THE OBJECTIVE
Enfoque global

La teoría de la guerra justa: el legado de Francisco de Vitoria

La doctrina del fraile castellano es considera como la primera «cristalización» de la teoría de los «derechos humanos»

La teoría de la guerra justa: el legado de Francisco de Vitoria

Ilustración de Alejandra Svriz.

Francisco de Vitoria es considerado, en el mundo anglosajón, como el padre de la teoría de los derechos humanos. Asimismo, en todo el mundo, es considerado como uno de los principales teóricos de la tradición de la guerra justa. En las siguientes páginas hablaremos de todo ello. Pero, para empezar, hay que recordar que la obra de Francisco de Vitoria se desarrolla en pleno siglo XVI. A esas alturas, algunos de los puntos de partida de su obra ya habían sido desarrollados por precursores de la talla de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino. Ambos son, de hecho, los iniciadores de la tradición de la guerra justa. Algo que ni griegos, ni romanos fueron capaces de desarrollar a modo de un cuerpo doctrinal coherente, pese a algunas pinceladas ciceronianas. 

Esto es lógico: Vitoria es cristiano, esto es, defiende una doctrina iusnaturalista, con pretensiones de validez universal y atemporal y, siendo coherente con eso, sigue la senda de los que, antes que él, sentaron sus bases. 

Comúnmente se asume, con buen criterio, que para que una guerra sea justa deben cumplirse una serie de requisitos, bastante exigentes, de modo que muchas de las guerras habidas por doquier no pasarían la prueba. En resumen, hay que cumplir requisitos en torno al ius ad bellum y en torno al ius in bello. Lo primero es lo primero: ¿cuáles son las justas causas para ir a una guerra? Esto nuestro fraile dominico lo tiene resuelto a partir de las aportaciones, combinadas, de sus dos precursores, y sin perjuicio de que luego haga sus propias aportaciones, algunas de ellas muy relevantes, tal como detallaremos más adelante.

Las premisas de una guerra justa

Siempre me ha llamado la atención que, cuando Tomás de Aquino trata de identificar las causas justas de la guerra, se plantee que, como regla de oro, hacer la guerra es pecado. Siendo así, lógicamente, su pregunta es: de cuándo no es pecado guerrear. Más concretamente, la rúbrica de la cuestión 40 del Libro segundo de la Suma Teológica reza: Ultrum bellare Semper sit pecarum (es decir, si es siempre pecado luchar contra otros). Ahí radica su investigación y ésa es la hipótesis de partida. El de Aquino llega a la conclusión que, en algunos casos, puede ser lícito hacer la guerra, pero, como habrá quedado claro, la licitud es la excepción, y no la norma. De ahí la necesidad de hilar fino con las causas que puedan llegar a ser consideradas como justas.

Eso implica, normalmente, matar a terceros ¿entonces? ¿Cómo resolverlo, pues atenta contra el quinto mandamiento? La doctrina que elabora se conoce como doctrina del doble efecto. Y ya adelanto que es la que está detrás de los códigos penales vigentes de todo el mundo, en forma de eximente de legítima defensa. Aunque Santo Tomás de Aquino, claro, emplea otro lenguaje. Lo hace en la cuestión 64, al afirmar que «tampoco es necesario para la salvación que el hombre renuncie al acto de defensa moderada, para evitar la muerte de otro [del agresor, se entiende] puesto que el hombre está más obligado a proveer a su propia vida que a la ajena».

Por lo tanto, matar es lícito si se hace en un contexto de defensa propia, interindividual o, por analogía, interestatal, de manera que la intención, en puridad de conceptos, ni siquiera es matar, sino defenderse. Y, aun así, solo es lícito si se es escrupuloso con criterios adyacentes, como el de proporcionalidad, sin ensañamientos, ni ánimo de venganza. Esto último es tan importante, a la hora de ponderar la rectitud de una conducta, que Santo Tomás se toma la molestia de enfatizarlo, aludiendo a sus propios precursores en esta cadena iusnaturalista: «San Pablo prohíbe la defensa que va mezclada con deseo de venganza». 

