Benjamín Netanyahu: un apestado sin futuro
El primer ministro israelí se ha metido en un callejón sin salida tras la respuesta militar desproporcionada en Gaza
Resulta a veces paradójico cómo la ceguera, la voracidad y la crueldad pueden ensuciar la carrera de un gobernante hasta el punto de dejarlo sin salida. Abundan los casos en la historia reciente del mundo. Benjamín Netanyahu es un caso palmario de ello. El primer ministro israelí se ha metido en un callejón sin salida tras la respuesta militar desproporcionada en Gaza después de la masacre de población civil israelí el pasado 7 de octubre por parte de las milicias islamistas de Hamás en lo que se considera como la peor matanza de población hebrea desde el Holocausto.
Es justo que así se subraye por parte de las democracias occidentales y por aquellos foros donde se denigra al Estado de Israel tildándole de genocida, que se condene sin ambages la bárbara operación de venganza militar en Gaza, pero que se censuren con la misma rotundidad los sucesos de octubre. En la de Hamás fueron asesinados más de 1.200 civiles israelíes de una manera salvaje y filmada por los asaltantes. En la segunda, los bombardeos han causado en siete meses más de 36.000 fallecidos gazatíes, gran parte de ellos mujeres y niños, impidiendo la entrada de ayuda humanitaria.
Bibi Netanyahu, 75 años, se ha convertido en el político más desprestigiado de su propio país, sumergido desde hace tiempo en una grave crisis de identidad nacional y en una espiral de repetición de elecciones que no resuelven nada. En las encuestas de popularidad no alcanza el 20%. La población ya censuraba su comportamiento antes de los sucesos de octubre por su plan de reformar la justicia, de domesticarla y hacerla afín a los objetivos del Gobierno, el suyo, una coalición del conservador Likud y los partidos radicales y religiosos de la extrema derecha. No era casual ese deseo de reforma, puesto que tiene pendiente tres causas judiciales por corrupción y abuso de poder.
Él no es una simple línea en la historia de Israel desde la fundación del país hace tres cuartos de siglo. Ha superado en duración a su fundador, Ben-Gurión, y se ha convertido en el premier más longevo (16 años al frente de diversos gobiernos), pero también el primero en ser juzgado por actividades ilícitas.
Y no solo eso, es el primero también en estar acusado por dos tribunales de justicia internacionales: el de la ONU, que le ha exigido poner fin a las hostilidades en Gaza y permitir la entrada de víveres, y el tribunal penal de La Haya, donde su fiscal jefe pide su detención junto a la de su ministro de Defensa y a tres líderes de Hamás por crímenes de guerra.
Netanyahu sabe muy bien que sus días en la política están llegando al final. El ataque de los radicales islámicos, que además de matar tomaron a cerca de 200 rehenes civiles, fue uno de los mayores errores de los servicios de inteligencia de su país, que desestimaron una operación que los extremistas planificaban desde hacía dos años. No se valoró suficientemente. Los resultados hablan por sí mismos. La población y la oposición han censurado al Ejecutivo, y lo siguen haciendo, por su falta de previsión. Debe pedir disculpas en la Knesset, la sede del Parlamento hebreo, antes que solicitar permiso parlamentario para la renovación de la piscina de la casa del primer ministro.
Era previsible que Israel respondería a la salvaje operación de Hamás. Estados Unidos y las democracias europeas lo asumieron y hasta lo comprendieron, pero instaron a la contención y a la proporcionalidad de la respuesta, ese cínico calificativo cuando se trata de venganzas.
Y así fue. Pero no hubo ni proporcionalidad ni contención por parte de las fuerzas de defensa israelíes. Fue todo de una brutalidad inusitada. Invadieron Gaza con el objetivo de eliminar cualquier huella de Hamás y acabar con sus túneles e infraestructuras. Prometieron que el blanco de sus ataques no sería la población civil, pero desgraciadamente en los bombardeos cayeron millares de civiles a los que además se les dificultó el acceso de víveres. En el avispero estaban al acecho Hezbolá, la Yihad Islámica e Irán. La tormenta perfecta en el inestable tablero de Oriente Próximo.
