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Opinión

Don Juan en la era de la cancelación

«Justificar ‘El Burlador de Sevilla’ en términos de los rígidos dogmas actuales, efímeros como toda moral pública, es, más que una traición, una simpleza»

Un momento del nuevo montaje de 'El burlador de Sevilla'. | Compañía Nacional de Teatro Clásico

Uno de los mitos culturales que España ha legado al mundo es el de Don Juan, cuya genealogía ilustre (Molière, Byron, Da Ponte-Mozart, Pushkin, Mérimée, Baudelaire…) nació de la pluma de Tirso de Molina, si bien sobre El burlador de Sevilla y el convidado de piedra hay disputa académica sobre la autoría, publicada y representada anónimamente en su momento ante el riesgo de represalias por el clero y la corte en la España del Santo Oficio y del Conde-Duque de Olivares.

El leitmotiv de la obra, «largo me lo fiáis», se volvió frase popular sin perder su aire transgresor: quiero vivir el aquí y el ahora y gozar de los placeres del mundo hoy, aun a riesgo de condenar mi alma eternamente. Como si el Príncipe de Maquiavelo abandonara las intrigas palaciegas del poder para adentrarse en otros combates, igualmente peligrosos, los del deseo.

De todas las versiones, la más popular es la de Zorrilla, cuya puesta en escena en el Día de Todos los Santos es tradición desde su estreno en 1844. En esta versión, la romántica, la rebeldía a la que impulsa Don Juan es la infidelidad burguesa, y la deshonra que provoca es la del marido cornudo, más que la de la mujer.

Un capítulo clave de La Regenta, de Clarín, sucede precisamente cuando Ana Ozores acepta la invitación de Álvaro Mesía para asistir a la representación de la obra de Zorrilla, como si este primer «sí» fuera ya la anticipación de su eventual infidelidad en los brazos de ese ridículo don Juan de Vetusta que es Mesía.

Mucho más grave es el reto teológico que implica la obra original del Siglo de Oro. El Don Juan de Tirso seduce a doncellas nobles y plebeyas, antes, durante o después de estar casadas. En el primer caso, los agraviados son mayormente los padres, sobre todo los nobles, ya que no llegar virgen al matrimonio tiene la connotación antropológica de haber roto el tabú del incesto (léase, por ejemplo, a Camille Paglia). La cultura sirve de disfraz a la biología: sólo la mujer que sobrevive virgen a la autoridad paterna garantiza la variedad genética.

«Gregorio Marañón explica que el origen de Don Juan puede ser una mezcla de Cristóbal Tenorio y Don Juan de Tassis»

En el caso de la burla de los muertos, el agraviado es directamente Dios, y, por ello, la única salida ortodoxa al drama es la muerte del protagonista y su condena eterna.

Descartado el libertino Miguel de Mañara por ser posterior a la obra de Tirso (eso sí, inolvidable en el verso de Machado), los académicos han buscado posibles modelos reales para el primer Don Juan literario. Gregorio Marañón dedicó un libro al tema. En él explica que el origen puede ser una mezcla de Cristóbal Tenorio y Don Juan de Tassis. El primero fue el asistente del Conde-Duque de Olivares, quien aprovechó su privilegiada posición para seducir doncellas y hacerse rico. El segundo, el temible Conde de Villamediana, enloqueció a la corte de Felipe IV con sus conquistas, de mujeres casadas y de hombres. Más que un Don Juan, un chulo. Célebre era su lema en el sombrero, mientras lidiaba toros en la Plaza Mayor de Madrid: «Son mis amores reales».

Con estos antecedentes en mente, fui a ver la puesta en escena de El burlador de Sevilla por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que hizo coincidir el apogeo de su corta temporada con el puente de Todos los Santos y que se puede ver en el Teatro de la Comedia de Madrid hasta el próximo domingo, 13 de noviembre. La vida ya debió haberme enseñado a tener menos expectativas, o, como diría Larry David: curb your enthusiasm.