Bien, ya tenemos sentadas las bases sobre las que se asienta todo lo demás. Es el momento de avanzar hacia la concreción de las justas causas. Tres de ellas, las más básicas, son aportadas por San Agustín y Santo Tomás, si bien Francisco de Vitoria las hace suyas aportando, si acaso, contenidos novedosos. Veremos eso en el siguiente epígrafe. Y, cuando ya esté claro, veremos también, en otro epígrafe diferenciado cómo Francisco de Vitoria añade, con los correspondientes matices, otra justa causa, diferente de los tres originales. Una más que, por paradójico que pueda parecer, es la que ha influido para que se le otorgue la consideración de padre de los derechos humanos. Vayamos por partes.

Las justas causas originales: la legítima defensa

Podemos rastrear esa información hasta las Quaestiones in Heptateuco, donde se hallan tan poco deslindadas, que bien se puede hablar de una causa justa basal y de dos derivadas de esta. Luego, Santo Tomás retoma la cuestión, ocho siglos y medio más tarde, para llegar a las mismas conclusiones (cosas del iusnaturalismo, claro está). 

Esa justa causa basal es definida como ulciscuntur iniurias. A priori, se puede traducir, libremente, por «castigar» o por «vengar» una injuria o agresión recibida. Sin embargo, la interpretación correcta es la primera, se entiende, desde el punto de vista cristiano, a partir de lo que hemos comentado en el epígrafe anterior apelando, incluso, a San Pablo. En todo caso, para que no parezca una mera opinión, pues no es el caso, podemos acudir a la doctrina, incluso en pleno siglo XX. Así, algunos asumen que lo que encierra esa expresión es el «castigo» al agresor y el hecho de que se utilice esa expresión, tan al límite, se debe a que la resistencia armada a la agresión suele conllevar, automáticamente, ese «castigo» al agresor. Entonces esas muertes son tolerables si se cumplen ciertas reglas, que hemos comenzado a ver, y sobre las que volveremos. 

El propio Vitoria, como no puede ser de otro modo, abunda en que «es lícito repeler la fuerza con la fuerza» ya que, añade, «la ley evangélica no prohíbe nada que sea lícito por ley natural». Pero siempre con la debida proporcionalidad. Tanto insiste en ello que aporta un argumento no menor, contra el abuso del derecho a la legítima defensa: «No es lícito castigar con la guerra por injurias leves a sus autores de esas injurias, se entiende porque la calidad de la pena debe ser proporcional a la gravedad del delito». Si alguien te pega en una mejilla, debes poner la otra, y ya está. Sin embargo, si alguien quiere matarte, tienes derecho, y hasta el deber, de defender tu vida, aunque siempre con los límites expuestos. Porque de tu vida puede depender la de tu familia. Y lo mismo sucede con el gobernante, pero esta vez en relación con la de los gobernados. Eso, en cuanto a la postura puramente defensiva se refiere. 

Pero, más allá de ello, de paso, Vitoria rechaza presuntas, pero falsas, causas justas, de las que se alegaban en su época, y más allá, con demasiada frecuencia. Así, apostilla que no constituye en ningún caso una justa causa para la guerra el alegato de la «diversidad de religión», el «deseo de ensanchar el propio territorio» o la «gloria» y el «provecho particular del príncipe». 

Por consiguiente, se nota que este fraile dominico está muy preocupado por la licitud de las causas de la guerra. Siendo así, da un paso más, no previsto por sus precursores, que tampoco desplegaron el nivel de detalle de Francisco de Vitoria. La clave está en que, ante esa preocupación, Vitoria es el «inventor» de la objeción de conciencia. Pongo ese verbo entre comillas porque, en puridad de conceptos, un iusnaturalista no «inventa» nada: si acaso, «descubre» cosas, al filo de su raciocinio y de su argumentación.

