¿Dónde vas, Europa?
En un mapamundi de equilibrios cambiantes, el papel de los Estados europeos está por decidirse
El fin del periodo conocido como Guerra Fría marcó el comienzo del interregno de poder unipolar estadounidense, instalándose a ambos lados del Atlántico una peligrosa sensación de complacencia. Su relativa estabilidad llevó a muchos países europeos a reducir su gasto en Defensa, dando por sentado que la guerra había sido desterrada del continente para siempre. La mayoría de los estamentos militares europeos se reestructuraron para orientarse a intervenciones en el exterior, y en el proceso descuidaron la capacidad necesaria para llevar a cabo la defensa del territorio nacional. Mientras tanto, Estados Unidos se vio envuelto en prolongados y costosos conflictos en Oriente Medio y Asia, que agotaron sus recursos.
En algún momento a comienzos del siglo XXI quedó claro que la supremacía occidental se debilitaba en un mundo mayor en su conjunto, de gran vigor y que accionaba en otra dirección. Un amplio conjunto de científicos, analistas, informadores e incluso políticos, captaron el cambio, pero no superaron la dejación de las elites dominantes. Del contexto geopolítico mundial se deduce que Occidente se puso a la defensiva y no ha tomado las medidas necesarias para conservar su primacía.
Durante esos años, Europa y Estados Unidos ignoraron o restaron importancia a nuevas amenazas. Hace aproximadamente una década, los desafíos rusos y chinos al orden internacional liderado por Estados Unidos comenzaron a crecer. En 2014, Rusia anexionó Crimea y lanzó una guerra en la región ucraniana del Donbass. En 2012 Xi Jinping asumió el liderazgo de China y reformó la política económica y exterior del país, posicionándolo como una potencia global decidida a disputar la hegemonía a Estados Unidos. En el ámbito interno, los países occidentales lucharon con los efectos negativos de la globalización, incluidos el declive industrial, el retroceso competitivo, la erosión de la cohesión social y el descontento con el statu quo político.
La UE, un imperio alemán
El vocablo Europa se emplea de comodín y, entre otras acepciones, sirve de mecanismo de alusión de lo que podía ser una nueva tierra prometida. El fin de la Guerra Fría supuso, simultáneamente, la reunificación de Alemania y la desmembración de la Unión Soviética, dos hechos de trascendencia histórica. El «Nuevo Orden Mundial» proclamado por los Estados Unidos reclamó el «fin de la Historia», pero el contexto geopolítico emergente resultó ser difícilmente gobernable por medios democráticos. A lo que se viene aludiendo como una revolución neoliberal, impulsó una política de escala dirigida a la centralización y unificación de los Estados y los sistemas estatales: la sustitución de la gobernanza nacional por la global o, en el caso europeo, la del Estado-nación por una supranacionalidad: la Unión Europea.
La reunificación alemana, el acontecimiento que más dinamizó el impulso hacia la integración europea y su ampliación descontrolada, se produjo en el bienio 1989-90 en un momento de resurgimiento del neoconservadurismo americano. La Ostpolitik, imperante en Alemania al final de la Guerra Fría, fue sustituida por el neoliberalismo que preconizaba el modelo de arquitectura de la Unión Europea de Maastricht en 1992. Las economías de los países del Este de Europa, la antigua esfera soviética, se insertaron en el espacio económico promovido por la Alemania unificada.
El proceso de integración europea, desde el Tratado de Maastricht en 1992, puede considerarse como la constitución de un imperio liberal impulsado desde Alemania y protegido por la OTAN. En este caso, la acepción de «imperio» estaría referida al resultado de la cesión de soberanía desde instituciones estatales a algún otro núcleo de poder externo, acción que puede justificarse desde diversas teorías. La tendencia, en este caso concreto, se estructura mediante un centro potente, la antigua zona del marco alemán, y dos periferias, una en el Mediterráneo y otra en Europa del Este. A ello hay que añadir que en las periferias reside una clase política «colaboracionista», dispuesta a asumir las condiciones impuestas por el centro «imperial» y hacerlas asumibles mediante la «evangelización» de su propio electorado nacional, promoviendo el mensaje de que todo lo que beneficie al centro imperial tendrá repercusiones positivas también para las periferias. Hay que poner de manifiesto que el papel de Francia no ha sido tan fundamental en la relación, y que el factor posibilitante de este proceso de «integración imperial» ha sido la austeridad económica.