La obra, por supuesto, tiene grandes virtudes. La puesta en escena, mérito tanto del director Xavier Alberti como de la dramaturgia de Albert Arribas, es magistral. Borra la transición entre escenas y actos y logra un ritmo trepidante. La solución escenográfica de Max Glaenzel es otro acierto notable: una mesa y agua. Una mesa que muta en corte real o banquete matrimonial, en atrio de iglesia, tapia de cementerio o muelle de pescadores, con el apoyo tan sólo de sutiles efectos de agua. Un solución simple y poderosa, como las buenas ideas.

Del reparto destaco a Antonio Comas, cuyo aporte musical gracias a su educada voz es enorme, así como su dicción perfecta del verso el clásico, sobrio como rey y divertido como criado. También está portentosa Isabel Rodes como Tisbea, la pescadora engañada, y Alba Enríquez como Aminta, la aldeana de Dos Hermanas. La libertad con que se indignan las plebeyas ante el engaño de Don Juan, en la obra de Tirso, contrasta con los pudorosos sonrojos de las nobles, atadas al potro de la familia y la moral cristiana. La obra capta perfectamente este contraste, pero eso no es demérito de las actrices con roles nobles, cuyas actuaciones no desentonan.

«El programa de mano olvida que la obra de Tirso es en sí misma un alegato feminista, una defensa abierta del deseo femenino»

Mi problema está en el Don Juan. No sólo le falta brío y dicción al voluntarioso Mikel Arostegui Tolivar, sino que tiene que soportar un par de gratuitos y exclusivos desnudos. En dado caso, fieles a la obra original, que se recita entera, los cuerpos que se cosificarían serían los de las mujeres, no los del hombre. Un Don Juan moderno debería verse abusón, sí, pero también manipulador e irresistible. Alguien para quien un no es un quizás, un quizás es un sí y un sí es un ahora.

Peor aún está su criado. En la obra original es un hombre atormentado entre la lealtad a su señor y el respeto a la ley. Bascula deslumbrado por sus «proezas amatorias», pícaro, y aterrorizado por sus consecuencias, piadoso. Un cómplice arrepentido. En esta propuesta es una caricatura. Y no sólo por convertir sus legítimos miedos (¡tiene que luchar con un fantasma!) en un innecesario amaneramiento. Me pasa lo mismo con el resto de los personajes masculinos jóvenes, que tienen una pobre dicción para el verso clásico, a diferencia de los mayores. Ahí hay algo que pensar. 

Sin embargo, lo más sorprendente está en el programa de mano, de Brigitte Vasallo. En él, la escritora y activista trata de justificar la obra con referencias al movimiento Me too, al anticapitalismo y a la transfobia (todo junto), olvidando que la obra es en sí misma un alegato feminista, una defensa abierta del deseo femenino y una sutil exigencia de poner fin a los matrimonios arreglados por razones sociales, sin atreverse a cuestionar, eso sí, los acuerdos dinásticos.

Tirso, aun con hábito mercedario y anónimamente, es puro Renacimiento y humanismo contra las esquirlas medievales que todavía sobreviven en el mundo aciago y glorioso de los Austrias. Justificar la obra en términos de los rígidos dogmas actuales, efímeros como toda moral pública, es, más que una traición, una simpleza.

Cito: «Las teorías decoloniales nos han enseñado a dudar del análisis del género precolonial como un simple antecesor a las formas actuales». Vuelvo a citar: «Con la llegada del capitalismo, un nuevo eje vino a aunarse a este destino de clase; el del género construido en el capitalismo». Y por última vez: «Algo que no volverá a suceder en el mundo de la acumulación: cualquiera de ellas [las mujeres ultrajadas por don Juan] hoy serían Amber Heard afrontando juicios por calumnia». ¿La rabia de Tisbea es equivalente a la falsa denuncia (según sentencia judicial) de Amber Heard? Como diría el pirata de Johnny Depp: largo me lo fiáis.

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