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¿Vuelven los alemanes a las andadas?

La cerrada sociedad del Este, la dependencia del gas ruso y una crisis de autoestima explican el auge del extremismo

¿Vuelven los alemanes a las andadas?

Simpatizantes de AfD en Turingia. | EFE

El crecimiento de dos partidos anti-inmigrantes (o incluso abiertamente xenófobos) y prorrusos como AfD y BSW -en teoría, uno de derechas y otro de izquierdas-, en las elecciones del pasado septiembre a los Parlamentos de Turingia, Sajonia y Brandeburgo ha sido analizado en España mediante estereotipos, clichés y las groseras opiniones que eran de esperar: los alemanes son -siguen siendo- nazis. Un verdadero horror. Es deber por tanto de los que conocemos aquella cultura desde dentro aportar algo de luz entre tanta simplificación (interesada, además) y, dicho sea sin ambages, tamaño infantilismo.

Francisco Ayala (1906-2009) escribió en 1964, cuando llevaba casi tres décadas en el exilio, un artículo titulado España a la fecha en el que exponía lo mucho que en ese período habíamos cambiado -para mejor: industrialización y modernización, dicho en dos palabras, sin perjuicio del régimen político existente- y fue en ese trabajo donde, al hilo del milagro alemán –la recuperación económica y de imagen tras el Zusammenbruch, el hundimiento de 1945- afirmó que para los españoles «Alemania había sido siempre en alguna manera admirable y milagrosa».

Un par de años más tarde, en 1966, el maestro (que entre 1929 y 1930, en plena República de Weimar, había sido doctorando en Berlín) disertó sobre España y la cultura germánica, donde expuso verdades como puños: que para nosotros, aquél país había encarnado desde siempre la ciencia y la técnica, sobre todo, el automóvil y los medicamentos. Entre los autoreproches del 98 ocupó un lugar central precisamente ese. Si, dicho con las conocidas palabras de Lord Salisbury, nos encontramos entre las naciones moribundas y no entre las vivas es porque no hemos sabido adaptarnos a los nuevos tiempos: la idea de que el Norte (el protestantismo) era superior al Sur (el catolicismo romano) se había visto plenamente interiorizada.

Esa admiración hacia lo germánico se redobló en la época del franquismo, sobre todo a partir de 1960, bajo Konrad Adenauer y Ludwig Erhardt, cuando casi un millón de españoles se fueron allí, donde encontraron puestos de trabajo (y salarios) que al sur de los Pirineos resultaban impensables. Si en aquella sazón se extendió en nuestros pueblos una imagen del triunfador era la que consistía en el emigrante volviendo a su pueblo en un Mercedes reluciente. Vente a Alemania, Pepe fue el título, expresivo por demás, de una película de 1971 protagonizada por Alfredo Landa (el tal Pepe) y José Sacristán (Angelino), ambos provenientes de una pequeña y mísera aldea de Aragón llamada Peralejos.

Y, en la Transición, más aún: la Constitución de 1978 no se entiende sin la Ley Fundamental de Bonn de 1949 y los partidos de entonces buscaban el padrinazgo, no sólo en lo monetario, de los homólogos alemanes y sus respectivas fundaciones: Felipe González era, a esos efectos, un hijo de Willy Brandt.

«Ser prorruso en Alemania no es sólo una opción ideológica»

Pero quitémonos, por un momento, las anteojeras celtibéricas -las actuales o las antiguas- para exponer, con toda la objetividad posible, donde está Alemania a la fecha, por decirlo plagiando el título de la contribución de Ayala de hace 60 años.

Para empezar por el principio, fijémonos en la geografía. Sucede que es un territorio que carece de fronteras naturales por el este. Esto genera sensación de inseguridad, como bien ha señalado Antonio López Pina y de ahí el miedo de que los rusos los pueden invadir en cualquier momento, como de hecho sucedió en los primeros meses de 1945. Quien llegó a Berlín fue Stalin y no los occidentales. Y, junto al dato geográfico, el climatológico. En Alemania se experimenta, durante varios meses al año, una temperatura gélida, de suerte que resulta necesario poner las calefacciones a todo gas, en sentido literal. Hace falta por tanto un proveedor fiable y barato, que no puede ser otro que la propia Rusia: potencial invasor al mismo tiempo que aliado insustituible y al que hay que cuidar. Una relación, de nuevo, donde se mezclan muchos factores. Ser prorruso en Alemania no es sólo una opción ideológica.

A la geografía y la climatología hay que añadir, por supuesto, la historia. En Postdam, capital precisamente del actual land de Brandeburgo, en el verano de 1945, las tres potencias victoriosas (la Unión Soviética de Stalin más Estados Unidos, ya con Truman, y Reino Unido, con Churchill y luego con C. Atlee) acordaron que Alemania dejara de existir para repartírsela al modo como unos herederos deciden segregar una finca.

