Cita (cuaresmal) con el bacalao
«Al margen de esta reconversión industrial, los cocineros norteños –particularmente los vizcaínos– han sido y siguen siendo auténticos maestros en la preparación de recetas con este pescado»
«No nos cansemos de hacer el bien», es el eslogan del Papa Francisco para la Cuaresma 2022. Y, aunque dicho mensaje fue anunciado por el Vaticano ya el pasado mes de enero, ¡qué oportuno resulta en estos días de inquietud generalizada por la invasión de Ucrania y todas las catástrofes directas o indirectas que esta podría acarrear!
Para los cristianos practicantes, la Cuaresma es ese periodo de preparación de la Pascua que va del Miércoles de Ceniza (el pasado 2 de marzo) al Jueves Santo (el próximo 14 de abril): 46 días propicios a la renovación personal y la labor social. Y, para favorecer durante esta etapa el debido recogimiento espiritual, la primera consigna de la Iglesia –que no de la Biblia– es la frugalidad en los hábitos cotidianos, cuando no la abstinencia de ciertos placeres.
La prohibición de comer carnes rojas y blancas durante los viernes cuaresmales viene inspirada por ese episodio memorable de los evangelios en el que –según textos de Juan y de Lucas– Jesucristo multiplicó panes y peces. De aquel milagro y su simbología proceden los ayunos y renuncias nutricionales con que intentaron inculcarnos cierta mentalidad piadosa –sin demasiado éxito– nuestros padres o abuelos.
Hoy, en este siglo XXI digital y descreído, el precepto de contención alimenticia resulta casi anecdótico en la moral individual, pero se mantiene, sin embargo, en la tradición culinaria de numerosas mesas familiares y comedores públicos. Y el protagonista absoluto de estos días es el bacalao. Les explico por qué…
Los orígenes del bacalao
Según la leyenda, fue un marino portugués del siglo XVI, Gaspar de Corte Real, quien descubrió el banco de Terranova y sus pesquerías de Gadus morhua, librando al Viejo Continente de no pocas hambrunas y a los cristianos de interior, de una monótona dieta cuaresmal escasa en proteínas. Considerado históricamente como alimento del populacho, el bacalao en salazón invadió enseguida las despensas europeas, gracias a su facilidad de conservación y su precio módico, siendo un producto recurrente en las ciudades asediadas durante aquellas interminables guerras del pasado.
Cuenta José Carlos Capel en su Manual del pescado (1981) que «las recetas de bacalao son tan abundantes en nuestro país, que constituyen por sí solas, como dice Xavier Domingo, un argumento político de primera magnitud que pone en evidencia la existencia de una unidad española». Ahí está el bacalao ajoarriero que hizo las delicias de Hemingway en Pamplona, pero cuyo origen puede situarse en La Mancha, donde ya Cervantes citaba el muy similar bacalao tiznao. También vale la pena probar el bacalao andaluz en salsa de almendras, el bacalao a la riojana o esas dos ensaladas mediterráneas que son la valenciana rin ran o la murciana pipirrana».
«Al margen de esta reconversión industrial, los cocineros norteños –particularmente los vizcaínos– han sido y siguen siendo auténticos maestros en la preparación de recetas con este pescado»
Como explica Mark Kurlansky en su tratado El bacalao, biografía del pez que cambió el mundo (1997), fueron los vascos los primeros que consagraron su industria pesquera a la captura y comercialización del gádido, a través de flotas que practican la pesca de palangre y empresas legendarias como Trueba y Pardo, PYSBE o Baisfa, con sede en Bilbao o Arrigorriaga. «Cuando se impuso el límite de las 200 millas, perdieron acceso a casi todas las zonas bacaladeras –explica el autor– y, para cuando España había entrado en la Unión Europea, en las aguas del Viejo Continente quedaba ya poco bacalao. En este entorno, los vascos dejaron de desembarcar y procesar bacalao y se convirtieron en importadores».
