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Enfoque global

Hacia un nuevo orden nuclear

La nueva geopolítica que se está gestando tendrá un componente nuclear. Si es estable o no, dependerá de decisiones que se tomen en los próximos meses

Hacia un nuevo orden nuclear

Detonación nuclear de prueba en el Pacífico, realizada por EEUU en 1946. | Wikimedia Commons

Desde el inicio de la invasión rusa, hace ya quince meses, Moscú ha amenazado hasta 35 veces con su uso. Las armas nucleares siempre han estado en el foco de la estrategia de todos los contendientes de la guerra en Ucrania. Desde aquel 27 de febrero de 2022 en que Moscú elevó su condición de alerta nuclear al nivel inferior a prebélico y realizó maniobras navales con misiles armados en submarinos en los mares Blanco y de Ojotsk, pasando por la sorprendente declaración de Vladimir Putin el 21 de septiembre de 2022 amenazando con su uso —«Si la integridad de nuestro país es amenazada, nosotros sin ninguna duda utilizaremos todos los medios a nuestra disposición para proteger a Rusia y al pueblo ruso, esto no es un bluf»— y culminando con la reciente declaración del presidente ruso sobre mantener la integridad de «la patria rusa con todos los recursos a nuestro alcance», pronunciado en el primer aniversario del conflicto.

Rusia ha esgrimido, sin duda con éxito, su arsenal nuclear, el mayor del planeta, en su estrategia de disuadir una intervención militar directa de la OTAN en ayuda a su aliado ucraniano. De esta manera, Moscú, al emplear la amenaza nuclear como una herramienta para destruir la soberanía nacional de un estado miembro de la ONU, ha dado un golpe certero y quizás mortal al régimen nuclear global imperante, fraguado durante la Guerra Fría y que por ahora ha restringido el uso de estas armas a dos días de agosto en 1945 en Hiroshima y Nagasaki.

Por suerte, a pesar del deterioro en las relaciones entre las grandes potencias nucleares en las últimas décadas, los fundamentos del orden global de gobernanza nuclear son más sólidos y menos frágiles de lo que se temía. Esta guerra quizá sea la prueba más dura de este régimen nuclear imperante y, como en el caso de la crisis de Cuba en 1962 o la destrucción del avión coreano en 1983, puede ser el catalizador para su reforzamiento o el principio de su disolución.

El presidente ruso, Vladimir Putin. | Europa Press

El régimen de gobernanza nuclear empezó el 2022 con una nota positiva. Los cinco estados nucleares designados por el Acuerdo de No Proliferación Nuclear de 1968, es decir, Estados Unidos, China, la Federación Rusa, Francia y Reino Unido, reafirmaron en una declaración conjunta la fórmula que en su día establecieron Gorbachov y Reagan en 1987 de que «una guerra nuclear no se puede ganar y nunca debería librarse». Dos meses después, el 24 de febrero, Rusia aplastó ese optimismo al emplear su arsenal para apoyar su guerra de agresión y conquista territorial al invadir a su vecino Ucrania y amenazar con su uso desde entonces.

Este comportamiento de Moscú ha hecho saltar todas las alarmas y abierto el debate, tabú desde 1945 hasta hoy, sobre la utilización de armas nucleares. Este tabú refleja y ensalza el objetivo final del régimen global de gobernanza nuclear en sí, es decir: evitar el empleo del arma nuclear. Es cierto que la amenaza de la utilización del arma nuclear se ha esgrimido en el pasado. Vale recordar las amenazas de Moscú a Londres, París y Tel Aviv durante la Crisis de Suez en 1956, también los ultimátums nucleares de Washington durante la guerra de Corea 1950-1953, la crisis de Cuba en 1962 y la Guerra de Yom Kippur en 1973, por citar las más significativas. Pero estas amenazas siempre eran formuladas como señales ambiguas sobre que no se podía «descartar el uso de armas nucleares», más que amenazas directas como las que vemos en estos tiempos.

El hecho diferencial es que la posesión de armas nucleares ha sido un factor fundamental para permitir el aventurismo y agresión territorial rusa en Ucrania. Rusia ha empleado la amenaza nuclear para violar uno de los pilares esenciales del orden de seguridad europeo existente desde 1945 y plasmado en la Conferencia de Helsinki en 1975: «No conquistar militarmente territorio de otro estado». Además, para reforzar su amenaza, el 25 de mayo de 2022, Rusia anunció el despliegue —en fecha sin determinar— de misiles con cabezas nucleares en Bielorrusia, después de que Minsk abandonara su condición de país no-nuclear en un referéndum propuesto por Lukashenko unos meses atrás. Este despliegue hace que el uso de armas nucleares sea más verosímil, al poder disociarse el Kremlin de un posible ataque que no procedería de su territorio nacional y complicar la respuesta de Occidente y la OTAN ante esta eventualidad.

