THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Antes de Saúl

«Observaba desde el balcón, con una lata de cerveza, una falda de vuelo y un cigarro, la llegada del primer hijo»

Antes de Saúl

Mujer apoyada en la barandilla de un balcón | Unsplash

Antes de Saúl, había dejado de pasear. Perdido el sentido del verbo, pisaba la calle con el ánimo de la Santa Compaña. Descreída del amor, despojada de mi fe y enfadada con todo aquello que me recordara la vida en pareja, me empeñé en demostrarme que las lealtades eróticas eran falsas monedas con las que comprar compañía. Dando los primeros pasos en una actitud dominante que pusiera ley y orden a mi desconcierto, me estrenaba con descaro en la crítica voraz de todos aquellos que pasaran por delante de mis ojos. Me encaramaba al balcón sosteniendo miradas y derrochando un odio lascivo que confirmara mi herida , aún sangrante. 

Observaba desde el balcón, con una lata de cerveza, una falda de vuelo y un cigarro de alquitrán, la llegada del primer hijo. Miraba a las parejas arrastrar el carro con toda la atención y disposición sobre un minúsculo ser vivo de apenas unos meses de sangre caliente. Ellas se paran en cada escaparate, entran y salen de las tiendas sin mucho que decir; inquietas vagabundas del consumo sobre las que vuelco mi antipatía por todos y mi tedio existencial. Ahí llegan ahora, a los muebles restaurados de tinte moderno que conforman el paisaje divisable de mi balcón; un escaparate tan goloso que no escapa a ninguna de estas parejas disfrazadas de bohemia. Los tengo a todos delante de mí, listos para recibir los dardos envenenados que se escurren de mi coño lastimado. Ellas, señalan y gesticulan sobre las fruslerías de la vidriera; eligen una o tal otra cosa y hablan sin parar mientras ellos asienten y me miran de reojo. Este es mi paisaje, un pequeño bebé concebido como premio, como paso de etapa, tal y como si fuera una nueva pantalla de un juego de la Play. Yo miro a su padre desde la altura de un primero; le enseño las bragas abriendo con las manos el vuelo de la falda y siento como me las bajan de soslayo. Están gordos de cansancio y  blancos de desidia. Leo en sus caras el extremo agotamiento y la gran pregunta: «¿es esto tener un hijo?» . Les aterroriza pensarlo, lo veo; pero, ¿no hay detrás de toda expectativa un grado de desilusión? A un hijo no lo devuelves tras quince días de prueba; no tiene ticket de compra; tampoco un manual de instrucción.  Mi maternidad truncada se ríe de todos desde esta torre de cristal. No les quito ojo de encima; sé que ahora ellos se la cascan a escondidas y ellas se duchan con Christian Gray. Yo les mantengo la mirada desde mi castillo impenetrable; quizás una minierección encubierta y acariciada en un embustero picor de entrepierna le venga bien. Con ella aún no puedo jugar; tendrán que pasar unos meses, bastantes, para que siquiera note la lascivia en mis ojos. Hormonas, con hache de hastío. 

«Antes de Saúl,  me reconocía en la mirada de cualquiera y quería que los otros se perdieran en la mía propia – fueran quienes fueran-»

Desde ese fuerte de planta y media, les veía falsos, equivocados; les follaba la mirada que vertían sobre mí y justificaba con ello mi enorme decepción con el cabrón de Eros. Estaba amargada y me agarraba unas veces al salvavidas de la aversión por lo ajeno para quedarme a flote; otras, el flotador tenía forma de pene erecto.  El aire que lo hinchaba era mi tremenda capacidad de seducción, mi físico, mis ademanes, mi verbo, mis argumentos;  mi ganas de amar a quién fuera, como fuera, cuanto fuera, aunque fueran unos miserables minutos de visibilidad con desconocidos de una noche. La invisibilidad me mataba. Ya que no había ojos que me amaran al cruzar la puerta de casa, salí a buscarlos a la calle. Antes de Saúl,  me reconocía en la mirada de cualquiera y quería que los otros se perdieran en la mía propia – fueran quienes fueran- para demostrarles de una vez por todas que nada de eso que llaman amor existe; que una desconocida con malas intenciones es capaz de quebrantar las leyes de esa nueva familia que comenzaba a construirse. Les miraba desde mi torreón, soberbia, exhalando con las cejas levantadas una mirada de « andáis todos equivocados, pequeños imbéciles» . Mi corazón, sin remiendo ni remedio, pedía lubricación para amainar el cariño del roce que a veces mata. 

Antes de Saúl, me entregaba a manos ajenas con la facilidad de una gata sobrealimentada. Mucho antes de Saúl, me habría casado sin dudarlo.  Se pregunta mi coño roto si marido y mujer habrían terminado pajeándose a escondidas y borrando el historial de internet; si el cansancio habría convertido en cartón el brillo de sus miradas; si llegar a casa tarde desconvocaría alguna de las propuestas no deseadas. Se pregunta mi víscera furiosa y dentada si habría confundido rutina con desidia o si habría cocinado de amargura las dulzuras del camino conocido. Me pregunto si alguna vez marido y mujer habrían despertado la cuadrúpeda que a partir de Saúl, se parió. 

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