El mar, causa y efecto
«Había dejado la ropa amontonada en la orilla y ahora la arena la cubría»
Me cogí de la solapa con desprecio: «Te vas de vacaciones sola de una puta vez, que lo estás deseando», me dije en voz alta arrastrando mucho las eses. Me daba miedo decepcionar a unos y a otros porque dicen que lo quiero probar todo y que así no se puede vivir la vida. «Qué le hago, si deseo con una pulsión voraz», me dije esta vez entre dientes y achuchándome las tetas hacia arriba para intentar que el espejo captara la imagen de una más tetona que yo. Ya me había rebelado contra esta gula perpetua que me molestaba como una mosca que no para de rondarte la sien. Entristecí.
No es fácil caminar hambrienta. Puedes llegar a tragar kilos de fango y arena en cada bocado. Puedes ahogarte con un hueso atravesado en la soledad de tu camino. Puedes cronificar la insatisfacción que alimenta esa gula perpetua y vivir en el eterno retorno de la glotona famélica insaciable. Puede que te acostumbres a lustrar tu armadura con una cera líquida, sin mucho fundamento, sin mucha historia que te ayude a buscar nuevas voces una y otra vez. Sea como fuere, lo elijo, me gusta ser así. Aunque en el fondo… En lo hondo…
A lo hondo me fui para tomar perspectiva de la playa. Cuanto más nadaba mar adentro, más fría chocaba el agua contra mí; me alertaba así de su poder. El mar avisa con un frío «te lo dije» para evitar el beso robado de un socorrista. A cada brazada, un susurro helado me lamía las axilas, las costillas, las caderas; como si con un puñal de hielo te hicieran cosquillas por pasar el rato. Volví rápido a la orilla y me quedé brincando con el agua en la cintura antes de que una ola enorme me escupiera fuera. Saltaba como un delfín. Mi pecho descubierto entraba y salía del agua como un mamífero acrobático; repartía gotas aquí y allá, proyectándolas desde mis pezones, la punta de mis dedos, mi pelo. Jugaba sola. Tras las volteretas, escudriñe el andar de los cangrejos ermitaños, cogí piedras lisas y las tiré celebrando cada uno de los saltos que llegaron a dar. Juego conmigo; nunca he dejado de hacerlo.
Dos chicos me miraban desde la arena. Cada uno por su lado. Brincar como una ballena chalada puede atraer la mirada aburrida del que hace la digestión bajo treinta y cinco grados. Uno de ellos, vaciaba los cubos de arena mojada que un párvulo le traía feliz sin parar, como un día sin noche. El otro, de pie y con los brazos cruzados pareciera querer lanzarme un frisbee con los ojos.
Había dejado la ropa amontonada en la orilla y ahora la arena la cubría. Levante fuerte. Me dirigía a otro pueblo costero cuando el destello resplandeciente de la arena de Zahara me había girado el manillar a la derecha. Entre polvo y baches, atravesé, como tantos otros, el camino militar que prohibía el acceso a esta playa. Aparqué la moto y fumé antes de tirarme de cabeza al agua esparciendo toda mi ropa como si un insecto se me hubiera colado por el pantalón, la chaqueta motera, la camiseta, el sujetador.
En esta playa brava e inmensa, mi despelote no sopesado no había infringido ninguna norma social, aunque sí había despertado algunas miradas. Decidí aprovecharlas, siempre me ha gustado provocar a todo aquello que me resultara susceptible de ser atraído. Con los pezones heridos de frío, salí sacudiéndome el agua del pelo; como una Halle Berry decolorada por un mal detergente de anuncio noventero. «Hoy puedo ser quien me apetezca», pensé. «La ex mujer de un mafioso que huye; la geóloga que estudia las singularidades rocosas de la zona; la ejecutiva infartada que busca un cambio radical; la tímida maestra de infantil que se desmelena fuera del servicio»
El chico no se cortó en mirar cada paso que me secaba y yo sonreí cabizbaja pensando cuál de esta sarta de tonterías podría poner en juego. Me vestí despacio contando con la caricia de sus ojos en cada instante. Por cada prenda, una mirada de soslayo y media sonrisa contenida. «Una espía; una periodista; una criminóloga, una perfumista». Me crucé el bolso; zapatos en una mano y casco en la otra. Al iniciar mis pasos no pude contonear las caderas como quise hacia la tierra firme; la arena seca te engulle hasta los tobillos pero, aun así, me mantuve lo más deseable posible porque el capricho feroz de poseer la mirada de un extraño al que jamás tocaría me había envenenado.
Me calcé lo suficientemente cerca como para que pudiera observarme y tan lejos como para que no pudiera alcanzarme cuando le lanzara un exagerado adiós ondeante, un puñado de besos a lo Marilyn y un último vistazo a mi pecho izquierdo, ese que jamás llegaría a tocar. Vi cómo me sonreía ; o quizás fuera una mueca de ceguera por el sol. Da igual. Salí corriendo con las llaves en la mano preparada para montarme en la moto y no mirar hacia atrás. Arranqué y corrí por la pista, levantando todo el polvo que no íbamos a echar.
«Engreída calientapollas» . Eso es lo que me apetecía ser por el resto de la tarde, una engreída calientapollas sin historia ni titulación.