¡Que viva (la rave de) La Peza!
«No es fácil tolerar que hay unos zagales drogándose para no dormir cuando uno toma drogas para poder conciliar el sueño»
Lo mejor de la rave de La Peza fue, sin duda, el cabreo que cogió la gente. De pronto, España se desayunó que cinco mil tipos habían montado una fiesta junto a un pueblo de Granada y le resultó intolerable. Porque eran muchos, porque bebían, porque se drogaban, porque no dormían y porque no se iban; cada día que pasaba, la gente se cabreaba más con aquellos marcianos hippies del tecno que, a cada comentario indignado, me iban cayendo mejor.
Esos tipos mugrosos, sonámbulos, desarrapados, ajenos a la salud y a la lógica, de pronto se me hacían héroes de no sé qué resistencia ante el empuje del sueño, la rutina, las dietas saludables, los ácidos grasos omega 3, el número de minutos de ejercicio que son necesarios para mantener a raya las afecciones coronarias, los estudios sobre la pisada tan necesarios para acometer una media maratón siendo un cuarentón corpulento, la matrícula del colegio de los niños y, en general, las fuerzas oscuras que con el paso de los días van tomando posiciones inexorablemente en la vida de un hombre.
Los imaginaba bailando al atardecer y al amanecer también, perdidos entre besos y salivas de amores recién estrenados, los vasos vacíos y los ceniceros llenos, echando quizás una cabezadita o lo que hubiera que echar entre calcetines sucios en la parte de atrás de una furgoneta, ajenos absolutamente a la cuenta que el tiempo pasa a cualquier persona que alcance la madurez.
O quizás me estuviera montando la película en la que La Peza era Woodstock, pero se me estaban antojando bellísimos todos aquellos jóvenes de pantalón de tiro bajo, rasta y humo de marihuana con tres haches intercaladas, que decía Antonio Reguera. Y cuanto más se metían con ellos, más con ellos estaba yo, pues su fiesta estaba destapando a toda esa España profundamente moralizante y censora que más se indigna cuanto mejor lo pasa el otro. Hablo de esa España en la que si uno paseaba al perro en pandemia treinta metros más allá de la esquina o daba dos vueltas al parque en vez de una, llamaba a la policía porque no tenían a mano un rifle con mira telescópica para abatir a los que se saltaban la norma, que de haberlo tenido, nos hubieran disparado. Hablo de esa España vergonzante a la que en algún momento pertenecimos muchos, hasta yo mismo que me vi criticando a los cuatro chavales que se juntaban en los bancos de la desescalada mientras yo mismo me tomaba unas cervezas con cuatro amigos en una mesa de terraza. Pero estábamos en La Peza, por la que la España del visillo se hacía cruces y pedía las sales. Bien pensado, no es fácil tolerar que hay unos zagales tomando drogas para no dormir cuando uno de normal toma drogas para poder conciliar el sueño.
«Y cuanto más se metían con ellos, más con ellos estaba yo, pues su fiesta estaba destapando a toda esa España profundamente moralizante y censora que más se indigna cuanto mejor lo pasa el otro»
En resumen, la gente estaba enfadada y pedía que alguien hiciera algo, signo inequívoco de que era mejor no hacer nada. Muchos se preguntaban cómo era posible que no entrara allí la Guardia Civil a restablecer el orden y la Ley y los molieran a todos a palos, por maleantes y por vagos. La gente se ha hecho muy amiga de la porra. Me estaba acordando de cuando en Murcia después del virus, se podía entrar en la playa a partir de las seis de la mañana e iba la gente a dejar la sombrilla y se volvía a desayunar. Hicieron una norma que multaba con 800 euros al que dejara sus cosas y los vecinos pedían sanciones más duras. ¿Por qué no seis meses de cárcel?
Hubo un momento mágico en lo de La Peza que sucedió cuando fueron para allá los periodistas a preguntar a los del pueblo por cómo podían vivir ante semejante fiesta sin permiso y a los del pueblo les parecía muy bien. «No hace más ruido que una nevera por la noche», confesó una afectada. No es que los lapeceños no pidieran que los desalojaran; es que comenzaron a apuntarse al bacalao. La disyuntiva entre meterse a bailar con cinco mil zumbados en la flor de la vida o quedarse en el pueblo rezongando y viéndole la jeta a los mismos tipos de siempre se resuelve como uno se puede imaginar. Pronto aparecieron en la tele vecinas que estaban deseando sumarse a la fiesta -«sin el marido», decía una de ellas-, y los jovenzanos del pueblo planeaban en secreto escapadas al poblado ravero -hippie y maquinero- mientras fabulaban cómo sería de cerca el cuerpo de una mujer sin depilar.
Al final, los de la fiesta se fueron, a dormir, se supone. Los vecinos ya les han pedido que vuelvan el año que viene.