Historia de una espalda: Saúl
«Desde atrás, Saúl parecía fuerte e imparable, ajeno al mundo que lo observa mientras corre»
Las gotas de sudor le resbalaban por la espalda como ríos de lava. El sol de mediodía le acentuaba cada músculo en movimiento y éstos se ofrecían como meandros en los que su magma ardiente encuentran un camino por el que seguir su curso. Con cada zancada, aquellos riachuelos luminosos parecen tener vida propia en su descender por la piel morena, como si en cualquier momento fueran a desbordarse. Desde atrás, Saúl parecía fuerte e imparable, ajeno al mundo que lo observa mientras corre.
Mis ojos quedaron atrapados en el ritmo de su carrera, hipnotizados por la imagen de poder que emanaba desde su espalda y que parecía querer arrastrarme a él. Me pregunto quién es, de quién corre, hacia dónde y para qué, como si la propia formulación de las preguntas pudieran sacar de contexto lo aburrido que me resulta salir despavorido sin propósito. Necesitaba encontrar uno para él, así mi interés podría ser sostenido más rato. Por eso, elegí la posibilidad de que al correr – aunque en ese paseo marítimo altamente concurrido a esas horas – pudiera andar escapando de algo, como mínimo, de sí mismo. Es lo que siempre me ha parecido entrever en la entrega apasionada al ejercicio alto y frecuente: un rato de silencio del sí mismo; una concesión al cuerpo que acéfalo pueda organizarse en torno a repeticiones que silencien el bullicio interno; en torno a un ritmo que envuelva la carne en una danza entre series e intervalos; en torno a un dolor que desde la incomodidad amplifique la percepción de la existencia.
Yo quiero que me vea. Quiero que me perciba con unos sentidos que le engalanan o afean su lado contrario; cómo si no podría hacerme presente para él; cómo si no puede una existencia percibirse acontecida. Yo quiero que me vea el hombre sin rostro para poder seguir ensimismada en todo lo que no es y se me antoja que sea. Para poder seguir queriendo saltarle desde atrás y sostenerme sobre él clavándole mis uñas como una gata salvaje. Desde ahí, lamería el agua salada que le empapa el cuello y me sentiría resbalar cascada abajo hasta caer al suelo, rendida por el esfuerzo. Él no se cansa de correr ni sucumbe a mis asaltos que volverían a repetirse una y otra vez. Caería sobre sus hombros lanzándome desde una palmera. Por unos segundos le cabalgaría a lo John Wayne hasta que me apartara de un manotazo como a una mosca cojonera. También podría tirarme al suelo a lo lago y ancho de su camino, como una sirena varada, para que tropezara conmigo y hacerle caer. Para que en la caída sus ojos me vieran y desde ellos hallarme de algún modo en la vida de él. Yo los tendría cerrados, no me interesa su rostro más que para clasificarle en el mundo como humano, esos que desean y que eligen y por ello poder ser elegida con deseo ardiente por él. O no. Tampoco le necesito detrás, soy yo la que quiero perseguirle a lametazos, arañazos, zancadillas y mordiscos. Soy yo la que quiere someterle desde que me brilló en el aburrimiento matutino su carne sudada.
Si parara podría acariciarle la espalda como la cabeza de un animal doliente. «Buen chico, buen chico», podría repetirle para doblegar su fe en el trayecto y se confiará a mis manos con un ánimo renovado. A su vez, si frenara súbitamente no sería aquel que corre enfocado en unos pasos que le aíslan de lo externo y su respiración dejaría de elevarle y separarle los omóplatos; acabaría con la expansión y contracción de los músculos de su costado; se detendría el despliegue de la vela que me resulta su movimiento a contracorriente, mecido en un vaivén de lado a lado sobre el que me dejaría llevar a la merced de las olas. Si parara se perdería el propósito y, por lo tanto, el hombre.