Qué es la ley del hielo y por qué castigar con el silencio por respuesta en la crianza es un error
Repetir este comportamiento durante la infancia puede devenir en niños con problemas de comunicación

Un niño sentado en el alféizar de una ventana. | ©Freepik.
Imagínate esta escena. Tu hijo ha hecho algo que no apruebas: ha gritado, ha roto un juguete, ha faltado al respeto. Tú, cansado y desbordado, en lugar de hablar, optas por el silencio. Él te sigue, intenta hablar contigo, pregunta qué ha hecho mal, pero tú te mantienes distante. Le dices un escueto «tú sabrás» o directamente no le respondes. El niño, confundido, empieza a buscar en su cabeza explicaciones que nunca llegan, atrapado en una culpa que ni siquiera comprende del todo.
Lo que quizás no sabes es que esa estrategia de ignorarle tiene nombre: se llama ley del hielo. No es un término jurídico, sino una forma de describir una reacción emocional en la que se retira el afecto, la palabra y el contacto, como forma de castigo. Y aunque en un primer momento parezca una manera de marcar límites sin recurrir a gritos ni amenazas, lo cierto es que es mucho más dañina de lo que parece.
Este tipo de respuesta puede dejar una huella emocional profunda en los menores, especialmente si se convierte en un patrón habitual. De hecho, la psicopedagoga y profesora colaboradora de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Sylvie Pérez advierte que esta reacción «genera en los menores sentimientos de culpa, rechazo e incomprensión.»
Los niños no son adultos en pequeño. No tienen las mismas herramientas para entender el mundo, ni para interpretar el silencio. Por eso, cuando les niegas una explicación o simplemente te limitas a dar la callada por respuesta, lo que entienden no es que su conducta fue incorrecta, sino que ellos, como personas, no merecen tu atención.
Con el tiempo, este tipo de vivencias pueden moldear su forma de relacionarse, tanto con los demás como consigo mismos, arrastrando inseguridades y bloqueos que podrían evitarse con un enfoque más respetuoso y comunicativo. No en vano, no se trata de un comportamiento exclusivo en la crianza. Puede que se encuentren pistas en las relaciones de pareja, como ya advertimos en THE OBJECTIVE, con comportamientos como el ghosting.
Qué es la ley del hielo y cuáles son sus riesgos
La ley del hielo no es una norma escrita ni una fórmula educativa reconocida. Es, más bien, una forma de actuación que se da cuando los adultos, molestos por una actitud del niño, eligen guardar silencio en lugar de explicar o dialogar. Es esa escena en la que uno de los progenitores decide cortar toda comunicación y evita mirar o hablar a su hijo como una forma de mostrar su disgusto. Lo hacen esperando que, a través de ese vacío, el menor entienda que ha hecho algo mal.
Pero lo que realmente ocurre es que ese silencio se convierte en un castigo que el niño no sabe cómo interpretar. En este sentido, la psicopedagoga de la UOC insiste en los efectos de esa callada manera de castigar: «Es una manera de manipular, una negación del afecto que genera dolor y que no permite al niño ni disculparse. Lo único que genera es rechazo».
Además, no solo eso. La no verbalización y el no poner cara a lo que está pasando puede aumentar la frustración de los progenitores. Esa forma de no aclarar que hay, como se suele decir, un elefante en la habitación, puede ser una semilla que pervierta más la situación. Eso no quita que los padres tengan derecho a enfadarse. Educar no es sencillo, y hay momentos en los que los hijos pueden poner a prueba la paciencia de cualquiera.
Los niños no son adultos en miniatura: cómo la ley del hielo puede pasar factura
Pero ser adulto también implica una responsabilidad emocional que los niños todavía no tienen. La frustración o el enfado son válidos, pero si no se expresan con palabras claras, el mensaje que se transmite puede ser destructivo. El menor no solo se enfrenta al conflicto original, sino también al peso de no saber cómo resolverlo o de no sentirse digno de una explicación. Insiste Sylvie Pérez, de la UOC, en este sentido que «es una manera de castigar sin permitir al niño ni disculparse ni comprender. Lo que recibe es rechazo, puro y duro».
Ignorar a un niño como forma de corrección se parece demasiado a ciertas dinámicas de maltrato emocional. Aunque no haya gritos ni castigos físicos, se le niega al menor algo esencial: el afecto y la validación. Los niños en estas situaciones suelen hacer múltiples conjeturas para entender qué ha pasado, y todas les generan angustia. Se sienten culpables, creen que son ellos el problema, y no su conducta concreta. Así, su autoestima puede deteriorarse, volviéndose más inseguros, con dificultades para expresar lo que sienten o necesitan, y con una percepción distorsionada del bien y del mal. En lugar de aprender de sus errores, crecen temiendo equivocarse.
Cómo evitar esta medida

Afrontar un conflicto con un hijo no significa ignorarlo ni tampoco lanzar un discurso interminable. Lo primero que puedes hacer es poner palabras al enfado. Decir algo como «estoy muy enfadado y necesito un momento para calmarme» permite al niño entender que no es él el problema, sino una conducta concreta. No se siente rechazado, sino que ve que también los adultos gestionan sus emociones. Este simple gesto de verbalización ya cambia la forma en que el niño interpreta la situación.
Otro punto importante es evitar explicar todo en caliente. Cuando la tensión está activa, conviene reducir los discursos y centrarse en establecer el límite. En lugar de largas charlas que el niño apenas escucha por el nivel de activación emocional, es más útil un mensaje corto y firme: «No se grita», «Eso no se hace porque hace daño», «Ahora no es el momento, hablaremos luego». De esta forma se marca una línea clara, sin que se desate una espiral de reproches ni un silencio cargado de reproche.
Además, si como adulto te sientes sobrepasado, no pasa nada por pedir ayuda. Si hay otro adulto de confianza presente, puede intervenir y ayudarte a gestionar ese momento. También es fundamental que las consecuencias estén pactadas de antemano, y que no se improvisen cuando estás enfadado. Si el niño sabe qué puede ocurrir si traspasa ciertos límites, no se sentirá sorprendido ni confundido. Aplicar consecuencias proporcionales y explicadas con antelación le enseña que sus actos tienen repercusiones, pero sin erosionar su autoestima ni romper la comunicación.