The Objective
Lifestyle

Hay dos razones por las que los menores son imanes de gérmenes: la edad y sus relaciones

Los niños nunca son adultos en miniatura; ni para lo bueno, ni para, evidentemente, lo malo

Hay dos razones por las que los menores son imanes de gérmenes: la edad y sus relaciones

Un niño resfriado. | ©Freepik

Basta que el termómetro baje para que la casa se llene de mocos, toses y ojos llorosos. Cada semana se convierte en una nueva batalla contra un virus diferente: uno que trae fiebre, otro que irrita la garganta, o uno más que provoca una molesta conjuntivitis. Y tú, que ya sabes de memoria los pasillos del centro de salud, te preguntas por qué tus hijos parecen atraer cualquier patógeno con más fuerza que un imán industrial. Y, sentimos decirlo, pero no: los menores no atrapan todas las enfermedades del invierno por casualidad.

Es entonces cuando empiezas a pensar si es que tus hijos son especialmente propensos a enfermar, si tienen las defensas bajas, o si estás haciendo algo mal. Puede que incluso llegues a bromear con que son una mopa biológica que lo va recogiendo todo: virus, bacterias, hongos. Y, sin embargo, lo que te sucede no es extraño. Es más, es lo normal. La ciencia tiene una explicación, aunque no siempre se la demos: hay dos razones muy claras por las que los niños se contagian más.

La edad y la vida social son los dos factores clave. El primero tiene que ver con su propio desarrollo, con su cuerpo aún en construcción. El segundo, con su manera de relacionarse, mucho más física, libre y espontánea que la de los adultos. Entender esto te dará algo de perspectiva la próxima vez que te enfrentes a otra ronda de mocos y fiebre.

La edad y un sistema inmunológico inmaduro

Uno de los factores que más influye en la frecuencia con la que los menores se enferman es su edad. No es solo una cuestión anecdótica: hay una relación directa entre el número de veces que un niño se constipa o sufre una gastroenteritis y la etapa de desarrollo inmunológico en la que se encuentra. Todo, como tiene sentido comprender, también se afianza sobre ese sistema aún desarrollándose. Su sistema inmunitario, simplemente, no está completamente formado. No obstante, conviene saber que tampoco hay que normalizar la excesiva recurrencia de ciertas enfermedades.

nina-fiebre-casa-enferma
La progresiva maduración del sistema inmunológico es lo que favorece que, con los años, los niños enfermen menos. ©Freepik.

Desde que nacemos hasta la adolescencia, nuestras defensas van madurando poco a poco. El sistema inmunológico aprende enfrentándose a virus y bacterias, y esto lleva tiempo. Mientras tanto, los niños son más vulnerables porque no tienen aún memoria inmunológica para muchos de los patógenos más comunes. Por eso, ante una exposición al mismo virus, un niño suele enfermar mientras un adulto, que ya ha estado en contacto con él antes, ni lo nota. Del mismo modo, las personas ancianas tienen una mayor predisposición a determinados contagios, ante el empeoramiento de su sistema inmunitario. Algo de lo que ya hemos hablado previamente en THE OBJECTIVE.

Esto convierte a los menores en huéspedes ideales para ciertos virus de temporada. Resfriados, gripes, otitis o conjuntivitis son dolencias frecuentes no porque los niños estén mal o tengan alguna carencia, sino porque su sistema aún está en prácticas. Lo que en un adulto puede pasar desapercibido, en un niño se convierte en una semana de síntomas y pañuelos. Lo curioso, además, está en que algunos estudios científicos consideran que el sistema inmunológico infantil no madura al mismo tiempo que el crecimiento del menor, teorizando que el organismo daría prioridad a crecer que al desarrollo inmunitario.

Una sencilla explicación biológica

Además, al no haber desarrollado una respuesta inmune eficaz a muchos virus habituales, los menores también tienden a contagiar más. Tienen más carga viral durante más tiempo, lo que aumenta la probabilidad de que pasen el virus a otros, incluidos adultos. No es que ellos quieran compartir sus mocos, es que su biología lo favorece.