La guerra en Ucrania interrumpió bruscamente el proceso imperialista, cuya crisis se hizo patente con la voladura del gaseoducto Nord Stream 2. Con ello, desapareció una de las bases económicas del capitalismo alemán: el acceso al gas ruso barato. La centralidad política del «imperio» se desvaneció, subordinándose a la amplia estrategia de Washington, apoyado en Wall Street, que augura más austeridad para Europa. La fragilidad geopolítica de Alemania, se puso de manifiesto inmediatamente.
Una breve historia
Al final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, las diversas propuestas de paz se basaban en el desmembramiento del Estado alemán, antes de que la descolonización confirmara que el periodo denominado Guerra Fría era una contienda de ámbito global.
Lo mismo ocurrió con los primeros intentos «transatlánticos» de integración europea. La Comunidad Europea del Carbón y del Acero pretendía poner bajo control común la producción de acero y carbón, elementos básicos para la industria de Defensa. Con la Comunidad Europea de Defensa y la Unión Europea Occidental, alianzas militares de los años 50, hubo intentos de integrar los sistemas políticos y de defensa que culminaron en la OTAN.
En los años setenta, al alcanzarse situaciones de distensión en la Guerra Fría, los proyectos de integración militar de Europa fueron sustituidos por los económicos. Los Tratados de Roma de 1957 habían dado origen a la Comunidad Económica Europea, un mercado único en el que la economía de Alemania Occidental, que disfrutaba de un período de crecimiento económico acelerado, estaba destinada a desempeñar un papel destacado. Estaba formándose el germen de una integración política, a largo plazo, considerada beneficiosa para todos los estados miembros fundadores. Aprovechando la larga hegemonía de los socialdemócratas en el gobierno de Alemania Occidental, fueron los que presentaron la propuesta más articulada para una solución pacífica de la cuestión europea, y alemana: la «Ostpolitik», que favorecía unas mejores relaciones con el Este, patrocinada por el Canciller Willy Brandt.
Con el devenir, la perspectiva de una nueva hegemonía alemana se fue ampliando hasta abarcar la totalidad del espacio continental europeo. La austeridad impuesta a los Estados miembros y la ampliación de la UE hacia el Este fueron los pilares que sustentaron la construcción del «imperio» neoliberal alemán. La ampliación de la UE posibilitó que la industria alemana extendiese sus cadenas de valor y suministro a zonas geográficas con mano de obra cualificada, relativamente barata y regulada por regímenes fiscales «amistosos».
El pacto entre el gran capital alemán y las altas finanzas europeas frenó la construcción de la UE entre finales de los años 1990 y principios de los 2010. Poco a poco, gobiernos aparentemente rebeldes fueron cayendo víctimas de este pacto, como Grecia o Italia. Mientras tanto, los países periféricos se encargaron de construir una narrativa ad hoc para facilitar la transición al diseño imperial.
Las reformas neoliberales introducidas por los socialdemócratas alemanes, liderados por Gerhard Schröder, Alemania evolucionó desde ser el «enfermo» al de «motor del crecimiento europeo». Pero, paradójicamente, no fue el SPD el que capitalizó los dividendos de este aparente segundo milagro económico, tras el de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lo hicieron sus oponentes democristianos bajo el liderazgo de Angela Merkel.
El «periodo de austeridad» que se cierne sobre Europa, provocado por la guerra de Ucrania, lejos de contribuir a la germanización de la UE, deja «tocadas» las ambiciones de Berlín, que se enfrenta a una recesión catalizada por los dogmas de política económica incluidos en la Carta de Bonn después de 2008.
De esta manera, se ha pasado de la austeridad alemana a la hégira de Wall Street. Con la ola de privatizaciones y recortes en asistencia social en Europa, los grandes fondos de cobertura o de alto riesgo estadounidenses tienen la oportunidad de invertir en los sectores monopolísticos de la energía y las telecomunicaciones y de ofrecer a los europeos seguros privados. Los fondos de cobertura se convierten así en administradores de un inmenso flujo de liquidez que se reinvierte, dadas las altas tasas de interés garantizadas por la Reserva Federal, en deuda gubernamental de gigante.
