Cenamos a las nueve
Amanda el centro de gravedad donde orbitan hasta desaparecer los rostros pasajeros y las historias a medio contar
Saúl le echa al taxi doce horas diarias en el turno de día. Es hablador, pero de pocas palabras, de esos que lanzan frases cortas y directas sin pretensiones. Su charla esconde una cultura mermada que apenas se esboza en comentarios sueltos que revelan más de lo que él mismo imagina. Hoy es domingo y toca salir a las matrículas impar, la suya. A primera hora, las calles están más tranquilas y se acomoda en el taxi como cada día, a esperar. Cada cliente es una oportunidad de alivio breve entre las esperas aunque no siempre. A veces, el alivio funciona al revés, cuando el pasajero baja, y tiene que refrescar la confianza en el ser humano con el humo de un par de cigarros para que no consigan enturbiarle la jornada. Imbéciles hay en todos lados, se dice, y no siempre me tocan a mí. Saúl es un hombre de fe. A veces, mientras espera en una esquina desierta, observa a aquellos que hacen la vida a pie. La vida es movimiento, le dijo a un compañero en una charla llena de silencios; éste asintió firmemente mientras contestaba un par de mensajes en su nuevo smartphone. Saúl era más de pensar para adentro.
Cada día llega a casa a las ocho y a las nueve cena junto a su mujer.
Amanda dejó de trabajar hace un par de años, cuando sus huesos comenzaron a dolerle más de la cuenta. Le parecía como si el cuerpo se le hubiera convertido en un campo de batalla entre el cansancio y la resistencia. Con el tiempo cada movimiento requería de una fuerza mayor y cada articulación simulaba una máquina sin engrasar. En los peores momentos, la fatiga no la deja levantarse como si una sombra perdiera su inconsistencia y volcara todo el peso sobre su ser. Sin el bullicio del trabajo ni las rutinas de antes, los días transcurren en casa entre largas pausas y pequeñas tareas que le ayudan a superar sus límites. Los hijos se hicieron mayores y salieron volando por la ventana al olor de sus propias vidas. Saúl pasa muchas horas en el taxi pero cada noche encuentran su momento cuando se sientan juntos a cenar.
Para Saúl, los días están llenos de rostros fugaces, palabras a medias y silencios densos. El ir y venir de los viajeros transforma la realidad a cada instante; se encuentran y despiden, se ríen, murmuran, se besan, se enfadan, hablan por teléfono o escriben en el ordenador, le cuentan sus anhelos y tristezas o le discuten fehacientemente la noticia que acaba de vomitar el transistor. Saúl, desde su propia existencia en un compás diferente, les asiente, charla o sonríe mientras los contempla como si fueran fichas de múltiples colores sobre un tablero de ajedrez. El movimiento es más que desplazarse, se dice, es un cambio de perspectiva. Desde el interior del taxi aprecia, como fotogramas que se suceden, la vida de los demás. Desde su propio interior Amanda le resulta el refugio en el que apartarse del mundo; aquel lugar en el que las imágenes del día cobran sentido al narrarlas y donde el ruido de fondo de las historias de otros desaparecen. Amanda es el interludio entre secuencias, desde donde su largas jornadas cobran sentido. Él le cuenta al llegar a casa, mientras cuelga la chaqueta y enciende el televisor. Ella le escucha cautiva como quien ve un documental sobre los entresijos de los humanos proyectado a cámara lenta. Sin ella, todos esos fragmentos de vidas observadas no tienen razón de ser, se dice. Amanda es la constante en un día repleto de variables, el centro de gravedad donde orbitan hasta desaparecer los rostros pasajeros y las historias a medio contar. En Amanda el movimiento se hace de quietud, se llena de hogar.