En la zona soviética (luego, hasta 1990, la República Democrática Alemana, con las siglas DDR en su propio idioma, también llamada Alemania del este, Ost Deutschland) se impuso un régimen comunista riguroso, con la Stasi como siniestro protagonista, pero que atrajo a intelectuales tan serios como Bertold Brecht y Víctor Kemperer, por citar sólo a dos de entre muchos. Y además en una sociedad cerrada a cal y canto y por tanto endogámica, porque el Muro de Berlín se levantó en 1961 para impedir que la gente se fuese pero, una vez en pie, también servía para que nadie entrase: no había inmigrantes, con contadísimas excepciones, como el padre de Sahra Wagenknecht, que era iraní -también es casualidad: piénsese además que Irán significa la tierra de los arios- o los chilenos que en 1973 hubieron de salir huyendo de Pinochet.

«El saldo migratorio continúa siendo desfavorable para el Este, de donde sale (en dirección al Oeste) más gente que la que entra»

En 1989 se vino abajo el Muro y en seguida se puso sobre la mesa que la reunificación (una suerte de fusión por absorción: que la República Federal se comiera a la Democrática, dándose lugar a los cinco nuevos länder de la Federación, denominación eufemística para mencionar lo que fue aquello) no tenía alternativa. El canciller Helmut Kohl tomó la decisión, generosa donde las haya y no precisamente barata para los suyos, de equipar el valor del marco oriental con el del occidental y luego se han distribuido allí subvenciones a granel, pero -punto crucial- el nivel de vida sigue estando muy por debajo del de las zonas que hasta 1990 compusieron la originaria República Federal.

Más aún, el saldo migratorio continúa siendo desfavorable para los nuevos territorios, de donde sale (en dirección al Oeste) más gente que la que entra. Sajonia, sin duda el land más próspero de los cinco, ha perdido 600.000 habitantes largos desde la reunificación: no es tierra de inmigrantes (como la España actual y la Alemania del milagro económico de los años sesenta), sino de emigrantes (como la España franquista). Pero de sus habitantes puede predicarse que sufren una suerte de cabreo estructural y abstracto: los típicos privilegiados que se sienten víctimas.

Es una sociedad mucho menos mestiza (5% de inmigrantes, de media) que la de los 11 länder originarios, donde, sobre todo en la cuenca del Ruhr (perteneciente, como es notorio, a Renania del Norte- Westfalia, capital Düsseldorf), el paisaje humano -recuérdese la avalancha de Gastarbeiter turcos ya en los años cincuenta- es, desde antiguo, tan multicultural como lo puede ser en muchos barrios de Londres y París: el porcentaje de inmigrantes está por encima del 15% también en Hesse, Baden-Wurtemberg y Baviera. La selección de fútbol -el espejo más nítido de lo que es una colectividad- han tenido presencia hace poco un Mesut Ozil y un Sami Khedira, cuyos nombres los delatan como hijos o incluso nietos de los que en la postguerra hicieron el petate. Alemanes de ojos azules y ocho apellidos tedascos van quedando menos: se les llama (irónicamente) Biodeutsche, porque, por razones obvias, la palabra arios conviene evitarla. Ozil y Khedira no son Biodeutsche, pero sí Deutsche y por tanto no computan en ese 15%.

Las sociedades de Turingia, Sajonia y Brandeburgo (o de Sajonia-Anhalt o Mecklenburgo-Pomerania, junto al báltico, para completar el quinteto) son, en suma, menos multirraciales que las de los 11 länder de la que fue la República Federal.

«Muchos habitantes de la antigua Alemania del Este tienen nostalgia de lo anterior. La palabra Ostalgie alude a eso»

Pero, si la comparación la hacemos con lo que hasta 1990 era la DDR, el resultado es que hoy hay más mezcla y a sus habitantes les parece que están siendo poco menos que invadidos por extranjeros, al modo de lo que les sucedió a los ingleses cuando en 2016 votaron el Brexit. De hecho, fue en Dresde, en Sajonia, en lo que había sido la DDR, donde se puso en pie el movimiento Pegida (acrónimo en la lengua de Goethe de Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente) y además en 2014, es decir, antes de que en 2015 la entonces Canciller Merkel abriera de par en par las puertas al célebre millón largo de sirios y de que en la Nochevieja de ese año, en Colonia, unos inmigrantes perpetraran las violaciones masivas que tanta indignación produjeron.

De ahí que muchos habitantes de la antigua Alemania del Este -con poco fundamento objetivo- tengan nostalgia de lo anterior. La palabra Ostalgie alude precisamente a eso. Las muchas calamidades de aquel régimen político tan insufrible presentaban sus compensaciones. No veía uno por la calle más que a rubios de ojos azules: incluso los de la Stasi, por perversos y odiosos que semostrasen, eran Biodeutshe.

Esa aversión a los foráneos, aun cuando foráneos sean casi criaturas de ficción, no resulta privativa de la ex DDR. En Hungría o en Polonia, donde tampoco hay apenas inmigrantes, sucede algo parecido, lo que confirma que en efecto puede tratarse de una secuela -casi cuarenta años más tarde- del comunismo: un efecto retardado, si se quiere ver así. Las cosas suelen responder a una relación de causalidad -aunque ignoremos la letra pequeña de esa relación y la llamemos azar, como nos advertía Borges-, pero tomándose su propio tiempo.

