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Sorpresas te da la vida, ¡ay, dios!

La vida te da sorpresas; detrás de cada llamada, de cada puerta que se abre, de cada cierre de contrato.«Sooorpresas te da la vida, ¡ay dios!», canturreé al salir

Sorpresas te da la vida, ¡ay, dios!

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La voz de Amanda me resultó atractiva la primera vez que llamó pero descubrir su forma de mirar, sus gestos y silueta fueron el duro trago que tuve que pasar cuando llamé al timbre y abrió la puerta. Bastante más jóven que yo y con dinero como para varias vidas, sus gestos refinados albergaban otros más titubeantes. Ella no lo sabe, pero justo estos son con los que me crecen los colmillos y me cambia la mirada. De cuerpo afilado, la curva de sus labios equilibraba, con el grosor, la armonía de su figura. Tenía los ojos grandes, algo hundidos y una suave mancha lívida en su párpado inferior subrayaba el relato que me contaría más tarde. Amanda sonreía sin querer; era amable en sus ademanes y  mientras se explicaba me hacía pasar por las estancias de toda la casa. Quería una reforma integral y contestó cada pregunta minuciosamente, afanada en hacerse entender más de lo que yo precisaba. «Me estoy explicando fatal, me pasa siempre», se lamentó, y mis colmillos crecieron un poco más.

Hace poco se había cortado el pelo, también había cambiado los muebles de sitio y hasta, confesó riéndose, se había apuntado al gimnasio y comprado unas nuevas gafas; «lo he pasado muy mal, quiero mirar hacia fuera y ver que todo tiene otra forma, otro color». Lo dijo sincera, sin ningún halo de misterio sobreactuado; por ello, debería haberme llegado al alma, solo que a veces, de eso, no tengo.  

Si la hubiera tenido, el alma digo, me habría sentado a charlar y a oír su historia desde la sororidad, desde la hermandad y con un perfil como el nuestro, habríamos terminado siendo amigas. Amigas de esas en las que la carne desaparece y entonces queda hueco para que se den alianzas profundas y quereres sin precio. No quiero ser sorora ni amiga ni hermana. Amanda me despertó ganas de colocármela entre las piernas y compartirla con Saúl.  

Con ella se me desveló un escenario recreado en historias con voz de Saúl contadas en la penumbra del susurro clandestino. Avivó la pira en la que arden amontonados los deseos de otros cuerpos como valles nunca antes transitados. Me saltaron las ganas de pasear con Saúl por nuevas tersuras, entendernos en un nuevo lenguaje. 

Una reforma integral daba para un buen puñado de tardes en las que urdir la estrategia. Saúl descansaría a la sombra; como todo buen león, su gran envergadura no da para perseguir manadas de hervíboros a la carrera. Me tocaba a mí hincar el diente sobre el cuerpo de Amanda, que yacería tendida en el suelo incapaz de defenderse, rendida a la mano que le agarra el coño desde atrás. La entrega de Amanda a mis manos no vendría exenta de gemidos hiperventilados fruto de la novedad. Amanda, por primera vez, se deja hacer entre las manos de una mujer que le aprieta fuerte donde ambas saben; que acelera justo cuando ambas saben; que le muerde el cráneo y tira del pelo precisa y concisa, como ambas saben. Me miraría Amanda, tumbada allí,  con sus ojos violáceos y tristes. Encontraría los míos sororos, ahora sí, ante la verga del león que se acerca a llevarse su gran  bocado. Ahora hermana, ahora amiga, me cedería la potestad de abrirle las piernas, de mojar su coño seco del susto y prepararla con un beso a este imparable devenir.  Quiero coger su cabeza y acunarla, mientras Saúl aterriza en esta tierra prometida. 

Así, paladeándola tras abrirme la puerta, la vida me dio una sorpresa; una sorpresa nos dio la vida, ¡ay dios!

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