En contra del poke
«El poke es anticivilizatorio, es volver a la cueva como si no hubiéramos inventado el aperitivo, los dos platos y el postre»
Vengo a escribir en contra del poke, esa moda infame de servir en cuenco comida cruda amontonada. El poke bowl, lo llaman también por el recipiente. Es un plato que vino de Hawai en el que se sirve pescado crudo o ahumado con algunas verduras picadas, las habas de edamame, algas, arroz, cebolla y lo que buenamente le venga en gana al cocinero. Todo se pica y dispone en pequeños montones que, una vez mezclados, se toman de un solo cuenco, como si fuéramos bestias asomadas al pesebre de la cuadra, agradecidos al amo que nos da de comer, incapaces de distinguir en el miserable pienso lo que es aro de cebolla, la remolacha o salmón crudo.
Vengo a escribir en contra de toda esa gente que observo encorvada sobre el recipiente que contiene el maná del Street food, un sustento gracias al cual no tienen que rumiar cada día durante seis horas doce kilos de hierba. Es sano, me dicen, pues se ha llegado a equiparar lo crudo a lo saludable. Los amantes del poke gozan en la ausencia de la intervención del fuego que nos ha hecho ser quienes somos y nos ha traído gastronómicamente hasta donde estamos. Se pueden comparar la esperanza de vida antes y después de comer cosas cocinadas, pero aquí vienen los pokistas y otras tribus de la gastronomía urbana a echarse en brazos de lo crudo y, al desconsiderar la cocina con calor, se sienten pegados a no sé qué autenticidad tan ingenua que resulta encantadora. Una cosa es comerse un tomate en un campo, una almendra, una fresa en mitad del bosque y, otra muy distinta, sentarse a comer comida cruda cuyo única ventaja es estar cruda. Ah, pero aquí cuenta -dicen- la experiencia y debe ser que la gente comiendo poke se monta el rollo de que conecta con la madre Tierra y hasta con Backdoor, la ola derecha de Oahu.
«La etiqueta de ‘a su gusto’ es el dintel de muchos horrores culinarios y siempre se encuentra en lo más bajo del refinamiento»
Alguien debería estudiar esta relación malparida entre lo crudo y lo legítimo, que es la puerta de entrada a tantas pesadillas. El Poke emparenta perfectamente con la dégoutante tortilla de patatas cruda y sus charcos de yema con cuajarones de albúmina y, en último término, con la carne a la piedra, ese invento del demonio en el que uno sale del restaurante oliendo como un gaucho a cambio de cocinarse la carne a su gusto. La etiqueta de ‘a su gusto’ es el dintel de muchos horrores culinarios y siempre se encuentra en lo más bajo del refinamiento, en los restaurantes de la maldita carne a la piedra o en los desayunos de los hoteles con ínfulas donde a tu gusto mezclan en la tortilla tacos de tomate y de salchicha de frankfurt. No digo ya la pura barbarie de los bufetes libres en los que uno come a su gusto. Uno solo puede cocinarse las cosas a su gusto aceptando que su gusto cocinando es mejor que el del cocinero, en cuyo caso más vale huir del restaurante.
Digo que en lo crudo anida un ansia como de estar en los árboles con los monos a los que tanto deberíamos de admirar, esta cosa que tan bien conecta con la negación del humanismo, el desarrollo, los avances y en general de Occidente y el ser humanos que comenzó con la llama. Entronca con la idea de que viajamos más de lo necesario, consumimos más de lo necesario y hasta somos más de los necesarios. Aquí se aparece el poke que contiene -dicen- los alimentos que necesitas y una pizca de sésamo que les da color, y se hacen imposibles la gula y otros pecados, imposibles ante este cuenco con cosas.
Yo aquí reniego de esta gastronomía que en lugar de una carta de platos dispone de una etiqueta con información de si la ración equivale a no sé cuántos gramos de proteínas animales, tanto de grasas, ácidos omega algo, etc. Se alimentan de lo necesario por ser necesario y no por lo rico que está. Esto supone la negación misma de la gastronomía, pues destierra lo epicúreo y lo sustituye por lo saludable en un ejercicio de vulgaridad intolerable. En este comer pokes y otras hierbas solo cabe en el placer de la satisfacción de la necesidad, el hambre que se sacia en esos vídeos de Instagram donde el que prueba la comida se jacta de ella con la boca llena y gruñe y se relame sobre su poke bowl, satisfecho de haber alcanzado su ración.
El poke es eso, es animalidad, es anticivilizatorio, es volver a la cueva a mezclar la comida, lo que haya, como si no hubiéramos inventado el aperitivo, los dos platos y el postre. Supone negar toda la elevación que encierra la gastronomía, que incluye la separación y combinación sofisticada de los ingredientes según secuencias depuradísimas en las que, por momentos, los ingredientes toman distancia unos de otros, acaso se suceden en bocados sucesivos o se mezclan para dar lugar a algo distinto de los sumatorios.
Aquí no, aquí se junta todo y se mezcla con un ademán primario que recuerda a cuando alguien en una comida se muestra voluntario para mezclar la ensalada del centro de la mesa, dice: «Revuelvo» y a mí me entra una cosa por dentro… Salvo deliciosas excepciones como el steak tartar, la comida revuelta y picada conecta vulgarmente con el bolo alimenticio, que es lo que queda después del ejercicio de haber comido. A estas degluciones me emiten en los picadillos del poke y también a otras cosas peores. Siendo yo un niño, en la casa de Abaltzisketa en Guipúzcoa, a los pies del monte Txindoki, para alimentar a los gorrinos se guardaban las sobras de la comida en una cántara de metal llamada txerrijana, del euskera ‘txerri’ -cerdo-, y ‘jana’ -comida-, literalmente ‘la comida para los cerdos’.