Sucede además que en los últimos 15 años Alemania ha entrado en crisis y no sólo desde una única óptica. Primero, porque la autoestima ha bajado mucho. Es algo poco perceptible desde fuera, pero los que acudimos allí con frecuencia a eventos académicos -que antes, al menos en el gremio de los juristas, se desarrollaban en idioma alemán ortodoxo: -¡cómo no estar orgullosísimos de Savigny, Ihering, Gierke, Jellinek, Otto Mayer o Triepel!- asistimos al hecho de que hoy se diserta en inglés y se tiene al Tribunal Supremo USA como referente, no a la Corte Constitucional de Karlsruhe.

«Si los alemanes odian la energía atómica es, en última instancia, porque siguen teniendo viva la imagen del bosque del romanticismo»

Hay que haber mamado desde jovencito esa cultura para captar la profundidad del cambio. Otto Bachof o Günter Dürig, por citar sólo a algunas eminencias de los años primarios de la Ley Fundamental, es decir, en la Alemania de los años cincuenta, elaboraron sus obras cuando en las calles aún quedaban escombros de los bombardeos y estaba fresquísimo el recuerdo de la barbarie nazi, que haría avergonzarse a cualquiera. Pero, aun así, ni ellos ni nadie en aquella sazón ponía en duda que el pensamiento jurídico alemán (y en lengua alemana) era el más importante del mundo.

Segundo, por razones energéticas: el cierre de las centrales nucleares acordado en caliente en 2011 -en una medida típicamente populista pero muy popular: si los alemanes odian la energía atómica es, en última instancia porque siguen teniendo viva la imagen del bosque que elaboró el romanticismo, la de los cuentos de los hermanos Grimm- como consecuencia del accidente de Fukushima, en Japón, hizo al país más dependiente (aún) del gas ruso, lo que, a partir de la subida de precios de 2021/2022 (invasión de Ucrania de por medio), ha repercutido dramáticamente en la economía, no sólo la de las familias sino también la de las industrias, sobre todo las electrointensivas en consumo. Y si no ha repercutido aún más es porque se echó mano de la fuente autóctona, el carbón -sí, otra vez la época de Bismarck-, con efectos por cierto nada buenos para el medio ambiente.

A todas esas calamidades se ha sumado la fragmentación de la sociedad en lo que hace a sus preferencias políticas (sí, más fragmentación que polarización), puesta de manifiesto en las elecciones al Bundestag de 26 de septiembre de 2021, de las que sólo puedo salir un Gobierno de coalición -triple, que es figura difícilmente compatible con el principio de liderazgo de la Constitución. Más aún si el que ocupa el cargo -el jefe del SPD- no es precisamente Helmut Schmidt (¡cómo se le añora y con razón!), sino una persona anodina. Otra de las palabras incorporadas en los últimos tiempos a la lengua de los teutones es la de scholzig, para referirse a ese tipo de gente no ya gris, sino incluso amarillenta.

Los resultados electorales de septiembre en los tres länder tampoco han sido homogéneos entre sí: en Brandeburgo –o sea, el corazón de lo que fue Prusia- el primer partido ha sido el SPD-  porque Alemania es muy plural, también desde el punto de vista territorial, aunque vista desde fuera, y en concreto desde España, se la considera -otro rasgo del cliché- como una unidad monolítica.

«Ni la mayoría de la gente se ha vuelto de pronto nazi  ni su cercanía -no sólo física- a Rusia se encuentra carente de razones»

Por tanto y para concluir, si los prismas españoles de este tiempo se muestran muy toscos para reflejar la que es nuestra propia realidad, aún sirven menos para hacerse una idea cabal de lo que está sucediendo en la antigua Alemania del Este y en Alemania en general, donde ocurre que el pasado sigue presente -la historia tiene un peso abrumador- pero al mismo tiempo la realidad no para de cambiar: si van apareciendo nuevas palabras es precisamente por eso. Y, de hecho, ni la mayoría de la gente se ha vuelto de pronto nazi ni su cercanía -no sólo física- a Rusia se encuentra carente de razones; ni, en fin, los resultados electorales dejan de ser consecuencia de problemas económicos y, más aún, de unas mentalidades en las que, por debajo de los evidentes cambios, se continúan reflejando realidades muy antiguas.

El gran George Steiner, cuando hablaba de los estereotipos, decía que se trataba de «realidades cansadas», es decir, que, aun si acaso obedecían a unos hechos –la Prusia militarista,  el nazismo, …-, se trata de fenómenos que en el ínterin han dejado de existir. Los españoles nos quejamos de que desde fuera se nos mire con clichés arcaicos -el flamenco, los toros, la Carmen de Marineé y de Bizet, …-, pero nosotros somos los primeros que, cuando juzgamos a los de allende, lo hacemos con las mismas distorsiones. Disonancias cognitivas, se llaman, a veces incluso rayanas en el surrealismo. No pido que todos tengamos la agudeza de percepción de un Francisco Ayala, pero aun así nos queda mucho margen de mejora.

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