La guerra nuclear, un escenario improbable

En todo caso, el uso de armas nucleares rusas en Ucrania es un escenario improbable porque la amenaza de su uso ya ha tenido los efectos deseados: es decir, la no intervención de la OTAN en territorio ucraniano. Pero el impacto psicológico de esta amenaza ha tenido consecuencias, nacionales, regionales y globales. Si la guerra, como se prevé, acaba sin el uso de armas nucleares, la amenaza constante y el factor militar de su utilidad como estrategia de disuasión se grabará en la conciencia de la opinión pública global. Esta guerra ha reavivado el debate nuclear y Putin, al hacer repetidamente amenazas nucleares, ha puesto la atención de la opinión pública en las sutilezas de la dinámica nuclear que antaño era marginada a oscuros departamentos del estado y a la teología de fascinantes debates académicos.

En Europa, cada amenaza de Moscú ha iluminado la hasta ahora oscurecida realidad de la estrategia nuclear. La opinión pública europea se está despertando a la cruda realidad de que no existe una protección ni una defensa efectiva contra unos misiles nucleares que pueden llegar desde la Federación Rusa en menos de media hora. Al mismo tiempo, a esta opinión pública se le explica que la estrategia y las herramientas para evitar ese dantesco desenlace son la promesa de que Estados Unidos, el Reino Unido y Francia responderán con reciprocidad si un misil ruso aniquila un objetivo dentro de la OTAN. Este es el equilibrio del terror que implica la estrategia de disuasión nuclear denominada Destrucción Mutua Asegurada (MAD – locura en las siglas en inglés) creada y definida en la era nuclear.

Esta ignorancia del riesgo nuclear en el que durante las últimas décadas han vivido los ciudadanos europeos no proviene de un despiste de la opinión pública. Tras el colapso de la Unión Soviética, la cuestión nuclear deja de ser una prioridad de los gobiernos y la discusión sobre una confrontación nuclear perdió relevancia para la mayoría de los actores académicos y sociales. Así pues, de 1991 a febrero de 2022, la gobernanza del orden nuclear global se estabilizó y se consolidó en los aspectos más utilitarios, como el debate sobre la energía nuclear con fines pacíficos y la proliferación de potencias nucleares en países y conflictos distantes de Europa como la península de Corea, Oriente Medio o el subcontinente indio. Parte de este orden fue y es la política de los Estados Unidos de extender su paraguas nuclear disuasorio no solo a los socios de la OTAN, sino también a aliados tradicionales como Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda. El paraguas nuclear cumple con dos objetivos, proteger a los aliados de Estados Unidos y evitar al mismo tiempo que estos obtengan su propio armamento nuclear.

A su vez, los líderes políticos europeos y occidentales no subrayan la utilidad ni la existencia del paraguas nuclear americano a sus compatriotas por temer la reacción del electorado al precio a pagar por esa misma protección. Más aún, es común que los dirigentes y elites políticas de los países aliados de Estados Unidos exijan de Washington un desarme nuclear, al mismo tiempo que en privado rechazan cualquier medida o política que debilite el paraguas nuclear americano. El momento más embarazoso para los políticos europeos fue en 1986, cuando se enteraron de que Reagan y Gorbachov estuvieron a punto de acordar un desarme nuclear total en su reunión de Reikiavik. Todos hicieron llamadas incrédulas a la Casa Blanca y hasta su más firme aliado, Londres, se personó en el Despacho Oval y Margaret Thatcher reprochó a Reagan su lapsus en Islandia al contemplar «la locura de un desarme nuclear».

Estas hipocresías tan convenientes en el pasado dificultan a los dirigentes políticos de hoy en día exponer de nuevo estos dilemas nucleares a las opiniones púbicas. La guerra de Ucrania ya ha acabado con la tradicional política de neutralidad armada sueca y Estocolmo espera los últimos trámites para incorporarse en breve a la Alianza Atlántica. Su vecino, Finlandia, ha abandonado su tradicional posición de no considerar a Rusia como una amenaza, conocida como «finlandización», y ya es miembro pleno de la OTAN. Por su parte, Alemania está reformulando su política de defensa con los objetivos de reducir su dependencia energética de Rusia, robustecer su defensa convencional y forjar una disuasión nuclear continental creíble —con una vuelta quizás a los debates eternos de los años de la Guerra Fría sobre control conjunto de las armas nucleares en suelo alemán— Hasta la neutral Confederación Helvética debate sobre la conveniencia de mantener su estricta neutralidad desde tiempos de Napoleón. Finalmente, y ante un posible escenario de negociación ruso-ucraniano tras la guerra, surge la tesis de que la única manera de que Kiev reciba la garantía de no ser invadida de nuevo sería su admisión como miembro de pleno derecho en la OTAN y beneficiarse así del «paraguas nuclear americano».