Al margen de esta reconversión industrial, los cocineros norteños –particularmente los vizcaínos– han sido y siguen siendo auténticos maestros en la preparación de recetas con este pescado. Y basta como muestra el pil pil, una creación humildísima y casi milagrosa que el crítico Punto y Coma describía como el acto de «coger un pedazo de saco salado –el bacalao en cuestión–, un chorrito de aceite de oliva, una brizna de perejil y un poco de ajo, y hacer con todo ello un regalo gastronómico». Esta receta adictiva tiene también su intríngulis, puesto que ha de hacerse con una pieza grande con piel (para que suelte la sustancia gelatinosa) y con espinas (para aguantar sin romperse los meneos de la cazuela cuando se hace la emulsión). Así que poca broma a la hora de ejecutarla de cualquier manera…
Bacalao de aquí y de allá
Solo por el pil pil, la gastronomía vasca merece un lugar privilegiado en el Hall of Fame bacaladero. Pero es que hay otras elaboraciones igualmente gloriosas como la vizcaína, el Club Ranero, la purrusalda (¡atención a la versión ahumada de Martin Berasategui!), la zurrukutuna, los piquillos rellenos, las aéreas croquetas o ese hallazgo de las sidrerías del Goyerri que es la tortilla de lascas de bacalao con su imprescindible pimiento verde picadito, que justifican sobradamente su condescendencia en este campo para con otras regiones o países.
Y no les falta cierta razón, aunque tampoco es cuestión de menospreciar tantísimos platos dignos de aquí y allá, como los que ha citado antes Capel, a los que yo añadiría esos contundentes guisotes mesetarios que son el atascaburras o el ajoarriero, así como algunas recetas mediterráneas del nivel de la exqueisada, el bacalao a llauna o aquellos legendarios callos de bacalao que el añorado Santi Santamaría convirtió en una de las recetas emblemáticas de su Racó de Can Fabes, utilizando para ello, en vez de despojos vacunos, las glándulas natatorias del gádido.
Una encomiable pirueta creativa, con nuestro querido Gadus morhua como protagonista, que abrió la veda después para infinitas muestras de talento de generaciones posteriores de chefs casi galácticos, muchos de las cuales recibieron en su día el Premio al Plato del Año que durante lustros organizaba la prestigiosa firma Giraldo; destacando entre todos las láminas de bacalao con olivas negras y merengue de anchoas ahumadas de Ricardo Pérez, el bacalao en blanco y negro de Marcos Morán, el bacalao con torrija de sus callos en sopa de ajo y migas de Aitor Basabe, el bacalao en costra con cebolleta tierna, lentejas y panceta crujiente de Paco Morales o el bacalao a la brasa con escarcha de coral, anémonas de tierra y jugo líquido de alga azul de Rodrigo de la Calle. ¡Ahí es nada!
Volviendo al planeta tierra y cruzando los Pirineos, nuestros vecinos siempre han presumido de llevarnos décadas de ventaja en el art de la table y la excelencia culinaria, pero en estos menesteres bacaladeros su recetario clásico no es de Champions League, salvo por ese icono incuestionable que es la brandada: una muy lograda emulsión de aceite, ajo, patata y algo de bacalao desmigado, que jamás debe llevar nata –por mucho que algunos chefs laureados recomienden el atajo– y que se disfruta plenamente acompañada de un rosado provenzal mirando el mar desde la terraza de alguna taberna portuaria situada entre Marsella y Toulon.
Tan concienzudos en la denominación de los ingredientes, los franceses distinguen el bacalao fresco (que ellos llaman cabillaud) del seco (morue). Y advierten que hay recetas para uno que no sirven para el otro. En ese sentido, el fresco –que a mí siempre me ha parecido un tanto insípido– resulta bastante adecuado para la cocina imaginativa por su tenue sabor y textura delicada, aunque hay que tener cuidado con la cocción, que debe de ser breve y casi milimétrica. El culpable de su entrada en la haute cuisine fue el desaparecido chef parisino Alain Senderens –a quien tuve el honor de conocer y frecuentar–, quien un buen día de 1972, harto de que su clientela ignorase una receta con abadejo de la cual estaba particularmente orgulloso, decidió cambiar la redacción de la carta describiéndolo como bacalao fresco y logrando así convertir en éxito un plato que nadie pedía.
