THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

El baile de sus erecciones

Entonces lo veo claro, el pene de Saúl es un preso, un condenado, un ser que requiere asistencia, cuidados y afectos

El baile de sus erecciones

Pareja durmiendo abrazados en una cama. | Freepick

Estoy de rodillas ante Saúl. Me ha pedido que me quede aquí para que pueda observar cómo le pende el pene flácido entre las piernas. Tiene los testículos pequeños, pero en un saco grande que los descuelga lo suficiente para no salir ardiendo como dos bolas de fuego voladoras. Saúl siempre está caliente. Abrazarle es como acurrucarse sobre una manta de Grazalema. Emite tanto calor que me calienta las manos en un segundo cuando el frío me congela las falanges de los dedos una a una; abre sus brazos y me anima a meterlas debajo de sus axilas mientras me besa la nariz y exclama que estoy completamente muerta. Tan muerta como cuando inhibo mis movimientos y me dejo penetrar por él justo cuando acabamos de apagar la luz y nos damos las buenas noches. Me abraza y entrecruzamos nuestras piernas. El rabo se le endurece en el contacto con mis muslos y con la mano dirige la punta de su glande hacia mi vagina seca. Insiste en su embestida y a mí me encanta que lo haga. A veces el roce duele y le gruño como una yegua malhumorada, a la vez que pronuncio mi pelvis hacia él, mostrándome más dispuesta. Saúl no se asusta de mis contradicciones. Las aprovecha. Me excita que las aproveche. Es con él con quien el respeto me sobra y un buen agarre de cadera después de uno de mis bufidos puede hacerme mojar. Con él. 

Estoy de rodillas ante Saúl. Me ha pedido que me quede aquí mientras se bajaba los pantalones por los tobillos y se sentaba en el sofá. Ayer le reproché su dureza y hoy me ha traído de las orejas a este escenario. Me da vergüenza verle ahí con los pantalones en los tobillos y el montículo de carne hacinada, coronando el vértice del triángulo que forman la distancia entre sus pies y lo pronunciado de su pelvis. Me excita su falta de pudor. Uso este vacío como un salto con pértiga hacia la ausencia del mío. Desde su carencia florece mi desvergüenza. Su atrevimiento me asfalta el camino y es desde la suya que mi impudicia nace para sumar dos. Solo así podemos amarnos como nos amamos.  Ayer le reproché su falta de blandura y hoy quiere que le observe el pene flojo, en su textura más inerte, como si fuera un televisor.  Tan muerta como cuando la noche se le alarga y el despertador amenaza con molestarle pocas horas después y un ronquido intermitente le hace vibrar la úvula mientras yo me deleito con las últimas hojas de una novela. Le empujo para girarle y acallar su bramido. Le encajo el culo en mi vientre y lanzo mis manos a su entrepierna. Rebusco hasta encontrar su polla blanda, floja, indiferente. La presiono como un bloque de plastilina, como una esponja bajo la ducha, como la ubre de una vaca sin leche. Mi coño balbucea incoherencias mientras se llena de tantas babas que le impiden articular palabra con claridad. Le pego mi pelvis al culo y él responde en sueños devolviéndome la estacada con sus nalgas hacia atrás. Es un movimiento de columpio, limpio, inocente que me suelta una sonrisa y más ganas de curiosear. Le amaso la piel y la moldeo como una barra de pan. Le aprieto la base de su falo maleable e inconsistente, le subo el prepucio estirándolo como un chicle para intentar bajarlo después, con la dificultad que la debilidad cadavérica de su cuerpo cavernoso me ofrece. Me encanta.  Es tan pequeña y tiene tanta anemia que me saltan todas las alarmas de los cuidados de emergencia; un paciente empeño por reanimar a este marchito y agotado fiambre corona mis ganas. Saúl a veces me gruñe malhumorado mientras separa las piernas para facilitarme el paso. Yo no me asusto de sus contradicciones. Las aprovecho. Con él el respeto me sobra y un buen meneo de polla después de uno de sus bufidos puede hacerle eyacular sin casi eyectar. 

Ayer le reproché su extrema viveza cuando merodeo cerca. «Quiero jugar con mi juguete, Saúl» – le dije. «Quiero jugar con mi polla muerta delante de tus ojos despiertos». Se ha sentado en el sofá y se ha bajado los pantalones como el que cae sobre la taza del váter. Simple, tosco, directo, como si quisiera darme una lección.   Me invita a observar la fisiología de su erección, de la que, después de tanto tiempo, dice que parece que no tengo ni idea.  Su pene está como yo quiero, pequeño, vacío, dormido. Me invita a acercarme hasta tocarle los pies con mis rodillas; un leve movimiento le hace saltar la punta hasta colocarla hacia el otro lado. Me pide que pose la cabeza sobre los muslos; el falo se le eleva un poco y expande como un par de pulmones respiran henchidos, con intermitencia. Me pide que diga su nombre. «Saúl», le digo; la danza vital del flujo sanguíneo le nutre la carne sonrojándosele el glande y elevándole el torso que me apunta al rostro desafiante. Creo ver que me mira con su ojo de cíclope y creo oír que me habla con su boca de pez: «mis erecciones, Amanda, no son tu juego, son mi condena».  Entonces lo veo claro, el pene de Saúl es un preso, un condenado, un ser que requiere asistencia, cuidados y afectos. Entonces me asaltan todas las alarmas de los cuidados de emergencia; un impaciente deseo por animar a este florido y firme cautivo corona mis ganas.  Entonces mi coño balbucea incoherencias mientras se llena de tantas babas que le impiden articular palabra con claridad. Le acerco mis labios, tengo hambre, me aprovecho. Me agarra del pelo, tiene leche para darme, se aprovecha. Es domingo por la tarde y una sensación de vacío suele pesar sobre el aire, pero no hoy; hoy no. 

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