Melodía fluida de saxofón
«El saxofonista se aproximó con la cara arrugada, tomó la foto y sus ojos se le abrieron como platos»
Hurgué entre los recovecos de mi escritorio en busca de la fotografía. Estaba segura de haberla clavado con una chincheta torcida en la pared de mi dormitorio. Igual de segura como que no tenía ni la más mínima pista de su paradero cuando me puse a buscarla. ¿Por qué me empeñé en buscarla justo antes de salir? «Soy una desordenada, no tengo remedio» .
El timbre del portal sonó de nuevo. Parecía más insistente esta vez. «Amanda, ¿vienes o qué? Ya llegamos tarde, ¡como siempre!» Mentí y perseveré en la búsqueda como un sabueso: «eso fue en agosto del noventa y siete… ¿Quizás en el álbum?» , me dije con confianza plena en mi supuesta organización.
«¡Ecco!», exclamé, y recordé el anuncio televisivo que me enseñó esa palabra mientras cerraba la puerta con un doble giro de llave. Bajé la escalera a saltos con la foto en mano; llegaríamos tarde pero ahora con una doble diversión.
«El grupo ya había comenzado a tocar frente al lleno total que había dejado sin entradas a los más dudosos y rezagados»
Entramos de las últimas en una de esas pequeñas salas típicas de conciertos alternativos. El grupo ya había comenzado a tocar frente al lleno total que había dejado sin entradas a los más dudosos y rezagados. Agarré la mano de mi amiga y tiré de ella feroz; quedarse al fondo no era una opción. «Amanda, ¡pero qué bicho te ha picado! » , me gritó, pero sus quejas se perdían como un eco mientras la arrastraba entre codazos y sonrisas de disculpa. «Me vas a matar a codazos, tía» , resopló. «Anda, mira esto» , le dije mostrándole furtivamente la foto.
Seis años atrás, mi cara apareció en la portada de un periódico local capturada en pleno disfrute de uno de sus conciertos. Me había escapado con mentiras sobre «estudiares» y «dormires» en casa de amigas con la sed adolescente de una vida de aventuras. Mi imagen aparecía en primera fila, radiante de una felicidad juvenil que solo te dan las historias clandestinas. Me castigaron , sí y di un portazo dramático sobre mi maldita suerte. En ese mismo concierto, un amigo fotógrafo me coló tras bambalinas. Él trabajó un rato con los músicos mientras yo , en silencio, observaba desde una esquina acariciando los últimos meses que me llevarían a mi mayoría de edad. Unos días después , tras la condenada anécdota del periódico, ese amigo me regaló varias fotos de aquel momento que me hicieron sentir de lo más cool. En una de esas fotos, el saxofonista aparecía tocando sobre un fondo de paredes cochambrosas; ese aire grunge me resultó ideal para decorar, durante años, mi dormitorio.
No era el momento para narrar esta historia a mi compañía perpleja; su expresión preguntaba, «pero tía, ¿por qué tienes una foto del saxofonista de (nombre censurado)?» . El timbre con el que formuló la pregunta era muy agudo y sus pupilas me miraban como los puntos de una interrogación.
Jugar siempre ha sido una de mis pasiones. Siempre y mucho. Sin embargo, esa noche mi pretensión de conquista era nula, absolutamente ninguna, aunque el gesto pudiera sugerir lo contrario. Tras uno de sus grandes temas, entre los aplausos de los asistentes y aprovechando el silencio generado por el cambio de instrumentos, saqué la foto y la agité con fuerza como un pañuelo blanco en la despedida de un barco de los que hacían las américas. Grité un ¡eh, tú! tan fuerte que lo dejó desconcertado. El saxofonista se aproximó con la cara arrugada, tomó la foto y sus ojos se le abrieron como platos. La volteó y leyó la dedicatoria: una simple referencia a la fecha y el lugar acompañada de un «que te trate bien la vida» sin firma. Me hizo un gesto de sorpresa y gratitud con señas que indicaban que me esperara allí al finalizar el concierto.
Así hicimos. Esperamos. Nos saludaron. Nos llevaron a la sala de los músicos y compartimos bebidas, risas y cigarros hasta altas horas de la noche. El saxofonista de la foto me relató con un acento extranjero encantador las vicisitudes de las giras, los largos viajes y la falta de hogar. Resumí su relato en un «vamos que extrañas tomarte un Cola Cao calentito mientras ves la televisión, ¿no?» . Le brotó una carcajada y horas más tarde, entramos juntos en mi casa con esa intención.
«Juramos y volvimos a jurar que solo sería una taza de chocolate caliente para brindarle unas horas de confort hogareño»
Juramos y volvimos a jurar que solo sería una taza de chocolate caliente para brindarle unas horas de confort hogareño a este músico errante. Seguíamos jurándonoslo cuando bajo la excusa de que la leche se había calentado demasiado, nos besamos. En efecto, se había calentado demasiado, como nosotros.
Los besos eran suaves y tan carnosos eran sus labios como su vientre. Fue la primera vez que me abracé a una barriga tan rotunda y me sorprendió lo mucho que me gustaba. Nos besamos y reímos, alternando sorbos de un colacao inagotable. Desnudos en mi cama universitaria, nos lamimos, frotamos y follamos con sencilla naturalidad. Me excitó la forma peculiar de llamar a sus testículos. «Chúpame las bolas», me dijo una y otras veces más, como si oírse a sí mismo le regalara puntos a su erección. También encendió la mía.
Fuimos a la ducha vestidos de fluidos orgánicos. Regamos con agua los rastros de flujo, sudor y semen que hidrataban nuestros rostros, torsos y espaldas. Yo entré en la ducha con la intención de ajustar la temperatura , toquetearnos con el jabón y enjuagarnos con buen caudal. Pero él no, él tenía otros planes. Nos metimos en la bañera, corrimos las cortinas y se aferró a mí con firmeza. Volvimos a besarnos suciamente; sus manos se grabaron en mi cintura y los labios recorrieron mi cuello mientras pronunciaba con su acento extranjero «¿Alguna vez te han meado encima,Amanda?» . Creí no haberle oído. «¿Qué?» , pronuncié, a lo que él contestó «¿Te gustaría probar, quieres que te moje un poco y veas? Mira, lo dejo salir lentamente y tú vas acercando los pies»
Se desprendió del abrazo y dio un paso hacia atrás sosteniendo su polla medio erecta. Comenzó a mear desde la distancia; trazó un arco que se elevaba para luego caer y estallar contra la superficie de la bañera.
Con timidez, acerqué uno de mis pies y sentí el cálido impacto del líquido que caía debido a la gravedad. El saxofonista la elevó un poco más para apuntar ahora a mi tobillo. Lentamente subió hacia mis pantorrillas y muslos. Me giré y sugerí con un gesto claro que continuara vertiéndose sobre mi culo. No tardó en responder mi propuesta y tensó aún más sus músculos para disparar un chorro vigoroso que se desplazó de un lado a otro entre mis nalgas. La fuerza del impacto disminuía y entonces posó sus manos en mi cadera. Me giró y empezó a besarme apasionadamente. Las últimas gotas de su meada forastera cayeron sobre mi entrepierna, como la última melodía que aquel saxofonista tocaría para mí.
¿Si se pusiera él a buscar hoy esa foto, la encontraría?