La administración Biden, la Reserva Federal y los grandes fondos de inversión han intentado así establecer un pacto de acero para mantener a flote la hegemonía global estadounidense, descargando los costes de la operación sobre Europa y, sobre todo, sobre sus sectores más débiles. Pero la nueva administración Trump, con su advertencia arancelaria, impondrá un nuevo escenario.
Pero es la propia Alemania la que está en el punto de mira de la nueva alianza entre la Casa Blanca y las altas finanzas de Wall Street, y en particular de su aparato productivo todavía relativamente no financiado, dedicado a la industria. Alemania se está convirtiendo en el epicentro de graves y preocupantes trastornos políticos. La avalancha electoral de extrema derecha en los Landers del Este de Alemania, tiene el potencial necesario para desatar una crisis de proporciones incalculables en todo el sistema político nacional, mostrando un importante indicio de una dinámica que no se limita sólo a Alemania. La combinación de crisis social y resurgimiento del humillado sentimiento nacional alemán constituye un capital político disruptivo.
Lo que está por venir
La inestabilidad política en Francia, y simultáneamente en Alemania, podría tener consecuencias de amplio alcance para la seguridad europea, así como para las relaciones transatlánticas, apenas unas semanas antes de que el presidente electo Donald Trump tome posesión en la Casa Blanca. Con una guerra que aún se libra a las puertas de Europa, los gobiernos interinos controlarán ahora dos de las economías más poderosas del continente.
Lo anterior es especialmente relevante. En una situación en la que se están librando guerras en las fronteras oriental y meridional de Europa; en la que la reunión de los BRICS en Kazán (Rusia) ha puesto en el orden del día el inicio de la retirada del dólar como moneda de reserva internacional; y en la que la crisis social está poniendo de nuevo de moda los movimientos nacionalistas y racistas. En una situación así, la ambición original de Willy Brandt recupera toda su relevancia: una Europa democrática capaz de actuar como mediadora entre Occidente y Oriente, entre el Norte y el Sur.
El desarrollo estratégico desde el comienzo de la guerra en Ucrania, conserva el riesgo de fomentar un ambiente en Europa occidental que debilita la UE, crean condiciones para la inestabilidad social y fomentan tendencias políticas iliberales. Lo cual ha quedado en evidencia por el reciente éxito de los partidos populistas-nacionalistas que, en el mejor de los casos, se muestran tibios en cuanto a la defensa de Ucrania, en Italia, los Países Bajos, Francia y Alemania. Incluso en el Reino Unido, el Partido Conservador, que antes gobernaba, ha perdido terreno frente al partido populista de derecha Reform UK, que se opone a la ayuda a Ucrania. El constante esfuerzo de apoyo a la guerra en Ucrania está afectando la solidaridad europea, ya que es cada vez mayor el porcentaje de población que favorece una solución negociada.
En un escenario de guerra prolongada e inconclusa, es probable que las fuerzas antistablishment en Europa, ya ascenso, sigan explotando los agravios para obtener beneficios políticos contra Estados Unidos por los costes que su estrategia ha impuesto a Europa. Ese riesgo es especialmente pertinente si la guerra en Ucrania deriva en un conflicto abierto entre Rusia y la OTAN. Ya es evidente que los efectos directos e indirectos de una política destinada a hacer retroceder la autocracia global han promovido el atractivo electoral de los nacionalistas populistas de derecha e izquierda contrarios a la guerra y a la OTAN, en particular en Alemania.
La guerra en Ucrania ha transformado Europa más profundamente que cualquier otro acontecimiento desde el fin de la Guerra Fría en 1989. Una mentalidad de paz, más acentuada en Alemania, ha dado paso a una conciencia naciente de que se necesita poder militar para alcanzar objetivos estratégicos y de seguridad. Un continente en piloto automático, sumido en la amnesia, se ha visto impulsado a un inmenso esfuerzo por salvar la libertad en Ucrania, una libertad que muchos consideran sinónimo de la suya.
Enrique Fojón es analista del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.