THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Próxima estación…  (parte I) 

«Cada vez que un par de ojos la observa, le dan ganas de probar hasta dónde puede llevar el juego de la seducción»

Próxima estación…  (parte I) 

Mujer mirando intensamente en una estación de tren. | Freepik

En la estación, el aire acondicionado enfriaba el ambiente como para cambiar el trago de un refresco helado por un té.  No es que Amanda hubiera llegado con el tiempo suficiente para hacerlo. ¡No! ¡Como si no supiéramos ya de la marca que la distingue entre su grupo de amigos!  Su particular forma de tardar era la firma de cada encuentro marcada por la silla vacía en una cena grupal o por el asiento del cine guardado con una chaqueta o… Al llegar, solía hacerlo con una mezcla tejida de disculpa y despreocupación, el pelo revuelto por haber corrido y alguna prenda mal ajustada; lo aderezaba con algún pequeño drama sobre situaciones inesperadas que sus amigas le reprochaban con cariño. Para Amanda, los segundos medían una eternidad y los kilómetros pocos centímetros; no tardaba por desidia, sino porque el pulso de sus venas le marcaba un tiempo propio, algo que los autobuses, aviones o trenes no sabían valorar. El manifiesto sobre su tardiopatía crónica, como solía llamarla, le elevaba la voz cuando se acababa el vino y sus palabras alteradas defendían el hecho como una característica intrínseca frente a una elección voluntaria, que poco le valía más que para que la devolvieran al asiento con falsos gestos de aprobación sobre lo que decía y que la quisieran un poquito más como el que siente ternura por un ser desvalido. 

Por todo esto, no es que Amanda hubiera llegado con el tiempo suficiente para siquiera plantearse las ganas de una caña helada o un té. Su destino le partía el viaje en dos y el trasbordo de un tren al otro le ofrecía un intervalo de dos horas que parecía haber sido envuelto en papel de seda y adornado con un lazo dorado. Animada por esta sensación inusual, Amanda paseaba por los pasillos observando el espectáculo de la vida en movimiento. Sin el peso de la urgencia, la espera entre un tren y otro era una aventura en sí misma.  El eco del hall rebosante de comercios entre las galerías laberínticas simulaba la alegría de una fiesta compartida; todo le parecía un juego, uno al que le apetecía jugar. 

Despertó la mirada de algunos pasajeros, que como ella, buscaban entretener el tiempo. Algunos apartaron por unos segundos la lectura de su libro para verla pasar. Otros desviaron la mirada del panel de salidas para cruzarla con la de ella, que vagaba con un andar despreocupado, con una fluidez casi danzante. El pantalón se le termina a una decena de centímetros bajo la curva que da resultado y fin a su culo poderoso. El borde de cada pernera le aprieta la carne de los muslos de una manera exagerada a cada paso, tensando la tela como si estuviera a punto de ceder. Una telaraña atrapa-miradas que le apartó de un plumazo el complejo sobre los kilos de más con el que había salido de casa. 

Creía haber el elegido la ropa por comodidad, como bien le habría soltado a cualquiera que le preguntara pidiéndole responsabilidad sobre la expectación que generaba la sinuosidad de su cuerpo. Como mujer, poco espacio le queda para jugar entre los juicios de unas cuantas que se empeñan en decir que saben de ella más que sí misma y otros, a los que su tozudez les ciega la comprensión de los juegos sin tocar. Hasta que los ojos de los que se cruzaban en su camino no le devolvieron la percepción de su atractivo, habría dicho que se vistió esa mañana guiada por la comodidad. Que tampoco era mentira, no, pero a Amanda siempre le había gustado destacar su presencia y un viaje de muchas horas, que la arrojaría agotada en su destino,  no le iba a quitar el gusto de crear con pinceladas de colores,  cortes y tejidos el lienzo de su imagen. Cada vez que un par de ojos la fija con admiración, salta sobre las olas de la confianza que transforman su actitud; sus movimientos se vuelven más seductores, más calculados, como si estuviera en un escenario para deleitar a su público invisible. Se sonríe para sí. El gusto de sentirse guapa era para Amanda una de las mejores medicinas. No se ajusta para nada a una belleza perseguida, clásica, convencional. Su atractivo es más sutil y los rasgos de su cara podrían ser leídos como de una fealdad atrayente; un encanto que se irradia por su forma de sonreír, de moverse, de mirar. 

Cada vez que un par de ojos reparan en su presencia como mujer, aunque fuera por un momento, mejoraban su estado de ánimo y alimentaba esa tontería que le hacía contonearse y juguetear. Cada vez que un par de ojos la observa, le dan ganas de probar hasta dónde puede llevar el juego de seducción; le dan ganas de revolotear como una mariposa en medio de un jardín disfrutando del magnetismo que tensa la distancia entre hombres y mujeres por serlo. Es así como llegó al taburete que la situó justo al lado del de Saúl.  

«Un té, por favor. ». El camarero corrió raudo a atenderla entre el puñado de comandas que se le amontonaban en el mostrador.  «Sí que te atendieron rápido», le dijo entre risas el desconocido Saúl. «Ahora, cuando vuelva, pídele un café para mí, por favor». 

Continuará. 

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