Algunos piensan, de manera incorrecta, que tal derecho se lo han inventado las «izquierdas», también entre comillas, puesto que no se sabe muy bien qué es eso, o, al menos, los teóricos de la democracia. Pero nada puede ser más falso que esa lectura de las cosas. Rousseau, jacobino avant la lettre y, por ende, promotor de una cultura militarista al estilo espartano, y de las primeras leyes sobre la instauración del servicio militar obligatorio que fueron auspiciadas por su principal discípulo en el mundillo de la política: Robespierre nos da pistas al respecto. O, quizá, hasta la prueba irrefutable, de lo que estoy planteando. En efecto, se trata del padre de la democracia; esa, que, de tan demócrata, puede ser iliberal y hasta totalitaria, sin necesidad de dictador, que para esos menesteres ya está el rodillo de la «voluntad general» arrasando con los derechos de los individuos… aunque Rousseau también instituye y elogia la figura del dictador, pro tempore, sin solución de continuidad con la lógica democrática subyacente. Y, según se mire, Rousseau también es de «izquierdas». O, al menos, ellas lo suelen reivindicar, salvo la feminista, pues él siempre estaba entre el machismo y la misoginia. 

Bien, el caso es que, al referirse a los derechos individuales, dijo, en su obra más conocida por todos y celebrada por sus acólitos eso de que la vida «no es tan solo un don de la naturaleza, sino también un don condicional del Estado», de modo que, en definitiva, si el «príncipe» [que, dado el contexto de la época, hay que traducir por gobernante] dice «es indispensable para el Estado que mueras, pues… «debes morir». 

Vitoria se sitúa en sus antípodas, dos siglos antes. Efectivamente, el de la Escuela de Salamanca apunta, por el contrario, que, si los súbditos advierten que la causa alegada por el Príncipe para ir a la guerra es «manifiestamente injusta», no tienen que seguir sus órdenes: deben negarse a acudir a esa llamada quedando exonerados de cualquier culpa. Obviamente, Vitoria sería muy crítico con la insumisión. La razón, llegados a este punto, es casi retórica: como quiera que, a pesar de todo, puede haber guerras justas, el ciudadano tiene que estar disponible para esa circunstancia, cuando realmente se dé. Por lo tanto, como no puede ser de otro modo, la objeción lo es ad hoc, caso por caso, y en función del ejercicio de una responsabilidad y de una libertad personal. Así lo interpretan, asimismo, algunos de los principales expertos en la materia. 

 «Agresión indirecta» y guerra punitiva

Cuando Santo Tomás de Aquino, siguiendo siempre la estela agustina, dijo que también comete una injuria el pueblo que «no castiga lo ímprobamente realizado por los suyos», poco imaginaba que estaba resolviendo, de un plumazo, lo que postuló la Asamblea General de la ONU, en 1974, tras casi 30 años de sesudas discusiones: es lo que, en el argot, suele conocerse como «agresión indirecta». 

El supuesto es el siguiente: no se produce una agresión directa, por parte de un Estado, sino que al agresor está constituido por grupos armados irregulares, tales como terroristas (pero podrían ser, asimismo, señores de la guerra, por ejemplo, ya que la fenomenología de estos actores sí puede variar, lógicamente, en función de condicionantes de época y lugar). Empezando por el final, la resolución 3314/1974 de 14 de diciembre de la Asamblea General de la ONU apunta (artículo 4.g) que es una agresión equiparable, pues, a la realizada por fuerzas regulares de un Estado, en cuanto a sus consecuencias jurídicas, el «envío por un Estado, o en su nombre, de bandas armadas, grupos irregulares o mercenarios que llevan a cabo actos de fuerza armada contra otro Estado (…) o su sustancial participación en dichos actos». 

Francisco de Vitoria adelanta, en este sentido, que es lícito castigar a una ciudad o nación que no se cuida de «reparar el daño causado por los suyos». Ciertamente, lo que plantea tiene mucho que ver con la existencia de una culpa invigilando. Con lo cual, su interpretación va más allá del supuesto estricto en el que el Estado agresor imparta órdenes y, ya puestos, por escrito a esos actores armados no-estatales. La realidad suele ser más insidiosa, aunque, obviamente, el detalle siempre es difícil de demostrar. Sin embargo, la responsabilidad del Estado es objetiva: si es consciente de que está siendo empleado como santuario (por ejemplo) de grupos terroristas, tiene la obligación de actuar para detener eso, o de buscar la ayuda de otros Estados —y, en su caso, del mismo Estado agredido, con más razón— so pena de ser considerado como cómplice —o, mejor dicho, como cooperador necesario— de los agresores. 