De entre todos los bacalaos frescos, el llamado skrei noruego se ha ganado cierta reputación en los últimos lustros, apoyado en una insistente campaña de marketing financiada por el Consejo de Productos del Mar de Noruega a mayor gloria de un animal que vive en esa impresionante reserva biológica que es el Mar de Barents y migra al área costera noruega de Lofoten cada invierno, cuando está a punto de desovar y su sabor y textura están en su punto álgido. A mí, sinceramente, nunca me ha enamorado más que una simpática pescadilla.
Seco o fresco, se trata de un alimento de escasas calorías, muchas proteínas y alto contenido en vitamina B12, sodio y potasio, que está disponible todo el año en el mercado pero que se halla en su mejor momento entre los meses de enero y abril, coincidiendo con su mayor consumo en los países devotos del Nuevo Testamento y especialmente en el sur de Europa.
«Nuestros hermanos portugueses presumen con razón de poseer un catálogo interminable de ricas recetas al respecto»
Nuestros hermanos portugueses presumen con razón de poseer un catálogo interminable de ricas recetas al respecto. Y, como buen admirador del pueblo luso, soy el primero en reconocer su logro de integrar las saudades marineras y la humilde cocina del interior en una serie interminable de platos cuya gracia reside más en la cocción y el mimo que en unos ingredientes básicos muchas veces repetidos: patata, huevo, aceite, ajo, cebolla, aceitunas negras, pan rallado, acaso una pizca de pimentón, de perejil o de cilantro…
Siempre he lamentado la escasa representación portuguesa en la restauración pública madrileña. Menos mal que en un barrio residencial norteño existen el Tras Os Montes de José Alves y su imbatible menú degustación consagrado al nobilísimo pescado, con bocados tan adictivos como los bolinhos, el bacalhau dourado, al estilo de Gómes de Sa o –mi favorito– a lagareiro. Un banquete en toda regla que el comensal concienzudo hará bien en acompañar debidamente con alguno de esos maravillosos vinos lusitanos de nuevo cuño de denominaciones como Douro, Dao o Bairrada.
¿Y en Madrid qué más hay? Pues es de ley citar esos soldaditos de Pavía, tan tradicionales en la Villa y Corte, que dieron fama a la decimonónica Casa Labra y, entrados los 80, a aquel Foque de Quiñones que regentaba el entrañable Juan Salazar. Se trata de un rebozado que debe ser dorado y ligero, pero no crujiente, y ha de comerse recién hecho, muy caliente. Siempre que lo veo en una carta, lo pido.
El suculento potaje de vigilia
Por no hablar del suculento potaje de vigilia, a base de garbanzos y espinacas, del cual ya hablaba Quevedo, que es supra-regional y tiene un origen inevitablemente conventual, pero que en la capital está muy extendido. Citado en el Arte de Cocina de Martínez Montiño (1711) y en el Diccionario de Cocina, de Ángel Muro (1892), inicialmente el dichoso potaje cuaresmal no llevaba bacalao sino otros ingredientes complementarios como castañas, nabos o zanahorias. Por fin, Emilia Pardo Bazán, en La cocina española antigua (1913), aporta una receta que incluye hilachas de bacalao y huevo cocido picado. Y así, desde entonces, nuestro emblemático potaje dejó de ser viudo para ganar una nueva dimensión de sabor.
Ya sea preparado al modo clásico o introduciendo leves variaciones –no le van mal unas almejas o unas gambas–, este plato racial genera tantos adeptos que muchos mesoneros prefieren mantenerlo como sugerencia del día, fuera de carta, para que los parroquianos no se obcequen con él como su fuera un mantra culinario primaveral. Nosotros, cada año, acudimos a la cita salivando, dudando sólo con que vino divertido acompañaremos su ingesta. ¿Tal vez un tinto muy ligero de Rioja, una garnacha de Gredos, un mencía o bastardo de la Ribeira Sacra? Desde luego, nada de extracción, grado alto o madera muy tostada. ¿Y por qué no con un fino en rama de Jerez? ¡Realicen ustedes estos días sus propias pruebas! Y, como diría Francisco, no se cansen nunca de hacer el bien…