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Peligrosos flambeados

Esta forma de cocinar se impuso a comienzos de siglo XX para conferir una textura crujiente a ciertos alimentos

Peligrosos flambeados

Pizza flambeada del restaurante Burro Canaglia.

¿Cómo de peligroso es un flambeado? Mucho, a juzgar por lo ocurrido esta semana en un restaurante madrileño. Dos muertos y 12 heridos es el resultado del incendio que se produjo el viernes noche en el establecimiento Burro Canaglia, de la plaza de Manuel Becerra, por culpa de una de sus especialidades más demandadas, la llamada Pizza Inferno Carnívora. «Las primeras investigaciones apuntan a que dicho plato rozó la decoración vegetal de plástico que había en el local y prendió a toda velocidad», indicaba ayer El País, para señalar a continuación que «según la normativa municipal vigente, existen serias restricciones a la hora de usar material inflamable en techos y paredes».

Inaugurado en enero de 2022, el local en cuestión es una franquicia del grupo sevillano Burro Canaglia, que cuenta en su carta con varias propuestas que se sirven en llamas, desde la citada pizza hasta algunos postres. Para ello, un camarero acude a la mesa con un soplete y enciende el plato, que arde en presencia de los comensales. Una práctica algo en desuso en los tiempos actuales, pero que tiene un innegable atractivo visual, sobre todo en el turno de cenas, cuando el fuego llama la atención de las mesas circundantes en un comedor medio en penumbra.

Ahora le toca a la policía científica investigar si se trató de un error humano y, sobre todo, si la profusa decoración floral de material plástico se ajustaba a la normativa municipal. Menos mal que había un cuartel de bomberos a 100 metros de su emplazamiento y que estos acudieron prestos y lograron apagar el fuego en poco más de 10 minutos porque, si no, ahora estaríamos hablando de un tragedia aún mayor, puesto que el siniestro se originó cerca de la puerta y la rápida propagación impidió salir a muchos de los presentes con la debida celeridad. 

Según el Diccionario de la Real Academia Española, flambear es un verbo que procede del término francés flamber, que consiste en quemar algo o pasarlo por la llama. Más preciso, el Larousse Gastronomique señala que lo que se suele exponer brevemente al fuego son las patas, alas y cuello de las aves recién desplumadas para eliminar cualquier rastro de plumón antes de cocinar la pieza. El vademécum de la cocina francesa acepta también como segundo significado el de rociar un alimento con licor para luego prenderle fuego. 

Al margen del tema plumífero, cada vez más en desuso, el flambeado forma parte de las técnicas de cocina y, sobre todo, de los ritos del servicio de sala. Durante la preparación de una receta, suele calentarse algún aguardiente (coñac, armagnac, calvados, ron, whisky) para ayudar a desglasar el fondo de una sartén o cacerola y elaborar luego una salsa. Cuando se ejecuta en el comedor ante el comensal, lo suyo es llevar una mesa de apoyo y un hornillo especial para darle el toque final a un plato, de acuerdo con la noble tradición de cuisine de maître d’hôtel que mi querido y admirado Abel Valverde llama en su blog y sus libros «el espectáculo de la sala»: una práctica «en peligro de extinción, que forma parte del legado de nuestros antepasados hosteleros y ya solo quedan cuatro que se atrevan a hacer».

«En cuanto a las pizzas en llamas, no concibo la manía de intentar sofisticar un bocado tan simple y reconfortante»

Según la leyenda, el primer caso de flambeado se produjo de modo accidental en el Café de París de Montecarlo (Mónaco). En 1896, el aprendiz de camarero Henri Carpentier prendió fuego por error a la sartén en la que preparaba unas crepes con brandy para Eduardo, Príncipe de Gales: el hijo de la Reina Victoria, un dandi seductor y creador de tendencias que más tarde reinaría con el nombre de Eduardo VII.

No había tiempo para repetir la preparación, así que el joven quinceañero tuvo la osadía de servírsela a su alteza explicando que se trataba de una nueva receta. Al heredero de la corona británica le encantó y el atrevido camarerito sugirió que le pondría su nombre al plato. Pero el príncipe donjuán prefirió que lo bautizase con el patronímico de su acompañante femenina en aquel ágape, llamada Suzette. 