Es muy interesante el análisis del contexto en el que se produce este «descubrimiento» por parte de Vitoria. Se da el caso de que el rey Carlos I lo llamó para comentar las primeras quejas indígenas llegadas del Nuevo Mundo. El monarca, preocupado por el bienestar de sus súbditos, llegó a preguntarse acerca de la justicia del cometido y, en particular, de la justicia, del empleo de la fuerza por parte de las tropas peninsulares en suelo americano. Es interesante la apelación del monarca al académico. Hoy, eso quizá no sea tan frecuente, máxime en los términos en los que lo hizo el Rey, ciertamente humildes, y deseosos de verdad. Debe ser porque la democracia concede ciencia infusa.

Francisco de Vitoria, en un monumento erigido en su honor en Salamanca.
Francisco de Vitoria, en un monumento erigido en su honor en Salamanca.

En esa época, los corifeos de turno estaban proponiendo una larga lista de supuestas justas causas para el empleo de la fuerza al otro lado del Atlántico. Pero, antes de citar las más socorridas, adelanto que nuestro ilustre dominico las descartó todas: 1) el dominio del orbe por parte de quien sea Emperador en ese momento, como si se tratara de una res nullius; 2) el dominio, en nombre del Papa, con fines evangelizadores; 3) el famoso derecho de descubrimiento; 4) la aceptación por parte de los nativos; o hasta la existencia de una 5) «donación especial» de Dios. Todo descartado, en lo que algunos de los más célebres historiadores de las ideas han descrito como un «discurso resueltamente antiimperialista». Hay que suponer que, en el caso del 4º punto, lo es por la improbabilidad de saber tal cosa, en tal momento. Ahora bien, Vitoria indica que sí hay unos derechos naturales que tienen que respetarse y que hacerse respetar por doquier. En América, o donde sea. 

Aunque, para ser ejercidos, tiene que hacerse siguiendo un triple requisito, muy apreciado por la doctrina. A saber, no hacer nada por la fuerza, no dañar a las gentes del lugar, y respetar sus leyes. Se trata del derecho de predicación (sin imponer nada, pues eso sería contrario a los Evangelios, además de, probablemente, a las costumbres locales) así como del derecho de comercio, que Vitoria denomina, genéricamente, «derecho de sociedad y comunidad natural». 

Lo que provoca la reflexión de Vitoria, y lo que la conecta con el epígrafe que estamos tratando (recuérdese: la agresión indirecta) es que esas agresiones contra predicadores y/o comerciantes pueden venir dadas por órdenes, ciertamente, de los jefes locales. Pero también pueden surgir de la gente, digamos, sin mando ni posición estatuaria, que compone esas tribus. Entonces, a tenor de lo visto, este último supuesto no exonera de responsabilidad a los jefes locales, so pena de tener que vérselas con quien, legítimamente, esté dispuesto a defender el libre ejercicio de tales derechos. Grocio, sucesor lógico y cronológico de la obra de Vitoria y considerado, a su vez, como el padre del derecho internacional, lo expuso con toda claridad, apenas unas décadas más tarde: quien sabe que se delinque, que puede y debe impedirlo, y no hace nada al respecto… él mismo delinque. 

Siendo la agresión indirecta el segundo supuesto, todavía queda una ulterior ramificación de la legítima defensa, sin salirnos de lo que bien podríamos definir como justas causas de la primera generación, es decir, con raíces agustino-tomistas. Se trata de lo que se da en llamar «guerra punitiva». Es decir, en este supuesto, lo que se ventila es la justicia de una nueva guerra comenzada contra un antiguo agresor que, tras esa agresión no «devuelve [o devolvió] lo que había quitado por injuria». Lo que planteó Santo Tomás y rescató Francisco de Vitoria es un criterio jurídico bien establecido, al menos a nivel de derecho interno: no podemos asumir que el agredido recupera su situación previa a la agresión si no hay reparación de daños. Lo podemos llamar indemnización, con el lenguaje de nuestros días. Vitoria habla del derecho del ofendido a «recabar una satisfacción por una injuria recibida». Vitoria es tan riguroso que incluye ahí el resarcimiento de los gastos que la guerra ha ocasionado al agredido, aunque salga vencedor, siempre a cuenta del patrimonio del agresor. 

