THE OBJECTIVE
Enfoque global

Orbán, el Trump europeo

El actual presidente del Consejo de ministros de la UE y el presidente electo de EEUU tienen muchos objetivos en común

Orbán, el Trump europeo

El primer ministro de Hungría y actual presidente del Consejo de Ministros de la UE, Víktor Orbán. | Attila Volgyi (Xinhua News)

Es un secreto a voces que Viktor Orbán es el «Trump europeo» por lo que merece sin duda todo reproche de lo que constituye el establishment. En la última conmemoración del levantamiento armado de 1956 contra la Unión Soviética, Orbán denunció el intento de la Unión Europea de eliminar un gobierno nacional en Hungría y su voluntad de sustituirlo por un gobierno títere. Así están las cosas.

Es otro secreto a voces que el combate político hoy candente en Europa y propiamente en todo Occidente es una lucha a muerte entre dos fuerzas identificadas como populistas y elites. Por tanto, la presidencia que en el actual segundo semestre de 2024 ejerce Hungría al frente del Consejo de ministros de la UE supone una ocasión para ver la enésima batalla entre estas dos partes en la que el conjunto de la UE representa el «círculo de la razón» y Orbán, la disidencia.

Esta presidencia no podía empezar peor para el campo elitista. Dominante porque conjuga los partidos políticos considerados moderados de derecha e izquierda en las últimas elecciones europeas, en realidad ha sido vapuleado en importantes países fundadores como Francia. Los populistas acechan a las puertas del poder con un tercio de la representación en el Parlamento Europeo. Como este Parlamento debe aprobar la nueva Comisión y Von der Leyen es la elegida por los elitistas, las propias audiencias de los comisarios este noviembre prometen ser jugosas.

Pero más allá de los chascarrillos aburridos de la burocracia bruselense, Europa y Occidente viven un momento capital. En efecto, la UE, creada en los años cincuenta para preservar la paz y la prosperidad, ya no garantiza ninguna. Podemos perfectamente estar el borde de una guerra nuclear con Rusia. No contamos nada en la esfera geopolítica internacional. El motor económico alemán está detenido, haciendo asomar el espectro de la «estanflación» de los setenta al conjunto de la Unión. ¿Qué hacer? ¿Lo de siempre? Todos saben que los oídos de los europeos están maduros para escuchar propuestas alternativas. En realidad, ya lo han hecho.

La sucesión de elecciones perdidas por los socialistas en Alemania les llevan a excepcionar la aplicación del tratado de Schengen sobre supresión física de las fronteras. El Gobierno holandés pide la eliminación del denominado «Pacto migratorio». Italia limita por sus propios medios la inmigración ilegal y sólo fracasa cuando se enfrenta con la legislación europea que, por ende, varios países promueven modificar. Por fin, la situación económica general en la que las sanciones contra Rusia por la guerra han hecho crecer a Rusia y decrecer a Europa, nos remiten a las obligaciones excesivas de nuestros compromisos climáticos o a seguir cerrando fábricas de Volkswagen, nunca mejor dicho, los vehículos del pueblo.

No obstante, Orbán había propuesto una presidencia bastante convencional. El problema de los disidentes del Este es su condición de receptores netos de fondos de la Unión Europea, lo que les obliga a la moderación. Llueve además sobre mucho mojado, dada la retención de dinero por parte de Bruselas desde hace años. Con todo, la convención no lo es todo y los mensajes son comprensibles.

Si, en efecto, coincide con los elitistas en establecer como primera prioridad mejorar la competitividad europea frente a otras zonas del planeta, discrepa en el modo de hacerlo.

Si constata, como todos, que debe reforzarse la defensa europea, lo hace para disuadir a Rusia, no para sostener el esfuerzo de guerra contra Rusia. Así lo demuestra con la propuesta referida a una ampliación coherente y basada en el mérito. Es decir, a países que puedan cumplir las reglas y no destruyan las políticas comunitarias. Es un eufemismo para decir: Ucrania no todavía. 

Si habla de detener la inmigración ilegal, es porque esta posición se ha convertido en referente hoy en Europa. 

Si solicita una enésima reforma y reformulación de la política de cohesión, es porque Hungría la necesita. Recuérdese que fue la más popular de las iniciativas europeas en España, porque cobramos mucho de ella durante mucho tiempo y es el fundamento esencial de nuestro «europeísmo» convencido.  

Si propone una política agrícola común más centrada en el agricultor, es porque la primera cronológicamente de todas las políticas europeas al mismo tiempo que el propio mercado común, generó en primavera y verano protestas que llegaron a Bruselas. 

Si, por fin, llama la atención sobre lo que nadie parece ver, los problemas demográficos, es porque los ha atendido ya en su política interior. La decreciente natalidad es un problema esencial de Europa. Si vamos tan bien, por qué los escasos nacimientos indican que nos queremos extinguir.

