, en la existencia de multiplicidad de intereses y partidos para que ninguno pudiese imponerse al resto, pasando a ser la libertad y la igualdad los nuevos fieles de la balanza democrática. Se consumaba así la rápida transición del ideal Republicano al proyecto claramente democrático.

Ante la nueva realidad, los federalistas fueron desapareciendo de la vida política estadounidense hasta que en 1824, tras el controvertido triunfo electoral de un nuevo Adams, esta vez se trataba de John Quincy, hijo del segundo presidente de Estados Unidos, nació el moderno Partido Demócrata bajo la batuta de Andrew Jackson, John Calhoun y Martin Van Buren.

Con el éxito electoral de Jackson en 1828, la vida política nacional entraba de lleno en la profesionalización de los partidos como maquinarias perfectamente diseñadas para captar votos, pues lejos del modelo republicano donde lo más importante era la reputación del candidato, a partir de entonces lo que el pueblo decidía era entre las diferentes propuestas programáticas de los partidos, que pasaban así a representar los distintos intereses presentes en la sociedad estadounidense.

Con Jackson, junto a la democratización de las elecciones, llegaron el clientelismo político y las campañas electorales, además del populismo republicano que exaltaba las virtudes del hombre ordinario frente a los privilegios de las élites. A partir de entonces, la pugna entre intereses particulares se impondría a la imposición del interés general, una lucha que se canalizaría a través de la competición electoral entre unos partidos políticos convertidos en el motor del sistema democrático, un modelo que se ha mantenido hasta nuestros días.

Por tanto, el proyecto republicano de los federalistas fue el que alimentó inicialmente el diseño institucional de Estados Unidos, basado en la división de poderes con su modelo presidencialista y bicameral, además del colegio electoral, ese cuerpo intermedio que impide que sea directamente la ciudadanía la que elija a su presidente.

Pero en la práctica, dicho sistema debe funcionar no en un sistema republicano, sino en uno democrático, precisamente el tipo de sistema del que muchos Padres Fundadores querían alejarse. De ahí la crisis de confianza que hoy pesa sobre la democracia estadounidense. En 2022, sólo el 25% de los encuestados por Gallup decían tener gran confianza en el Tribunal Supremo, por el 43% que decían tener alguna y el 30% muy poca; respecto a la presidencia las cifras eran aún peores, sólo el 23% tenían gran confianza en ella, por el 28% que tenían alguna, el 45% muy poca y el 4% ninguna; y la palma se la llevaba el Congreso, con tan sólo un 7% de gran confianza, por un 36% que tenían alguna y un 54% muy poca.

Dos partidos, dos naciones 

En ningún otro elemento del sistema político estadounidense es tan palpable la tensión entre el diseño republicano y la realidad democrática como en lo relativo a los partidos políticos. Temidos y repudiados por los Padres Fundadores, pronto se convirtieron en piezas imprescindibles de la nueva democracia.

En 1908, el prestigioso historiador y embajador británico en Estados Unidos, James Bryce, lo dejaba bien claro en su clásica obra sobre el sistema político estadounidense The American Commonwealth, «en América las grandes fuerzas motrices son los partidos. El gobierno cuenta menos que en Europa, los partidos cuentan más; y cuanto más han reducido sus principios y más débil se ha convertido su interés en ellos, su organización se ha vuelto más perfecta». 

Puede que entonces fuera así, pero hoy en día la realidad de los partidos políticos en Estados Unidos es bien distinta, como decía Tocqueville, «los partidos son un mal inherente a los gobiernos libres, pero no en todos los tiempos tienen el mismo carácter y las mismas tendencias».

Desde que la lucha por los derechos civiles rompió el consenso liberal de posguerra a mediados del siglo pasado, en ambos partidos, el Republicano y el Demócrata, sus alas más extremas se han embarcado en un proceso de creciente polarización ideológica que ha culminado en el actual clima de tensión política. Es decir, a diferencia de lo que ocurría a principios del siglo xx, cuando Bryce escribió su estudio, hoy los principios de cada partido no sólo están claramente definidos, sino que en gran medida son antagónicos, dificultando el correcto funcionamiento de unas instituciones que fueron diseñadas en ausencia de partidos políticos. 