El riesgo nuclear de la entrada de Ucrania en la OTAN

Como podemos ver, el debate no ha hecho más que comenzar. La invasión de Putin ha puesto en el centro de la seguridad de Europa la relación entre Rusia y la estrategia nuclear de la OTAN, y sin duda influirá en los compromisos de Washington con sus aliados. Lo más seguro es que los Estados Unidos sean reacios a adquirir nuevas obligaciones de seguridad en el campo nuclear. Los nuevos socios, Suecia y Finlandia, no contraen un aumento sustancial de riesgos, pues Moscú ya los consideraba en el «campo occidental» y sus robustas fuerzas convencionales son la excepción comparados con la mayoría de los socios de la Alianza, que han descuidado su defensa convencional durante décadas y ahora contemplan que su margen de maniobra es muy estrecho. Pero esto ya se sabía y era uno de los contenciosos permanentes en ambas riberas del Atlántico norte, desde que allá por 1951 Europa comprobó que el paraguas nuclear americano era más barato que un rearme convencional y las prioridades de los ejecutivos eran otras.

Más complicado para Washington es que Moscú ha puesto negro sobre blanco el riesgo nuclear al que se expone la OTAN si llegara a admitir a Ucrania como miembro de la Alianza. Hasta la fecha, la respuesta de la OTAN y Washington a la petición de ingreso de Kiev ha sido de firme apoyo retórico, pero ambiguo en el plano político. Se prefiere mantener esa imprecisión sobre el proceso de integración a corto, medio o incluso largo plazo. A los ojos de Washington, un ingreso de Ucrania como miembro de la OTAN es un riesgo poco asumible, ya que, frente al repliegue estratégico de Estados Unidos y su giro hacia el Indo-Pacífico, crearía un precedente arriesgado en la dinámica relación con China frente al contencioso de Taiwán.

Para los europeos, las políticas que se formulen y adopten en época de crisis no garantizan ser las más adecuadas a largo plazo. Existe el peligro de que, ante las nuevas realidades estratégicas, algunos países no nucleares adopten políticas de seguridad que incluyen la posibilidad de adquirir armamento nuclear propio y generar una dinámica de proliferación que aumenta su inseguridad más que garantizarla. El riesgo es que haya una mayoría de países que opten por saltar desde un pacifismo estructural hacia una dependencia excesiva del paraguas nuclear, saltándose las opciones de defensa convencional más adecuadas a sus necesidades estratégicas.

Reducir las opciones a una elección binaria no les va a ayudar en tomar la decisión correcta. A la sombra de la guerra de Ucrania, algunas sociedades europeas pueden estar tan aterrorizadas ante la posibilidad de un conflicto nuclear que opten por un desarme nuclear. No es descartable que contemplen la opción de crear zonas desnuclearizadas en el continente, como ya sucedió en los años 50 y 80. Sin embargo, la catástrofe de Chernóbil en 1986 ya debería haber acabado con la ilusión de quedar fuera de un conflicto nuclear en Europa. En sentido contrario, otros países pueden ver en la disuasión que proporcionan las armas nucleares la única garantía de seguridad en un continente peligroso e impredecible.

Un misil nuclear es exhibido en el Día de las Fuerzas Armadas de Rusia. | Europa Press

Tomen el camino que tomen, la ansiedad de los electorados y elites políticas aumentara y la agenda de defensa y seguridad volverá a centro de las prioridades nacionales. Una de las posibles consecuencias de esta prioridad podría verse reflejada en los esfuerzos de las potencias medias por reforzar y reformar el régimen de gobernanza nuclear basado en el Tratado de No Proliferación de 1968 y su desigual trato de los firmantes entre aquellas potencias aceptadas como nucleares que no se desarman y aquellas otras declaradas no nucleares que, ante la nueva realidad, opten por adquirir armamento nuclear. Un equilibrio difícil de mantener que abre unos debates que por espinosos y desagradables que puedan ser no deben ser evitados. El nuevo orden mundial que se está gestando tendrá un componente nuclear. Si es estable o no, dependerá de decisiones que se tomen en los próximos meses.

Lamentablemente en esta primavera de 2023 nos enfrentamos a una situación parecida al «tenedor» en el ajedrez o la famosa «alternativa del Diablo» en los juegos de guerra de la RAND en los años 50, es decir, una posición en la cual cualquier movimiento empeora la situación existente y ninguna opción es útil. En nuestro caso, estamos ante dos alternativas: por una parte, una derrota convencional de Moscú que ponga en riesgo la supervivencia del régimen de Putin animaría a este a contemplar la utilización de la carta nuclear; por otra parte, una victoria rusa sería un reclamo de la fuerza coercitiva de las armas nucleares y la vulnerabilidad de los países que no la poseen.

Una pregunta recurrente en Kiev es: ¿Nos hubiera invadido Rusia si hubiéramos conservado nuestras armas nucleares en 1994? No tenemos respuesta, pero lo que está claro es que, si Rusia es recompensada por su agresión a Ucrania, mayor será el peligro para la gobernanza y orden nuclear internacional al confirmar su exclusividad y efectividad al margen de cualquier cálculo militar convencional. Un precedente y una proposición muy peligrosos como fundamento para un nuevo orden mundial tras este conflicto.

Andrew Smith Serrano es profesor de la Universidad Francisco de Vitoria y analista del Centro para el Bien Común Global.

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