Así habla de tu salud la forma (y veces) que tienes que ir al baño
Normalizar el esfuerzo, la baja frecuencia o la alta frecuencia no debería ser lo más saludable

Un hombre sentado en el baño. | Freepik
Llegas al baño con la misma mezcla de resignación y esperanza de siempre. Abres la puerta, te sientas en la taza y te preparas para la que, más que una rutina fisiológica, se ha convertido en una pequeña batalla diaria. Afortunadamente, hoy parece que has salido vencedor. Sin gran esfuerzo, logras hacer lo que tocaba y, mientras pulsas la cisterna, te invade una sensación de alivio casi triunfal.
Sin embargo, te conviene desconfiar de esa épica cotidiana. Puede que estés dando por sentado que tardar mucho tiempo en hacer tus necesidades o que estas lleguen con demasiado esfuerzo es simplemente lo normal. O incluso una especie de victoria que confirma que, al menos, el cuerpo sigue funcionando. Pero lo cierto es que no lo hace del todo bien si esas situaciones se repiten más de lo que deberían.
Porque aunque no se hable con naturalidad de ello, no es deseable ni saludable que defecar sea sinónimo de esfuerzo, lentitud o irregularidad. La ciencia ha empezado a estudiar con mayor atención este aspecto de nuestra fisiología cotidiana y lo que ha descubierto es claro: la forma y frecuencia con la que vamos al baño puede decir mucho más sobre nuestra salud general de lo que creemos.
Ir al baño bien: cómo sería lo óptimo
En condiciones ideales, una persona adulta y sana debería tener entre una y dos deposiciones al día. Ni más, ni menos. Sin necesidad de apretar ni de pasar más de cinco minutos sentada en el váter. Sin necesidad de revisar el móvil como si aquello fuera una pausa de media hora. Y, sobre todo, sin sentir que se ha quedado a medias o que no ha «salido todo lo que tenía que salir».
El ritmo intestinal adecuado es aquel en el que las heces se expulsan con facilidad, sin ser ni demasiado líquidas ni excesivamente duras. Esto implica que el tránsito intestinal funciona, que la digestión se completa con éxito y que el cuerpo absorbe los nutrientes de forma eficaz. Todo lo que se aparte de ese patrón —demasiada frecuencia o demasiada escasez— debería hacernos prestar atención.
Tener que ir al baño cuatro o más veces al día, con deposiciones acuosas, puede ser señal de que algo no va bien en el sistema digestivo. Igual de preocupante es la situación inversa: ir solo una o dos veces por semana puede relacionarse con estreñimiento crónico, lo cual, además de incómodo, conlleva riesgos para órganos como los riñones o el hígado.
En el término medio está la virtud
Un estudio publicado en Cell Reports Medicine establece cuatro grandes categorías en función de la frecuencia con la que se va al baño. En un extremo se sitúan quienes sufren estreñimiento (una o dos veces por semana). En el otro, quienes padecen diarrea (más de cuatro veces al día, generalmente acuosas). Entre ambos polos se encuentran los grupos más equilibrados: bajo normal (tres a seis veces por semana) y alto normal (una a tres veces al día), considerado el rango más saludable.
Lo más recomendable es encontrarse en ese término medio: evacuar una vez al día, sin dolor ni urgencia, y con la sensación de haber vaciado completamente el intestino. Desde que comemos hasta que expulsamos lo que no necesitamos suelen pasar entre 24 y 72 horas. El cuerpo se autorregula con precisión cuando hay equilibrio entre lo que ingerimos, lo que absorbemos y lo que eliminamos.
Aun así, muchas personas viven con alguna dificultad para mantener ese equilibrio. Patologías como el síndrome del intestino irritable, de la que te hemos hablado previamente en THE OBJECTIVE, la enfermedad de Crohn o las intolerancias alimentarias pueden alterar el tránsito intestinal. También influyen factores como el estrés, los cambios hormonales o incluso el sedentarismo.
Los peores enemigos de un buen tránsito
Uno de los grandes obstáculos para ir al baño con normalidad es el síndrome del colon irritable. Esta afección, que afecta sobre todo a mujeres, altera la movilidad del intestino y puede alternar episodios de estreñimiento con otros de diarrea. No se trata de un simple malestar ocasional, sino de una disfunción crónica que tiene repercusión en la calidad de vida.

Además, la dieta juega un papel decisivo. Comer demasiados ultraprocesados, abusar de grasas animales o no incluir suficiente fibra provoca que el intestino se ralentice o, por el contrario, se acelere en exceso. Por otro lado, hay personas que creen seguir una alimentación equilibrada, pero cuyo organismo no tolera bien ciertos alimentos. Cada microbiota intestinal es única, y dos personas con la misma dieta pueden tener respuestas muy distintas.
La hidratación también es clave. Un cuerpo deshidratado tiene más dificultades para formar y mover las heces a lo largo del tracto intestinal. Beber suficiente agua ayuda a que las heces mantengan una textura adecuada y facilita su expulsión. A ello hay que sumar el ejercicio físico regular, que estimula los movimientos peristálticos –los encargados de empujar el bolo fecal– y favorece la evacuación diaria. Pero, sobre todo, no pienses que ir al baño a sufrir, a pasar media mañana y a tener que hacer esfuerzo es lo más normal y, si esto sucede, busca ayuda profesional.