En un sistema como el estadounidense, donde el gobierno dividido no es algo inusual, es decir, cuando un partido ocupa la Casa Blanca y su rival domina el Congreso, el consenso sobre los asuntos básicos de la nación entre los partidos políticos es esencial, limitándose las diferencias únicamente a cómo administrarlos. De ese modo, el presidente puede buscar apoyos incluso en el partido rival si no los encuentra en el suyo propio, una práctica habitual debido a que a pesar del bipartidismo, en realidad en Estados Unidos han existido siempre multitud de corrientes en cada uno de los grandes partidos, por no hablar de las diferencias entre las secciones de los distintos estados que conforman la Unión y las débiles estructuras nacionales de los partidos, que en realidad sólo se movilizan para la celebración de las primarias.

Los Padres Fundadores de los EEUU, durante la Convención de Filadelfia. | Howard Chandler Christy (Wikimedia Commons)

Este modelo débil de partidos permitía la fluidez del funcionamiento del sistema, a pesar de haber sido concebido en ausencia de los mismos. Pero hoy en día, debido a la creciente polarización de ambos partidos, que les separa cada vez más entre sí en asuntos clave, la capacidad del sistema para neutralizar las tensiones generadas por la lucha partidista se ha reducido a mínimos históricos. 

A diferencia de lo observado por Bryce a principios de siglo XX, hoy los principios políticos moldean las lealtades partidistas de tal modo que cualquier representante que se atreva a desafiarlos, incluso si con ello logra un beneficio para sus votantes, será considerado como un traidor a su causa, condenando así sus posibilidades de reelección (esto es más palpable en la Cámara de Representantes, que se renueva por entero cada dos años).

Para hacernos una idea de la importancia del bipartidismo, en 2022, casi el 95% de los proyectos de ley aprobados en el Congreso tuvieron al menos un apoyo del partido contrario. Si la polarización hace peligrar el consenso bipartidista, las consecuencias para el sistema político estadounidense son sencillas de adivinar, parálisis y recrudecimiento de los debates políticos. Con una mayor polarización, a cualquier propuesta legislativa le será cada vez más difícil encontrar apoyos en el partido rival, lo que transformará el sistema estadounidense para mal. Una muestra es la votación sobre el techo de deuda, que con cada debate se acrecienta la posibilidad de un impago estadounidense, debido precisamente a la incapacidad de consenso entre los dos partidos y al uso que algunos de sus representantes hacen de la deuda nacional como arma política.

En la actualidad, el bipartidismo se concentra en lo que se denomina «Congreso secreto», es decir, las negociaciones sobre asuntos de bajo perfil, no controvertidos y que por su naturaleza despiertan escaso interés mediático y que permiten a los representantes negociar discretamente sin jugarse su carrera política.

Por lo tanto, figuras como Donald Trump, tan propenso a los excesos como celoso de la lealtad de los suyos, representan una amenaza al sistema estadounidense. Su énfasis en la unidad del partido al ser incapaz de encontrar puntos de encuentro con los rivales, o sencillamente por negarse a ello, puede convertir al bipartidismo en un dulce recuerdo del pasado. La confrontación como estrategia política es justo lo contrario al ideal republicano de los Padres Fundadores.

Precisamente, el proyecto republicano diseñado por aquellos tenía como una de sus finalidades impedir que figuras poco apropiadas para representar los intereses generales llegasen al poder, pues nada temían más que a los demagogos que sembraban la discordia entre el pueblo gracias a su liderazgo sobre facciones políticas. Hoy parecen confirmados los temores republicanos hacia los partidos políticos, pues Demócratas y Republicanos están más separados que nunca, ya no es que se vea al partido rival con creciente hostilidad, es que también a sus seguidores se les percibe de manera negativa (como deshonestos, inmorales, poco inteligentes y tercos). Es como si el sistema de dos partidos hubiese conducido a la división del país en dos naciones irreconciliables.

