¿Rabieta o crisis nerviosa en los niños? Cómo identificar cada una de ellas
Conviene comprender cuándo estamos ante estas dos situaciones y actuar en consonancia

Un niño enfadado. | ©Freepik.
Queramos o no, todos hemos sido niños alguna vez. Aunque a menudo lo olvidamos, lo cierto es que la infancia no es una etapa ajena a los grandes altibajos emocionales, incluso si, desde la barrera del mundo adulto, todo nos parece desproporcionado o sin importancia. Enfrentarse a las emociones de los más pequeños, sobre todo cuando nos convertimos en padres, puede generar desconcierto, incredulidad e incluso frustración: ¿cómo es posible que algo tan nimio desate semejante tormenta?
La respuesta suele caer en un terreno fácil: «Esto es una rabieta». Y no es que no existan —de hecho, son parte del desarrollo emocional normal de un niño pequeño—, pero no todas las explosiones emocionales responden al mismo patrón. A veces, lo que creemos que es un simple berrinche esconde una vivencia mucho más profunda y angustiosa: una crisis nerviosa en toda regla.
Sí, los niños también sufren crisis nerviosas, aunque nos cueste comprenderlo. A diferencia de los adultos, ellos no cuentan con herramientas emocionales ni experiencias pasadas que les ayuden a gestionar o siquiera identificar lo que les ocurre. El primer paso para acompañarles de forma adecuada pasa por entender que no todo enfado infantil es un capricho, ni todo llanto tiene una solución inmediata. Algo de lo que hemos hablado en otras ocasiones en THE OBJECTIVE al abordar la psicología infantil.
¿Rabieta o crisis nerviosa?
Una rabieta es una respuesta emocional intensa, pero puntual. Suelen surgir cuando un niño se frustra porque no consigue lo que quiere o no puede expresar lo que siente. Lloran, gritan, se tiran al suelo y, a veces, buscan una reacción del adulto. Las rabietas tienen un componente de comunicación: el niño, aunque desbordado, busca ser visto, escuchado y comprendido, aunque no siempre lo consiga.
Es decir, dentro de las rabietas vamos a apreciar un componente basado en el comportamiento. Los niños aprenden rápido y comprueban que sus enfados pueden ser productivos a la hora de conseguir sus objetivos. No obstante, no solo son corregibles, sino que a veces son predecibles y hay herramientas para prevenirlas. Del mismo modo, es posible que esas herramientas frustren —y enfaden— todavía más a los niños.
Puede ser algo trivial como querer salir con un juguete a la calle, pero puede alcanzar luego peores cotas, como no negarse a compartir sus cosas o a plantarse, tozudamente, y no querer comer determinados tipos de alimentos. Por eso, en cierto modo, las rabietas obedecen a un aprendizaje donde su conducta de insatisfacción les reporta beneficios. De esta manera, hemos de tener claro que las rabietas son, básicamente, patrones de comportamiento. Además, como puedes interpretar tú —pero quizá tu hijo no lo vea así— sus enfados no son distintos a los del resto de niños de su edad.
La crisis nerviosa: una realidad que atañe a niños y a adultos
En cambio, una crisis nerviosa en un niño implica un grado mayor de desregulación emocional y sensorial. Puede parecer similar a una rabieta desde fuera, pero no tiene un objetivo manipulativo ni responde necesariamente a una frustración concreta. El niño no controla lo que le está pasando y, a menudo, no es capaz de parar, aunque se le consuele. Se trata de un desbordamiento real, profundo y abrumador, comparable al que puede experimentar un adulto en un momento de ansiedad extrema.

De hecho, como en el caso de los adultos, estas crisis nerviosas pueden obedecer a razones de lo más evidentes. Cansancio, falta de sueño, hambre e incluso deshidratación pueden desencadenar estas reacciones. A ti, quizá, te parezca lógico que el cansancio o el no haber dormido bien suponga una crisis nerviosa, pero la falta de esa frustrante memoria a ellos les hace un flaco favor.
Distinguir entre ambas situaciones es crucial. Mientras que una rabieta puede reconducirse con firmeza, contención afectiva y paciencia, una crisis nerviosa requiere una respuesta distinta. Ignorarla o tratar de corregirla como si fuera una pataleta puede aumentar el malestar y generar una experiencia traumática. La clave está en observar el contexto, la intensidad y la duración, así como la capacidad del niño para responder a la intervención del adulto. De ello habla en su obra Why We Snap: Understanding the Rage Circuit in Your Brain el doctor R. Douglas Fields.
Por supuesto, y en esto coincide habitualmente la literatura médica, hay niños que por su comportamiento tienden más a las rabietas e, incluso, a las propias crisis nerviosas. Más allá de ello, conviene aclarar que las crisis nerviosas no son patrimonio exclusivo en niños con trastorno del espectro autista, aunque sí es cierto que estos menores las sufren más a menudo.
El derecho de los niños a enfadarse y cómo lidiar con ello
Los niños tienen derecho a enfadarse. Puede parecer una obviedad, pero con frecuencia esperamos de ellos un autocontrol que ni siquiera los adultos ejercemos siempre. Su tolerancia a la frustración es limitada porque aún están aprendiendo a conocer el mundo y a interpretarlo. No entienden por qué algo no puede ser como ellos desean, y esa incomprensión genera enfado, tristeza o miedo. El error es asumir que esos sentimientos deben reprimirse o ignorarse.
Educar emocionalmente no es enseñar a no enfadarse, sino a enfadarse bien. Eso implica validar lo que sienten, aunque no estemos de acuerdo con el motivo del enfado. Un niño que se siente escuchado y comprendido tendrá más herramientas para autorregularse en el futuro. El «no pasa nada» dicho con buena intención puede convertirse en una forma de negación de su experiencia. En lugar de eso, frases como «entiendo que te sientas así» o «estás muy enfadado porque querías seguir jugando» ayudan más que muchos sermones.
Proteger y sostener

Ante una rabieta, el adulto debe mantenerse sereno y firme. No se trata de ceder, sino de sostener emocionalmente. Poner límites no está reñido con acompañar el malestar. Es más eficaz agacharse, mirar al niño a los ojos y hablar con voz calmada que gritar desde la distancia. El contacto físico, si se acepta, también puede ayudar. A menudo, lo que más necesita un niño en plena rabieta es saber que, aunque esté fuera de sí, hay un adulto que no pierde el control y que lo sigue queriendo. Algo en lo que hace hincapié la doctora Sarah Bren en una de sus charlas sobre crianza con la psicóloga Emily Upshur.
Cuando, en cambio, lo que se está viviendo es una crisis nerviosa, la prioridad debe ser proteger al niño del entorno. Bajar luces, reducir ruidos, evitar estímulos innecesarios y permitirle calmarse sin presiones. El adulto no debe tomarlo como algo personal ni intentar razonar en medio del colapso. Algo a lo que aluden desde Bristol Child Parent Support. También entendiendo las causas que han podido desembocar en ello.
¿Es sueño? ¿Hambre? ¿Estrés? ¿Algún episodio traumático reciente? La forma en la que esto afecta a los niños puede ser mucho más directa o vehemente que la que sufra un adulto. Por eso, solo después, cuando el niño haya recuperado la calma, se puede hablar sobre lo que ha pasado. Y, si las crisis son frecuentes, conviene valorar la posibilidad de buscar ayuda profesional.