«Charpentier trabajaría después en comedores tan célebres como el del londinense Hotel Savoy o el Maxim’s de París, perfeccionando su receta de crepes a la vez que decidía saltar el Atlántico e instalarse en Estados Unidos. Allí daría de comer a clientes de la talla de Theodore Roosevelt, el barón Rothschild, Sarah Bernhardt, Ingrid Bergman, John Wayne, Woodrow Wilson o los Rockefeller, escribiría un libro de recetas, otro de memorias (Life à la Henri, 1934) y protagonizaría también campañas publicitarias de productos de alimentación», explica en un artículo Ana Vega Pérez de Arlucea.

Como todas las leyendas, siempre existen teorías alternativas. Una bastante plausible es que el mismísimo Auguste Escoffier, que fue maestro del chico, inventase conscientemente el plato, que luego consignaría en su Guide culinaire (1903). Nuestra colega Ana Vega concede mayor crédito a la que esboza Xavier Marcel Boulestin en The finer cooking: dishes for parties (1937), afirmando que la tal Suzette era la actriz Suzanne Reichenberg, quien en 1897 representaba una obra de teatro en la Comédie-Française de París, en la que hacía el papel de criada y tenía que servir unos crepes que se comían en escena.

«Se los llevaban preparados desde el cercano restaurante Marivaux y, para que no estuvieran fríos, se flambeaban sobre el escenario con el consabido efecto dramático. El cocinero del Marivaux era un tal Monsieur Joseph, chef a quien le robó los laureles el astuto Charpentier. Al menos a este último le queda el mérito de haber sabido rentabilizar como nadie el plato», afirma.

«Hoy semejante tontería nos ha servido para evocar algún plato viejuno y reflexionar sobre donde está el límite del sentido común en este oficio»

Sea como sea, esta forma de cocinar se impuso a comienzos de siglo XX para conferir una textura crujiente a ciertos alimentos e introducir un efecto espectacular en la presentación de los platos. El secreto, claro, es no quemar en demasía el producto y mucho menos el comedor entero, como ha sucedido tristemente en Burro Canaglia.

Cuando yo era niño y mi familia celebraba un festivo especial en algún restaurante de ringorrango, no podían faltar un par de postres que incluyeran el show de las llamas y el peculiar aroma a espirituoso evaporado y caramelo tostado. Recuerdo con cierta añoranza aquellas sartenes de cobre con sus fascinantes crepes al Grand Marnier, pero también el adictivo suflé Alaska o incluso los plátanos flambeados con Cointreau. 

Si el espectáculo y el inevitable toque brulé me resultan simpáticos en el apartado dulce, lo pongo mucho más en duda en el salado, por más que numerosos cocineros se empeñen en hacerme probar sus langostinos flambeados con tomate, ajo y brandy o su solomillo al Bourbon. Sencillamente, no me interesan.

Con la llegada de la cocina molecular, hace algunos lustros que se impuso el soplete como una herramienta más a la altura del sifón, la Termomix, el Roner o la Pacojet. Hoy se venden estos adminículos hasta en El Corte Inglés o Amazon y uno puede elegir entre marcas como BonJour, Hotery o Mastrad. ¡Incluso hemos visto a los concursantes de Master Chef Celebrity enfrentarse al reto de su uso!

Puedo admitir el soplete como un recurso ocasional para gratinar suavemente en el acto unos nigiris en algún sushi bar creativo, pero en cuanto me han puesto más de dos o tres piezas con olor a etanol, llamo al orden al sushiman. En cuanto a las pizzas en llamas, no concibo la manía de intentar sofisticar un bocado tan simple y reconfortante. Dudo que ningún pizzaiolo napolitano que se precie se preste al juego.

Hoy semejante tontería nos ha servido para evocar algún plato viejuno y reflexionar sobre donde está el límite del sentido común en este oficio. Mis respetos a las familias de las víctimas de Burro Canaglia y, por favor, como indica el dicho anglosajón, don’t try to do this at home. Nunca.

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