THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Reverso en sombras

«Con la fugacidad hecha arte y el desapego como norma, Amanda se sintió menos dueña de su pensamiento»

Reverso en sombras

Una mujer mirándose frente al espejo. | Pixabay

Saúl se miró en el espejo. Amanda también. En sus apartamentos cuidadosamente diseñados, con aromas meticulosamente escogidos y cuerpos intachables, ambos, cada uno en un lado de la ciudad, enfrentaban su reflejo la misma noche que cumplían la misma edad. No encontraron ninguna grieta descontrolada en la fachada pulida de su piel. Sus frentes seguían lisas sin las ondulaciones del tiempo, como el mar en una tarde de poniente. Sus labios tersos eran tan mordibles como una fruta en el punto exacto de maduración. Sus cuellos no temblaban como las hojas de un árbol caduco y el cuerpo les sostenía bien erguidos y tonificados por cada uno de los kilos que levantaban en el gym. Sin embargo, el bótox no tiene efecto en la mirada y el brillo solo se sostiene a través de inyecciones de ilusión en el tiempo.

Saúl rechazó la invitación de su hermana a cenar, habló brevemente con su madre y dejó en visto las notificaciones de felicitaciones de las redes sociales que frecuentaba. Amanda archivó mensajes sin leer, silenció a quienes la querían bien y llenó su agenda con una ausencia premeditada. Los cumpleaños son ruidosos y todo lo que tendrían que leer u oír iría cargado de una latosa insistencia sobre el paso de los años, los amores que no se quedaron, los hijos que no llegaron, las historias de cuando niños contadas una y otra vez; las mismas risas sobre lo efímero del tiempo y la cantidad de arroces que se pasaron al cocer. De nuevo, otra historia de cuando niñas, contada una y otra vez. 

Amanda y Saúl aliviaron el cariño y la exigencia ajena apostando por lo que mejor sabían hacer. No había nada tan delicioso como poder salir y ocultarse detrás de una máscara perfecta, sin la deuda de devolver afecto ni la obligación de mantener sonrisas que no sentían. El teatro es un buen lugar para esconderse, para ser otro sin ser descubierto, para vivir un papel sin tener que rendir cuentas a quien espera algo real de ti.  Saúl y Amanda lo sabían bien y, cada uno desde el lado opuesto de la ciudad, salieron a cazar el silencio de una cita desconocida que les acogería sin pedirles nada.  En el anonimato, el cumpleaños es solo una fecha más que no haría ni el menor ruido, al menos, hasta justo antes del amanecer. 

Tras pasar la noche juntos, la perfección de sus apartamentos ordenados se quebró. Algo no estaba en su sitio. Saúl se preguntó por qué había escarbado en la basura para recoger la nota que Amanda le había dejado. Mientras tanto, ella, frente al espejo, se pasaba la mano por el cuello, la clavícula y el vientre regodeándose en un nuevo recuerdo dulce sobre los dedos de Saúl: cómo, torpes y sobre su espalda, anunciaron que se rendían al sueño. 

Con la fugacidad hecha arte y el desapego como norma, Amanda se sintió menos dueña de su pensamiento. Recordó la nariz de ella el aroma de Saúl y se la frotó fuerte con la yema de los dedos como si pudiera borrarlo, como si esa noche no hubiera sido distinta. Saúl abrió el libro convencido de que quería leer aunque pasó las hojas con una lentitud calculada para que al tropezarse con la nota de Amanda, su letra pudiera clavársele en la garganta como el sabor de su vulva que se negaba a dejar ir. 

Con el diámetro de la ciudad como distancia que les separa, se pasaron la lengua por los labios y encontraron el rastro del otro. Profesionales evitadores de la profundidad; bomberos del calor del hogar; cirujanos de la superficie; arquitectos de fachadas y jardineros sin raíz, Saúl y Amanda habían aprendido a probar los sabores sin sentarse en la mesa. Saúl cerró el libro donde guardaba la nota y se observó en el espejo con una extraña sensación de desnudez. Amanda exhaló con fuerza, como si pudiera soltar en ese aliento la pregunta que no quería formularse.

Quizás la verdadera soledad no era la ausencia de compañía, sino la incapacidad de ser visto más allá del cuerpo. Quizás, esta vez, el amanecer había llegado demasiado rápido para los dos. Ante el espejo y con sus voces en sincronía sonaron un par de « ¿Aún estoy a tiempo? », uno a cada lado de la ciudad. 

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