Sobre el particular, en la doctrina, hay opiniones para todos los gustos. Algunos plantean que detrás de la guerra punitiva, más que un resarcimiento económico, figura un argumento disuasorio, contra futuras agresiones, a ese u otro Estado. Creo que es factible, y que no sería incompatible con los argumentos centrales esgrimidos por Vitoria quien, para defender esta justa causa, añadió que los agresores «se harían cada vez más atrevidos para repetir la agresión si no se les contuviese con el miedo del castigo»; otros, más críticos, interpretan la exigencia de tales reparaciones, como una sutil forma de «venganza», lo que sería incoherente con el resto del planteamiento de nuestro autor. Bueno, es una forma de verlo, probablemente equivocada. 

Si su vecino le quema la casa, con sus parientes dentro, se puede conformar con pedir para el criminal de turno 30 años de cárcel, o puede tratar de que también se le exija la responsabilidad civil y/o económica pertinente. Ruíz Miguel quizá no daría ese paso, por ser defendido por teóricos cristianos, desde San Agustín y Santo Tomás, hasta Francisco de Vitoria. Pero yo creo que sí lo haría… aunque no lo agradeciera a los precursores de esa teoría. Así que otros, en fin, entienden que la lógica inherente a la tesis del dominico es la más verosímil, advirtiendo, como siempre, de la necesaria proporcionalidad, pues venganza sería otra cosa, como aprovechar la tesitura para causar daños injustificados al primer agresor, que vayan más allá de esas reparaciones. 

Cuestión distinta, aunque asociada a esta justa causa, es que es la más cuestionada, hoy por hoy, por la Iglesia católica. No porque el criterio no sea adecuado —pues lo es, y no se reniega del mismo— sino porque, en las circunstancias actuales, comenzar nuevas guerras con ánimo de obligar a un viejo agresor a resarcir daños, solo puede provocar más desgracias. Distinto sería, si hubiere un poder mundial con capacidad no solo para arbitrar, sino también para imponer a las partes su decisión. Pero no lo hay, ni se le espera. Se impone, entonces, un criterio de prudencia. Más discrecional que axiológico, pero determinante, en última instancia, de la postura de la cúpula eclesiástica desde mediados del siglo XX hasta la actualidad. 

La expansión teórica de Francisco de Vitoria

El de la Escuela de Salamanca aportó cosas importantes, según hemos visto, a la teoría preexistente. Pero también es el máximo responsable de una de su vis expansivas más notables Ha habido dos. Una de ellas, que es la guerra preventiva o, mejor dicho, preemtiva, tuvo que esperar a Grocio. Pero la otra, conocida como intervención o injerencia humanitaria —precursora, tal como comprobaremos, por su espíritu, de la responsabilidad de proteger—, sí fue cosa de Vitoria. 

Esta aportación tampoco está desconectada de la experiencia americana. Porque, en realidad, se deduce de una serie de problemas hallados en el Nuevo Continente. Entre las tribus nativas había cualquier cosa menos paz. En muchas ocasiones, además, la beligerancia de los imperios locales (ahora mismo, pienso en el azteca) contra las tribus menores, o más desfavorecidas, rozaba el genocidio. En fin, probablemente lo era, con todas las de la ley. Cuestión distinta es que el grueso de los historiadores esté por otras cosas, que, al final, eclipsan este hecho. Incluso la forma de poner en práctica el genocidio entre nativos era especialmente cruel. 

