La insoportable levedad del ciclista
«En ciclismo, como en la vida, hay ligones y tímidos viajeros. Pero siempre, siempre, gente de otra pasta, que baja puertos a cien por hora»
Arrestos, temeridad, audacia, el atrevimiento de la juventud, que, en el caso del granadino Carlos Rodríguez, más que osadía, que también, es puro talento, ¡la clase! La gloria o el infierno, el podio o el hospital en 12 kilómetros de descenso desde la cima del Joux Plane hasta la meta en Morzine, «a tumba abierta», desafiando a Vingegaard y a Pogacar. Conclusión, tercera victoria española en una semana inolvidable del Tour. Y Carlos en el podio, el primer mortal tras los invencibles.
Plato grande, piñón pequeño; máximo desarrollo, pedalada de gigante, la salsa del velocista, la potencia del rodador; martirio de los escaladores, que, cuando la carretera se empina, cuelgan del gancho a los esprínteres. Ciclismo, en suma. Paisajes y hombres. Agonía en las cuestas y velocidad supersónica cuando el perfil es como la palma de la mano. Y cada día, una historia, como la de este otro Carlos, Rodríguez, o la de cada ciclista formado en el pelotón, la nunca bien ponderada serpiente multicolor.
En las tripas de ese grupo heterogéneo y colosal, marea inestable que se mueve a impulsos humanos y meteorológicos, yace el ciclista que lo fue todo y jamás se da por vencido, como Egan Bernal; o el que aspira a serlo, Carlos Rodríguez, 22 años; o los que ya lo son, Vingegaard y Pogacar, los «capos». Los miles de kilómetros que acumulan en las piernas, rasuradas para que el vello no ralentice la cicatrización de las heridas y los masajistas trabajen a destajo al término de cada etapa, y las decenas de aventuras que protagonizan forman parte de la cotidianidad de estos nómadas, incapaces de hacer nido, para quienes cada hotel es una meta volante.
Si esto fuera como aquellas Historias de la puta mili de Ivá (Ramón Tosas), recordaríamos los tiempos en que los hoteles guais prohibían hospedar a los ciclistas por el olor a linimento que quedaba en las habitaciones después del masaje, rastro inconfundible. Tampoco gustaba que hicieran la colada y tendieran los coulottes en la ventana. Ahora los autobuses, dotados de duchas, bañeras de hielo, lavadoras y lo último de lo último en locomoción y camping, son el salvoconducto para que el hotelero no tuerza el morro. Son huéspedes, ni más ni menos, clientes tan singulares como grandiosos, cuyo nexo con los futbolistas que pululan por estos establecimientos sin despertar sospechas es el DEPORTE.
Y entre estos deportistas, entre los ciclistas, aventureros de toda naturaleza y condición. Leyendas como Mario Cipollini, mitad esprínter y mitad play boy, que alardeaba de no sufrir merma física después de hacer el amor: «Me como unas onzas de chocolate y listo». «El polvo del campeón», magia, susurraban los compañeros de equipo con una media sonrisa entre cómplice y envidiosa. Porque en ciclismo, como en la vida, hay ligones y tímidos viajeros. Pero siempre, siempre, ciclistas, gente de otra pasta, que baja puertos a cien por hora; como el emblemático Gianni Bugno, que combatía el terror a los descensos con una terapia a base de música clásica. ¿Quién, una vez recuperado hasta el modo de andar, podría volver a montar en bicicleta después de chocar contra un autobús, sufrir 22 fracturas y entrar en el hospital con los pulmones encharcados? ¡Egan Bernal!, el más joven ganador del Tour (2019, 22 primaveras) en 110 años, el primer latinoamericano que conquistó el jersey amarillo, que también ganó el Giro en 2021, el colombiano que empequeñeció a Cochise, Lucho Herrera o Fabio Parra, aquellos indómitos «escarabajos».
Ahora Bernal navega más allá del puesto 30 en la clasificación general, curando aún las heridas, mientras aguarda el momento de asomar en la montaña por si la etapa demanda que tiene que ayudar a Carlos, su jefe. En el mientras tanto, Pello Bilbao ganó la décima; la duodécima, Ion Izaguirre, y la decimoquinta, Rodríguez, presente y futuro, con Juan Ayuso. El último triunfo español en el Tour databa de 2018 (Omar Fraile). Cien etapas sin tocar el cielo y de repente, tres victorias. Así es el ciclismo, ni mejor ni peor que el fútbol o el tenis, sólo diferente porque distintos son sus héroes.
Se trata, pues, de disfrutar del momento y de los mitos, como antaño de Bahamontes, Ocaña, Delgado o Induráin, precursores de las gestas de Pereiro, Sastre y Contador. Porque esto del DEPORTE, con mayúsculas, más allá de esas «historias de la puta mili» es una constelación de hombres mezclada con sensaciones. Estrellas que titilan, como la de Rafa Nadal, o cegadoras, como la de Carlos Alcaraz, el nuevo paradigma nacional, finalista en Wimbledon que en la víspera de la gran cita comparte el fervor patrio con su tocayo ciclista. Son épocas que en este sector, el deportivo, rehúyen esas riñas de gatos que describió Eduardo Mendoza, y Olimpo abajo, en el ámbito terrenal, el debate de nunca acabar, del y tú más, entre Sánchez y Feijóo, inclinada la balanza hacia el segundo, por lo visto y oído; aunque Tezanos se «CISque» en la realidad palmaria.
El deporte, que solapa a la política porque es mucho más sano, aunque apenas consigue abstraerse de aquellos individuos, sus circunstancias y sus siglas, es lo que viene a ser La insoportable levedad del ser, obra cumbre del inmortal Milan Kundera: «Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón contradiga». En el amor y en la guerra, en la salud y en la enfermedad, en el campo de batalla y en las rampas del Joux Plane o sobre la hierba de Wimbledon. Kundera nos ha dejado a los 94 años firmando otra frase memorable para mayor gloria de los españoles, enredados en peleas fratricidas, como las de Bahamontes y Loroño, y felinas, como la de Sánchez y Feijóo, la izquierda y la derecha, eternas enemigas: «No me siento ligado a nada, salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes».
Necesitábamos otro Quijote que redundara en las dos Españas de Machado; un quijote de Brno, opositor del régimen comunista que dejó impronta en la Primavera de Praga (1968). Le arrebataron la nacionalidad checoslovaca en 1979 -se la devolvieron en 2006-, cuando ya vivía en Francia, la tierra de la más grande carrera ciclista, el país hermoso y mezquino que en los 80 miraba, soberbio y arrogante, a los españoles por encima del hombro, seres inferiores que, al cabo de gestas, de miles de kilómetros y de excelsos ráquetazos sobre la arcilla de Ronald Garros, doblaron el pulso a la prepotencia chovinista con las hazañas de Perico y las exhibiciones de Indurain. Más tarde, Nadal se coronó rey en la república -Rafael XIV- y los destellos de los Carlos, Alcaraz y Rodríguez, alertan de una nueva era, sin más fronteras que las que los españoles, divididos como casi siempre, se quieran imponer. ¡Qué historias! Apasionantes.