The Objective
Mi yo salvaje

De cara a la pared (III)

De nuevo, solo trascender lo infinito de la angustia puede sostenerme quieta y expectante de la siguiente acción

De cara a la pared (III)

Una pareja acariciándose. | Freepik

Las manos de Saúl resbalan por mi cuerpo con la suavidad de una manta de cachemira. Cada palma me envuelve con un radio de tacto cuatro veces mayor que su tamaño. A cada pasada, parecen abarcarme entera. Si comienza en la nunca, mi coxis se relame en la predicción del tacto. Si se para en la espalda alta, le siento traspasarme las escápulas, acariciar con la punta de los dedos el tejido graso de mi pecho y tirar del conducto de mis pezones hacia dentro hasta que pudiera chupármelos del revés. Si me rodea con uno de sus brazos la cintura y desliza la palma caliente de su mano por el vientre, una faringitis espontánea me inflama las cuerdas vocales y tensa mi cuello hacia atrás; se me instala así, de nuevo, el grito entre las piernas, mientras la sangre me engrosa el coño enrojeciéndolo unos grados más. A cada roce se acelera el deseo de que pase por donde no va, pero una vez llega, las ganas se disuelven ahí para apuntar a un nuevo allá. Saúl me empuja de cabeza a una rueda de insatisfacciones progresivas, que nacen de la falta resultante del gusto anterior. De nuevo, solo trascender lo infinito de la angustia puede sostenerme quieta y expectante de la siguiente acción. 

Quiero erguirme y enfrentarme a él. Quiero lanzarme sobre su cuello y enterrarle la boca bajo la mía; resbalar dentro siguiendo el rastro de mi saliva y pernoctar en su interior a la luz de un candelabro, oyendo cada golpe de su corazón. «Pinocho», dije con los ojos vueltos hacia atrás mientras me introducía el dedo más largo por el coño y lo retorcía dentro a la búsqueda de un objeto perdido. Algo encontró cuando lo dobló como un garfio y se quedó enganchado, sin poder salir. Con la otra mano me empuñó la nuca tirándome firmemente del pelo hacia atrás. Saúl coordinó los gestos de cada mano tirando y cediendo, como en un campeonato de cuerda se lucha contra el otro competidor. Enganchado a mi monte de venus desde dentro, lo arrastraba con los dedos hacia fuera acariciando toda la cara interior y volvía a entrar. La faringe sigue impidiendo que vomite cualquier sonido capaz de llegar a palabra, por eso gruño. Por eso y porque me cuelgan las tetas como ubres; y porque de tanto tirar parece que estuviera a punto de mearme e intento retenerlo. Vuelve a llegarme el olor a tabaco sin apreciar el humo. Los observantes siguen distantes, parece que esa sea su función. 

El tacto del cuerpo de Saúl sobre mi costado me dice que lleva la ropa puesta. Me roza con la hebilla del cinturón. Quiero morderla como muerdo los minutos. Las ganas me tensan la mandíbula y castañeteo los dientes como una dentadura de juguete de cuerda. Le abriría el cinturón con la boca; tiraría con los dientes de la cremallera o de cada botón; hocicaría la nariz como un sabueso, entre la tela y su pubis, para conseguir bajarle el pantalón y que quedara expuesto su miembro en un cara a cara ante mí. Quizás así, embutida, rellena y prieta, ceda ante la presión y deje de apretar el coño. Intento que me oiga pero solo logro mugir. Invoco cualquier superpoder que pudiera atraer hacia mí su bragueta, pero no acierto con el embrujo. Saúl hace rato que me metió un segundo dedo y es ahora, al penetrarme añadiendo un tercero, cuando la presión me convoca las contracciones de una yegua de parto. Subo y bajo la grupa; sacudo uno y otro pie hacia atrás, coceando lo que sea que se ponga a mi alcance. El movimiento de la pelvis me zarandea como un toro bravo y Saúl, en pleno rodeo, intenta montarme y gobernarme con una vara tan hinchada como el hueco que la va a recibir. 

Continuará. 

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