Recientemente, algunas películas lo han puesto de relieve. Recuerdo una película muy dura, Apocalypto (2006), que refleja algunas de esas prácticas, como arrancar el corazón en vivo a los miembros de esas tribus locales a los que los aztecas los habían convertido en carnaza para su fanatismo. También se practicaba el canibalismo, en ese mismo contexto de matar intencionadamente para ello, quiero decir. Todo lo cual favorecido por un marco de sacrificios humanos en masa. En realidad, la película del 2006 se queda corta, en ese sentido, porque no refleja bien las dimensiones de la carnicería, aunque sí lo haga con los niveles de crueldad alcanzados. 

Pero, para los que no gusten del cine, o del cine tan gore, también se pueden citar autores, mexicanos, por cierto, que ratifican esos hechos. Lo hacen, con datos, que son los que me llevan a pensar que la película citada se queda muy, pero que muy corta. Así, por ejemplo, solo en la coronación de Axayácatl —que no deja de ser un acto puntual— fueron «sacrificados» unos… ¡20.000 seres humanos! Realmente, más parece una precuela del Holocausto nazi. Y esto es lo que los españoles se encontraron, inopinadamente, en el Nuevo Mundo. No había, por allí, ninguna sensación de bondad natural del ser humano, ni ninguna Arcadia feliz que ellos pudieran interrumpir. Había un genocidio, que supieron interrumpir (eso sí). Lo que había, visto lo visto, es mucho trabajo que hacer, aunque solamente fuese para terminar con esa locura colectiva intra-nativa.

Quizá siendo consciente de ello, este experto mexicano, señala lo siguiente: «Si en algún caso ha podido justificarse la intervención de humanidad habría sido en ése, sin duda alguna, y por más que la proscripción de tan inhumanas prácticas no haya sido obviamente el objetivo de Cortés y su hueste en su subida al Anáhuac para verse con Moctezuma» 

Que haya causas mixtas (morales, pero al mismo tiempo políticas o de poder) presentes en una intervención humanitaria es algo que, tocando con los pies en el suelo, han admitido y avalado los principales exponentes de la tradición de la guerra justa de nuestros días. Es el caso, de modo muy explícito, de Michael Walzer. Nos dice, en lo teórico, que «incluso las guerras tienen razones morales y políticas, y siempre será así, imagino, hasta la era mesiánica, en la que hacer justicia será un fin en sí mismo. Una sola y única motivación, una voluntad pura, es una ilusión política». De hecho, él se lamenta de que las grandes potencias no intervinieran militarmente para evitar el genocidio de Ruanda (recordemos, en un contexto de luchas intestinas entre hutus y tutsis) allá por mediados de los años 90 del siglo XX. 

Nunca se ha sabido los muertos que hubo, pero en ningún caso menos de 600.000, y probablemente más de un millón. Tampoco sabremos nunca las causadas por los imperios nativos americanos antes de la llegada de los españoles. Pero en Ruanda no hubo intervención militar de las potencias occidentales, quizá por temor a ser acusadas de neocolonialismo (¡bonita forma en que los «progres» de hoy se convierten en cómplices de esas atrocidades!). Pero, quizá, también, porque ahí no había «razones políticas» para intervenir, ni suficiente petróleo como para, después, compensar los gastos y los muertos de esas potencias occidentales (si llegan a intervenir).

Pero, bueno, Walzer no es cristiano, sino judío. Y eso es relevante, en tanto en cuanto, aunque siga las aguas de la tradición cristiana, tenga tendencia (una tendencia muy judía) a olvidarse del iusnaturalismo y a sustituirlo por una sobrecarga de pragmatismo, escondido tras una presunta hermenéutica que amenaza con disolver los principios mismos sobre los que se sustentaba inicialmente la teoría. En eso están. Cortés no era un doctor de la Iglesia; y Walzer, tampoco. Por eso, pronto veremos el modo en el que Vitoria defiende lo que defiende. Es necesario, por consiguiente, separar el grano de la paja. 

Imagen promocional del filme 'Apocalypto' de Mel Gibson.
Imagen promocional del filme ‘Apocalypto’ de Mel Gibson.

Como último paso, antes de retomar a Vitoria, valga recordar que hasta John Rawls criticó con fuerza las fechorías de los aztecas en ese contexto, asumiendo, como también hace Gómez Robledo, que ese tipo de escenarios son los que posibilitan o hasta exigen activar la intervención en suelo ajeno por razones humanitarias. 

