Una cita sin luna en el patio central
«Cada una de mis caladas guiaban sus pasos en la oscuridad. No había luna, y tan solo el crujir rítmico de sus pasos me hicieron saber que se acercaba»
Llegamos repartidos hasta en siete coches esta vez. El trayecto nos dejó una capa de polvo que uniformó marcas, tamaños y colores, aunque bastaba con asomarse a cada ventanilla para apreciar la singularidad de cada uno de los viajes; sillas para bebés, olor a pañal y peluches en unos; olor a tabaco y restos de bebidas energizantes en otros. La mañana se llenó de resoplidos y estiramientos de lumbares. Junto a ellos, un montón de abrazos efusivos avivaban el inicio de esta reunión anual.
Unos y otros nos apretábamos sin miramientos; de algo tuvieron que valer aquellos años de gloria en los que la cerveza y alguna droga sintética nos hizo mear en la calle, bailar sudados y liarnos entre nosotros sin mucho pesar. Viejos amigos, veteranos de la vida pero intemporales entre sus miradas.
Saúl y yo aprovechamos el refriegue generalizado de alegrías para no tener que fingir en los segundos que duraron los abrazos. Nos apretamos fuerte; me imaginé su polla respondiendo tenuemente bajo el pantalón – uno de lino, ligero y vaporoso desde el que me dieron ganas de manosear. Nos olimos el pelo; recordé las tantas veces que le peino mientras le monto, creando surcos con las uñas como un gato que se afila contra una alfombra de sisal.
«¡Cuánto tiempo!», mentimos con descaro delante de todos. Bueno, tampoco había tanto embuste: un puñado de semanas me resultan eternas cuando mi piel respira desde otra piel. Después nos separamos para seguir sonriendo de igual modo a aquellos que resultaban más indiferentes. Varios «estás estupenda» más tarde y una vez repartidas las camas entre solteros, casados, niños y perros, más los del sueño ligero, nos fuimos a cenar.
Alrededor de la mesa nos dispusimos 20 adultos. Los niños mordían panes rellenos de cosas y corrían con los de la otra especie y misma edad. Todos felices. Saúl enfrente de mí. Yo, feliz. Alargó las piernas y chocamos. No sabía si me andaba buscando; mi perspicacia se anula cuando Saúl está cerca y da paso a la torpeza del entendimiento de todos sus gestos; «estate quietecita que vas a meter la pata», me dije, pero ni aun con esa riña pude sostener más tiempo el calzado en mis pies sin tocar sus tobillos. Impávidos y nominados al Óscar por el mejor guión adaptado, hablábamos con entusiasmo con el resto de comensales. Me excedí en el vino y las risas. La madrugada no llegaba tan deprisa como yo quería y con la boca vacía de la suya, las copas iban entrando por donde más tarde él tenía que pasar.
Me desmayé en la cama atosigada de recuerdos y voces elevadas de tono. Sus hijos, revoltosos, agitados e insomnes aún se oían corretear por la casa. Desde mi balcón no aparecía la llama aspirada de su cigarro: no llegaba, no llegaba, no llegaba. Pasaron un par de horas y me desperté sobresaltada. Hacía 30 minutos de su última conexión y no contestaba raudo a los lamentos de somnolienta que le envié como balas de rescate.
El alcohol, que aún corría por mis venas sedientas de él, me sacó de la cama de un brinco. Bajé al patio al central – ese que repartía los apartamentos del cortijo rural, ese al que todas las ventanas vertían los ronquidos de los demás – ataviada con un jersey que me cubría el culo. La noche fresca había helado los asientos de piedra que se esparcen desordenados aquí y allá. Uno, el más escondido de todos, me pareció el acertado para sentarme a esperar. «Sal», le escribí con ese de Saúl y Saúl salió.
Cada una de mis caladas guiaban sus pasos en la oscuridad. No había luna, ninguna, y tan solo el crujir rítmico de sus pasos me hicieron saber que se acercaba. Estaba temblando de excitación y miedo; la piedra fría bajo mis muslos excusaban el hecho. Tenía el coño contraído. La carne evitaba ese contacto directo y me cerraba los labios como una almeja asustada. Sibilino, un cuerpo apareció ante mi cara. «¿Saúl?» , no pude decir. El eco convertía hasta un suspiro en una alarma general. No podía respirar. Allí de pie, se acercó y puso su barriga en mi cara. Se me inyectó su olor como un golpe de agua salada y boqueé moribunda, besando y lamiendo a tientas lo que de él me encontraba. Revolví mi cabeza en su camisa, le bajé con las manos el pantalón, me froté husmeando y resbalé por la piel suave de su pene flojo. Lo absorbí entero hasta que comenzó a salir de mí arrojado por su propia erección. Me apretó la cabeza contra sus piernas, enredándose en mi pelo y agarrado fuerte a mis carrillos.
«Quiero meterte en mí, en mí, Saúl», pensé y me oyó. Todos mis labios se habían desplegado hacía rato y la piedra fría se llenó de las lágrimas de un coño anhelante. «Fóllame a oscuras, Saúl. Busca la luz en el fondo de mi vagina crepitante», volví a callar. Me levanté y giré el lomo. Cogí una de sus manos para guiarle a tientas por mi culo hasta indicarle lo que buscaba. Busqué su polla; la arrimé. No hubo que hacer mucho más. Sin manos, como trapecistas del circo de las ganas, su miembro duro entró limpio, como una puñalada suave.
Me había movido un tercio de las veces que me apetecía cuando le apreté fuerte dentro. Mamársela con el coño era el único recurso que nos quedaba para poder seguir ocultando a los testigos tanto malabarismo lujurioso. Por eso le apreté dentro y sostuve sus caderas; para que no pudiera salir más. Unas cuántas embestidas contenidas y Saúl se me disparó fuerte en las entrañas, tensando los dedos de los pies como garras de un halcón. No tardó mucho en deslizarse fuera; casi nada, la verdad. Me recompuse agitada como en un «no es lo que parece» que no hubo que usar con nadie. Teníamos que ser rápidos; me besó por educación y de soslayo y desapareció en la sombra.
«Estás loco».
«Le dijo la sartén al cazo».