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Opinión

José Carlos Llop: el tiempo de la memoria

«La literatura de Llop, a quien el Ayuntamiento de Palma va a condecorar con la Medalla de Oro, se condensa en una instantánea situada entre lo onírico y lo real»

José Carlos Llop: el tiempo de la memoria

José Carlos Llop.

A mediados de la década de los sesenta, el escritor ruso Vladimir Nabokov reflexionaba sobre la memoria y la familia, el lenguaje y la verdad, en su celebrada autobiografía Speak, Memory: «Para fijar correctamente, desde el punto de vista temporal, algunos de mis recuerdos de infancia -anotaba al comienzo Nabokov-, tengo que guiarme por los cometas y los eclipses, tal como hacen los historiadores cuando se enfrentan a los fragmentos de una leyenda».

En el caso de José Carlos Llop, a quien el Ayuntamiento de Palma va a condecorar con la Medalla de Oro de la ciudad, su literatura se condensa también en una instantánea situada entre lo onírico y lo real, que nos habla de las blancas veladuras de un puerto de mar sepultado en la nieve. El hecho -inusual- ocurrió en Mallorca en 1956, dos meses antes de que naciera el autor, como un eco de la obligatoriedad de la memoria para engarzar el sentido de la vida y su condición poética.

Cuando le pregunté por aquella nieve frágil y hermosa, distante y extraña, para el libro de conversaciones que mantuvimos con él Nadal Suau y yo, nos respondió: «Vi a mi madre retirándola de la puerta de la cocina que daba a la terraza con una pala de zinc. Me recuerdo entre las piernas de mi madre, entonces». Su madre, que se confunde en el recuerdo personal con la hermosa Sherezade, una narradora incansable de historias y relatos habitados por «palmeras, frutales, tierras de cultivo sembradas de almendros, acequias y huerto; casa con frescos en la logia, fotografías de grupo familiar, automóvil, grandes estanques y un pozo donde su tío encontró cestos de ampollas de morfina, restos oscuros de su anterior propietario». 

Su madre, en definitiva, que suma el amor al consuelo, el afecto familiar a la cotidianidad de la literatura; del mismo modo que su padre, general de división, hombre propenso a la mística y a la lectura del Antiguo Testamento, alimenta con su presencia el rigor de la Palabra, que es como hablar del habitante de «una ciudad metafísica, alejada de las cosas de los hombres y donde las columnas eran aristotélicas, pero en sus calles -ésas cuya existencia me indicó en mi niñez- había puertas que conducían a las Cruzadas y a Godofredo de Bouillon, al Corsario Negro y a Famagusta asediada por los turcos, a la música clásica alemana y a Tintín». Entre las palabras y la Palabra se cifra precisamente la literatura de José Carlos Llop, que es una escritura de la memoria y la mirada; de la luz y sus distintos tonos ocres, casi fronterizos; de la luz -claro está- y la belleza; de una belleza no entendida –alla Schiller- como señuelo, sino como algo sustancial que se asemeja mucho a la verdad. Belleza y verdad: aquí reside una poética en la que la ciudad cobra presencia como un léxico familiar.

La obra de Llop se sustenta sobre esta doble vertiente: por un lado, la consciencia dolorosa de la vida y, por otro, la necesidad de la memoria -y de sus frutos, en forma de belleza y sentido- para recomponerla. Así sucede en sus mejores libros (pienso ahora en esos dos textos centrales en el corpus llopiano titulados En la ciudad sumergida y Solsticio, pero también en los cinematográficos El informe Stein y Háblame del tercer hombre, y en su honda meditación sobre el amor y sus heridas en Oriente, por ceñirme solo a lo narrativo), en los que se conjugan el anhelo con la permanencia y la realidad con la ficción; precisamente porque es en la otredad (evocada en el verso de Robert Graves «I, an ambassador of Another Part», que tanto gusta de citar nuestro autor) donde se hace posible la auténtica creación. Apelar a la luz de la memoria en la literatura de José Carlos Llop -escribí en una ocasión- supone hallar un cobijo para la esperanza entre las teselas dispersas del olvido y reconocer que, detrás de la nada del pasado, todavía palpita el latido de aquello que nos constituye.

La literatura, en efecto, es una forma de memoria, la más depurada quizá. Y el anuncio de la concesión de la Medalla de Oro de Palma a su escritor más señero honra esta memoria, que es también la de toda la ciudad.

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