Actualmente, Bibi Netanyahu, antiguo oficial y participante en guerras como la de Yum Kippur, cambia en su estrategia política y militar día sí y día también. Asegura que no pone freno a la llegada de víveres y, sin embargo, son múltiples los casos de dificultar la entrada de camiones de ayuda humanitaria. Incluso hasta admite errores, trágicos, como el de hace unos días en un campamento de refugiados en la localidad de Rafah, al sur de Gaza, donde murieron cerca de medio centenar de civiles. El presidente de EEUU, Joe Biden, le ha exigido contención en Rafa. El inquilino de la Casa Blanca, cuyo país históricamente es el mayor aliado de Israel, está haciendo ejercicios malabares para no perder votos en las próximas elecciones presidenciales ante un movimiento de simpatía propalestino que ha surgido en los campus universitarios estadounidenses.
Hay quienes sostienen que en su desesperación lo único que le preocupa a Netanyahu es salir lo menos manchado posible de esta operación de castigo. Su ministro de Defensa prevé que la guerra continúe al menos durante todo este año. El objetivo es el exterminio de Hamás, gobernante en Gaza, objetivo harto complicado, pero a riesgo de que las muertes y la hambruna de la población civil se acentúen. Su mayor preocupación es salvarse y no acabar entre rejas.
Máster por el MIT (Massachusetts Institute of Technology), exembajador en la ONU, exministro de Exteriores y de Finanzas con Ariel Sharon y jefe de Gobierno varias veces, Netanyahu, hasta ahora un político incombustible, mira con esperanza la fecha de noviembre próximo y el deseo de que su buen amigo Donald Trump regrese a la Casa Blanca. Es su tabla de salvación. Durante su mandato presidencial, Trump reconoció Jerusalén como capital de Israel, en contra de los Acuerdos de Oslo suscritos por Isaac Rabin y Yasir Arafat en 1993, e hizo la vista gorda con la política de asentamientos de colonos judíos.
En estas circunstancias hay quienes cuestionan la oportunidad del reconocimiento ahora de Palestina, como lo acaban de hacer España, Irlanda y Noruega. En el caso español, siempre existe la sospecha de ese inveterado oportunismo que refleja la personalidad de Pedro Sánchez con objeto de sacar rédito en vísperas de las elecciones europeas del 9 de junio próximo. En cualquier caso, la respuesta israelí de retirar a su embajador en Madrid y las amenazas de represalia resultan exageradas como estúpida ha sido la visita a Israel del líder de Vox, Santiago Abascal, para reunirse con Netanyahu. E imprudentes son las manifestaciones de la vicepresidenta Yolanda Díaz y de la líder de Podemos, Ione Belarra, pidiendo el fin de las relaciones diplomáticas. A veces se olvida que Israel es la única democracia existente en Oriente Próximo, por imperfecta que sea, y que se despierta todos los días con la amenaza del islamismo más radical instando a su aniquilación.
Casi un centenar y medio de naciones miembros de la ONU reconocen a Palestina, pero no así Estados Unidos ni las principales potencias europeas, Alemania, Francia e Italia y el Reino Unido. No es improbable que lo hagan próximamente siempre y cuando la situación presente derive en un alto el fuego, por precario que sea. A corto o medio plazo, la Unión Europea podría suspender el acuerdo de asociación comercial y científico, suscrito en 1995 y vigente desde 2000 con Israel si Netanyahu no detiene la escalada militar. Sería políticamente un buen golpe.
A la larga, evidentemente, no hay más solución que la existencia de dos Estados, Israel y Palestina, con una capitalidad doble, Jerusalén -Oriental y Occidental-, la delimitación territorial coherente del Estado palestino y no ese parcheado como el actual de Gaza por un lado y Cisjordania por el otro, el fin del asentamiento de colonos judíos en territorio palestino y el retorno de la diáspora de los más de cuatro millones de palestinos dispersados por la zona en su éxodo desesperado. Y por supuesto, poner coto al fanatismo del islamismo más radical, lo cual no resulta sencillo. Los Acuerdos de Oslo marcaron el inicio de la estabilidad con la existencia de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y el objetivo de la independencia. Pero eso no cristalizó completamente aun cuando el pueblo palestino obtuvo más autogobierno. No será sencillo que eso se logre en un futuro próximo y menos aún después de la enésima espiral de sangre que vive la región.