Conclusiones 

Ante semejante deriva, pocas quedan de las fortalezas de la democracia estadounidense señaladas por James Bryce a principios del siglo XX. Para empezar, la estabilidad política y social, basada en un respeto sacrosanto a su constitución federal, se ha visto perjudicada precisamente por una pérdida de confianza en el texto fundacional de la democracia estadounidense.

Hoy son mayoría (sobre todo entre los Demócratas) quienes piensan que el Tribunal Supremo debe interpretar los principios constitucionales adaptándolos al presente, es decir, adivinando qué implicarían esos principios si hubiesen sido creados en la actualidad. Por el contrario, quienes aún respetan la literalidad de la Constitución (sobre todo Republicanos) reniegan de cualquier atisbo de interpretación, celebrando el giro conservador del alto tribunal impulsado por los nombramientos de Donald Trump y que han acabado en decisiones tan controvertidas sobre el aborto o las cuotas para minorías.

Otra institución que se ha visto perjudicada por la división política es la del Colegio Electoral. Diseñada en un principio para asegurar la elección de candidatos virtuosos, ha acabado convertida para la mayoría de Demócratas e independientes en una reliquia del pasado que impide la total democratización del sistema estadounidense, siendo incapaces de apreciar los beneficios que semejante sistema aún reporta a la vida política nacional. Mientras los Republicanos, que en su mayoría aún apoyan su aplicación, se han convertido en consumados agrimensores demográficos para compensar en el diseño de los distritos electorales lo que la evolución de la sociedad estadounidense les arrebata.

Así se elige al presidente de los Estados Unidos
El Tribunal Supremo, en Washington D.C. | Andrew Kelly (Reuters)

Las controversias en torno al Tribunal Supremo o el Colegio Electoral indican que también se ha perdido la simplicidad de sus ideas políticas. Una simplicidad que antaño facilitaba el bipartidismo pero que una vez desaparecida lo dificulta. Si cada partido desarrolla ideas diferentes e incluso contrapuestas sobre los más variados asuntos, irremediablemente se reducen los puntos de encuentro y se incrementan las oportunidades de enfrentamiento.

La complejidad del panorama ideológico estadounidense traduce la multitud de divisiones que hoy separan al conjunto de la sociedad estadounidense en una miríada de colectividades e identidades difíciles de conciliar. A los conflictos de clase social, «esa lucha perpetua entre ricos y pobres que es la enfermedad más antigua de los Estados civilizados», y que Bryce no percibía entonces, se han unido todo tipo de divisiones geográficas, demográficas, raciales, culturales… añadiendo así nuevos puntos de fricción y nuevas oportunidades de promoción política para quienes quieran explotarlas.

En consecuencia, perdida está la unidad popular que Bryce identificaba como la base de la fortaleza del gobierno republicano y que atribuía a la homogeneidad del pueblo estadounidense y a la capacidad de la mayoría para influir en la minoría. Si para Bryce «un pueblo unido es doblemente fuerte cuando es democrático, ya que la fuerza de cada individuo alimentará la fuerza colectiva del gobierno, fortaleciéndolo, librándole de problemas internos», hoy la realidad es que el pueblo estadounidense está peligrosamente dividido, y bajo una democracia ese es el camino más corto para la tiranía y la anarquía. 

Los males que azotan la democracia en Estados Unidos no son exclusivos de la otra orilla del Atlántico, pues los vemos presentes en multitud de países, donde el populismo ha conseguido polarizar cada vez más a millones de ciudadanos. La singularidad del caso estadounidense radica en las causas de la crisis, pues su sistema fue diseñado para funcionar bajo una realidad contraria a la que existe hoy en día. Si se ha podido mantener hasta el presente sin mayores alteraciones, superando incluso una guerra civil, se ha debido a una feliz conjunción de desarrollo constante y moderación política. Puesto en entredicho el primero y perdida la segunda, Estados Unidos encara un incierto futuro donde la fortaleza de sus instituciones, ese inconmensurable legado de los Padres Fundadores que ha permitido su ascenso mundial, deberá medirse a un creciente cuestionamiento de su vigencia.

Pedro Francisco Ramos Josa es analista de Seguridad Internacional del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.

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