Los párrafos anteriores son útiles, en todo caso, para ponernos en contexto y sin perjuicio de que la teoría que elabora Francisco de Vitoria, que sí es iusnaturalista, sea de utilidad para hoy, para mañana, y cuando y donde haga falta. Sin necesidad de que haya petróleo, ni dinero alguno por medio. 

El contexto es el de las masacres de los aztecas contra otros nativos, que eran sistemáticas, continuadas en el tiempo, y masivas, además de atroces. Entonces, entra en juego el principio de «amistad y sociedad humanas», del cual Vitoria es avalador. Aquí lo importante es «humanas», por cierto. Como resuena, en este aspecto, la Encíclica Fratelli Tutti, del Papa Francisco, ¡cuyo epicentro es la parábola del buen samaritano! Y ojo, porque hasta a Vitoria le cuesta dar un paso, que en esa época no daba nadie.

En algún momento se queda en la preservación de los derechos de los «amigos», lo cual no está mal (claro, pues también tienen derechos), pero no se trata de su versión definitiva: «Debemos obrar el bien en favor de todos, señaladamente, sin embargo, lo debemos de hacer en favor de los domésticos de la fe». Nótese, incluso aquí, cómo comienza la frase del profesor de Salamanca: «Debemos obrar el bien en favor de todos». ¿Quién más ofrece eso, en esa época? Pero eso no es todo, porque Vitoria apuesta por nivelar: todos son todos. Creyentes, y no creyentes. 

En tal caso, lo sucedido es lo que hemos expuesto, a través de diversos testimonios: matanzas, que no afectan directamente a los españoles, pero que los españoles ven, y que, dado su potencial, están en disposición de erradicar, empleando la fuerza, pues no hay otro modo de hacerlo, dadas las circunstancias. Tomando buena nota de ello, Vitoria argumenta, como justo título de intervención, la presencia de una «tiranía de los señores de los bárbaros», es decir, enfatiza que se trata de genocidas y de víctimas con los que no se tiene vínculo alguno, ni étnico, ni religioso. ¿Cuál es el contenido de ese título? Vitoria lo concreta: «El sacrificio de hombres inocentes», así como «matar a hombres inculpables para comer sus carnes». 

Hay que añadir que Vitoria, como antes que él Santo Tomás, fue siempre flexible en el análisis de las consecuencias morales de prácticas como, por ejemplo, la poligamia. Podían gustarles más, o menos (va a ser que era… menos). Pero no por ello pretendían el ejercicio de medidas de fuerza contra quienes tuvieran esas instituciones. La palabra era el arma. Ahora bien… ¿Cómo puede serlo en medio del Holocausto, ya sea nazi o azteca? Por eso, con buen tino, Vanderpol descarta que, bajo palio de la teoría de Vitoria se pueda defender algo así como una teoría de la imposición de los «derechos occidentales» por el mundo. Esa pretensión solo demostraría mala fe/demagogia, o ignorancia o una combinación de ambas, cada vez más frecuente, acerca de la obra de este fraile dominico. Pero no tiene nada que ver con lo afirmado por el de Burgos. 

En resumen, su aportación, vencedora de todos los tópicos al uso, en fecha tan temprana como la primera mitad del siglo XVI, ha sido considerada, no solo como pionera en la denuncia de sucesos tan luctuosos (que lo es) sino, a fuer de ello, como la primera «cristalización» de la teoría de los «derechos humanos»; hasta el punto que la obra de este ilustre profesor de la Escuela de Salamanca, debe ser considerado como el antecedente de la vigente teoría de «los derechos humanos»; y llegando al extremo de ser tomado por el primer autor en el mundo que, siendo consecuente con los axiomas de la teoría que desarrolla, permite pensar en clave intercultural. Al fin y al cabo, católico significa «universal». Pues eso es lo que iluminaba la mente de Francisco de Vitoria, como no podía ser de otro modo.

Josep Baqués Quesada, profesor del Grado en Relaciones Internacionales e investigador asociado al Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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