Eso explica también por qué hay etapas —como la guardería o los primeros cursos de primaria— en los que parece que no levantan cabeza. No es casualidad: es parte del proceso natural por el que su cuerpo va aprendiendo a defenderse. La buena noticia es que, a medida que crecen, su sistema inmunológico se fortalece, y esos episodios se van reduciendo.

La interacción social, el otro factor clave

Si la edad marca la base biológica, la forma de relacionarse multiplica el riesgo de contagio. Porque los niños no son adultos en miniatura: su manera de interactuar con el entorno y con los demás es mucho más intensa, física y espontánea. Y esto incluye compartir todo: desde juguetes hasta estornudos. Tampoco quiere decir esto que debamos necesariamente exponer a los niños, pero que sí seamos conscientes de lo que sucede. Por eso, no instamos a que lancemos a los menores a cazar todas las enfermedades del invierno.

Mientras que los adultos, cuando estamos enfermos, tratamos de aislarnos o al menos de evitar contagiar a otros, los niños no actúan así. Un menor con fiebre leve o mocos seguirá jugando, tocando, abrazando y compartiendo lo que tenga a mano. Si un virus entra en un aula infantil, tiene el terreno abonado para multiplicarse con rapidez, como explica este estudio publicado en la revista científica Pediatrics.

La importancia de la inmunidad de grupo

menores-enfermedades-invierno-nina-cama
Al tener un sistema inmunitario en desarrollo y no haber estados expuestos a tantos virus, los menores son más susceptibles a ciertos contagios. ©Freepik.

En estos entornos —escuelas, actividades extraescolares, parques— el contacto es inevitable. Además, muchos virus pueden transmitirse incluso antes de que aparezcan los síntomas. Así que, aunque un niño parezca sano por la mañana, puede estar contagiando ya al resto del grupo. Esto hace muy difícil frenar los brotes una vez que empiezan.

Pero lejos de ser un drama, esta exposición tiene también su lado positivo. Es así como los niños construyen una inmunidad sólida y duradera. En cierto modo, que compartan patógenos en la infancia es un mal necesario, una especie de entrenamiento inmunológico que les prepara para el futuro. Y por eso muchas enfermedades clásicas —como el sarampión o la varicela— se consideran más benignas si se pasan de pequeños, aunque en este caso no sean en los menores las clásicas enfermedades del invierno.

Así que sí, es agotador vivir un invierno encadenando virus, pero también es parte del proceso natural de crecimiento. A través del contagio, el cuerpo del niño se fortalece. Y aunque tú solo veas una racha de catarros, en realidad es una etapa de aprendizaje biológico.

¿Conviene aislar a un niño ante los patógenos externos?

La respuesta es clara: no. Salvo en casos especiales —como enfermedades inmunodepresoras o patologías graves—, no hay razón para mantener a un niño alejado del mundo por miedo a los virus. Los contagios son parte de su desarrollo y evitar ese contacto solo retrasaría lo inevitable. Lo normal es que un niño se constipe varias veces al año, que pase alguna gripe o que sufra infecciones comunes como otitis o gastroenteritis. En la mayoría de los casos, su sistema inmune responderá adecuadamente y, además, aprenderá a hacerlo mejor cada vez. Por eso, más que obsesionarnos con evitar el contagio, conviene enfocarse en cuidar, acompañar y ofrecer una buena recuperación.

Criar a un niño burbuja no es una solución práctica ni deseable. Lo que sí tiene sentido es enseñar buenos hábitos de higiene, mantener su calendario vacunal al día y ofrecerle un entorno saludable y equilibrado. El resto —mocos incluidos— forma parte del camino hacia una inmunidad robusta. No obstante, insistimos en que la relación de los menores con enfermedades del invierno no es una cuestión de que haga frío, sino de cómo proliferan los virus.

Publicidad