No obstante, todas estas proposiciones documentadas y encarriladas en las distintas agendas de Consejo, Parlamento y Comisión para desembocar en interminables debates estériles entre las brumas otoñales bruselenses no dejan ver el fondo de la cuestión. El único tema realmente relevante en Bruselas es la realineación política de los Estados Miembros y de Europa misma

Decía Ortega que entre los pueblos europeos, el más dotado de sustancia gris social era Francia. Con ello quería dar a entender que, políticamente, al menos desde la Revolución Francesa, marca la agenda. Esa agenda hoy, la lleve Le Pen, Macron, Von der Leyen o Scholz tiene tres pilares: la seguridad física, jurídica y económica; la inmigración ilegal y el poder adquisitivo. En ninguno de ellos tiene la ventaja competitiva el bando de los elitistas. 

La declinante autoridad y soberanía de los Estados miembros ha traído consigo leyes constantemente cambiantes y crecientemente complejas, imposibles de aplicar, que conllevan unas vidas cotidianas cada vez más difíciles y restringidas para la clase media. 

A todo esto ha contribuido y se ha añadido la desbocada inmigración ilegal para la que la UE no ha encontrado ninguna solución, pero sí innumerables excusas obligando durante años a los Estados Miembros a aplicar una normativa y una jurisprudencia que hacen inviable cualquier remedio. Por fin, por obra de nuestra inmensa caridad y voluntad de resolver todos los problemas geopolíticos del mundo sin antes haber resuelto los nuestros, hemos seguido la política americana en Ucrania hasta nuestra última gota de sangre económica. Íbamos, según el ministro francés de Economía, Bruno Le Maire, a poner a Rusia de rodillas y, por lo pronto, Alemania ya no produce y tiene que comprar su gas más caro a Biden, mientras Rusia prospera en su PIB y en el campo de batalla.

Es decir, la postración económica de Francia —vigiladísima por Bruselas— y la inanidad política en la que se ha colocado su presidente la inhabilitan para ser el motor diplomático de Europa. A su vez, la catástrofe económica alemana y su creciente inestabilidad económica la incapacitan para seguir siendo el motor industrial de un continente desindustrializado. 

Lo único que le puede quedar a Bruselas es, por tanto, hacer informes, dar lecciones desde la nada. El más reciente, el informe Draghi. Como uno de los problemas es que no hay dinero, lo que obviamente propone Draghi es poner más dinero. Pero no modestamente, en Bruselas las cosas se hacen a lo grande. Requiere una inversión equivalente a cuatro planes Marshall. Es decir, ¿reconoce que han dejado Europa cuatro veces peor que después de la Segunda Guerra Mundial? 

Es en este ambiente de reordenación política en el que hay que colocar a la presidencia húngara. El disidente, por una vez, podrá oír los mismos insultos y acusaciones procedentes de las mismas fuentes, pero tiene un cuerpo electoral al que hablar fuera de la propia Hungría. De hecho, esto es lo que ha llevado a innumerables publicaciones de la esfera elitista oficial, desde The Economist a Politico, pasando por Le Monde, a hablar del «verdadero plan de Orbán para Europa», que no sería otra cosa que su propio programa político interno.

Ese modelo es conocido: es un nacionalismo proteccionista, no tanto desde el punto de vista económico como social, protector del ciudadano medio. En suma, responde a esas preocupaciones hoy extendidas por el conjunto de Europa: seguridad, inmigración ilegal, poder adquisitivo. No es culpa suya que por obra de los políticos actuales, el resto de los europeos comiencen a sentir ahora las mismas necesidades que los húngaros hace unos catorce años. 

Corresponde también a Orbán el respeto por la familia tradicional y la desconfianza por la promoción de los movimientos LGTBQ. O sea, su resistencia a una agenda ideológica wokista abanderada por la UE. Se le acusa, obviamente, de contrariar el Estado de Derecho. Además, se le multa por ello. Sin embargo, las multas que reparten las instituciones europeas son en sí mismas muy discutibles desde el punto de vista del Estado de Derecho, pues se dirigen exclusivamente a las opciones políticas no conformes con ese poder establecido.

En cuanto al éxito nacional de Orbán, lo cierto es que habría que acudir al filósofo Fichte que aseguraba que todas las naciones se ríen de las demás y todas tienen razón. Es difícil hablar de lo ajeno, por lo que el asesor político de Orbán —curiosamente del mismo apellido, Balász Orbán—, ha escrito un libro interesante al respecto, La estrategia húngara.

Puede asegurarse que la esencia de la política nacional no difiere de lo que conocemos en el exterior: política familiar, inmigración, soberanía. Nada sorprendente al respecto. Lo más peculiar, a los ojos de la élite, sean seguramente los catorce años en que esta política viene siendo respaldada por el elector húngaro. Mucho se ha hablado de la transición desde un liberalismo original a las posiciones actuales de Orbán. Más que un posicionamiento estratégico o un cálculo político, parece tratarse de una evolución natural, paralela a la que ha realizado el mundo globalizado desde el «fin de la historia» de Fukuyama a las circunstancias actuales.

En último término, se trata de la lección aprendida de un político maduro de la necesidad de ejercer la creatividad ante las recetas caducas de un liberalismo de bolsillo incapaz de lidiar con una nueva realidad. Castigar o insultar al disidente ya no sirve de nada.

A Orbán le quedan dos meses de presidencia europea, si no lo derrocan antes.

Juan Francisco Carmona es analista colaborador del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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