Por qué hay que poder hablar euskera y otras lenguas en el Congreso
«Ridiculizar uno de los idiomas del país resulta particularmente absurdo en los que defienden un concepto de patria o nación»
Está bien que se hablen las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. Están mal otras cosas: que las lenguas se usen para dividir, que se conviertan en arma política o en monedas de cambio, que se utilicen para hacer del otro un extranjero o que se nieguen en sí, pero que se puedan usar es bueno y vengo aquí a defenderlo.
Porque detrás de la oposición al uso del pinganillo en la Cámara Baja se esgrimen argumentos como la complejidad de la traducción, la oportunidad del chantaje del independentismo y la cesión sanchista que lo hace posible, el gasto que supone y otras razones que serían razonables si no escondieran en muchos casos un desprecio por las lenguas que pretenden hablarse, un chistecillo, un intento de ridiculizar idiomas que, dicen, no habla nadie y suenan raro, idiomas que al fin y al cabo son extraños al país y suponen una amenaza a su corazón idiomático.
Entender que el catalán, el euskera o el aranés son una amenaza para España en cuanto desplazan al español es una señal de que igual no se ha comprendido bien España. En último término supone asumir, de alguna manera, que la cultura catalana -esto es Cataluña- no es una parte de España o que es antagónica a ella, y esto se superpone perfectamente con el argumento del nacionalismo excluyente. El independentismo, pongamos, impone una lengua en la medida en que la considera extranjera a la otra y, si entorna uno los ojos, se dará cuenta de que los que no quieren el catalán en el Congreso le están dando la razón. En la medida en que uno considera al euskera extranjero, da contexto a los que consideran extranjero al español.
El hecho de que el español -qué error llamarle castellano-, es una lengua que habla más gente no debería componer un argumento contra el uso de otras lenguas en la medida en la que más gente habla chino e inglés y aquí estamos, diciendo «coñazo» y no «anoying» o como se diga en chino, que es el idioma más hablado del mundo.
Vaya, que ahí nos tenemos, hablando un idioma que no habla nadie y suena como si fueras tonto, o algo, visto desde Londres. Es curioso que casi siempre este tipo de comentarios vengan de los mayores defensores de las señas de identidad de este país y de gente que se las da de culta y universal en cuando saben pronunciar perfectamente «Tromp», dan las buenas noches en japonés y podrían dar un discurso en Massachussets, pero se hacen unas risas empeñados y orgullosos de no saber decir «sagardoa» -sidra- y otras palabras que consideran pueblerinas cuando, justamente, los catetos con ellos.
Ridiculizar uno de los idiomas de este país resulta particularmente absurdo en los que defienden un concepto de patria o nación, más aún en los que se ríen de la oportunidad de hablar vascuence y después se flipan porque imitan a los de Manchester. Esta es la España más cateta de todas, heredera de la España que tiene vergüenza del abuelo y se mete con los de pueblo, esa gente que entiende no se hable el catalán porque suena raro, cómico y se ríe porque el euskera suena al chiste aquel de «si es cara la cacatúa» y otras reducciones que solo dan más razones para hablarlo. Si a alguien le molesta el euskera es un impulso más para escucharlo en el Congreso, a ver si así se acostumbran.
«El idioma en que uno entiende el amor debería poder ser el idioma de la tribuna»
El español es el español y tiene la importancia que tiene por una razón de corazón más que de números. El idioma nos hace entendernos con otra gente de maneras que no son puramente una fórmula matemática, lo mismo que el español es más que una lengua que habla equis gente, por mucha gente que sea.
Hace más de 25 años que me fui de San Sebastián a buscarme la vida y a alejarme, tan lejos y tanto tiempo, de mi tierra. Nunca fui nativo vascoparlante, porque no se hablaba en casa y porque en el colegio francés no era obligatorio. ¡Cuánto lo he lamentado!
Me fui de Euskadi, viajé lejos, arranqué el euskera de mi corazón y lo alejé por razones que ahora serían largas de explicar. Me fui, adiós. Entonces, cuando todo parecía olvidado, nació Macarena y en aquella primera noche de habitación de primerizos, con el primer lloro de aquel bebé asombrado ante el mundo, me vi diciéndole «bihotza» -corazón-, «maitia» -cariño- y cantándole canciones de cuna en euskera que seguimos cantando cada noche, nanas que hablaban de niños que han de dormirse en el regazo de su madre en noches de tormenta -el «aita está en el mar»-, y otros y acentos para los que nunca necesitaron intérprete no siendo esa su lengua. Porque el amor o el odio se entienden sin diccionario y no soy el mismo padre cantándoles en inglés.
Recordé esto el día en que, viendo la serie Patria, el Txato, víctima inminente de ETA, se dirigía a su hija diciéndole «bihotza» en el mismo tono y palabra con que Joserra Soroiz, el actor, se dirigía a sus sobrinos, mis hijos, cuando los abrazaba en la realidad. Si Joserra les dijera «corazón» le hubieran entendido, claro, y quizás mejor, pero no sería lo mismo, ni él sería el mismo tampoco.
Hace tiempo que supe que, me pusiera como me pusiera y por muchas cosas que hubieran sucedido, el euskera iba a ser -¡ya lo era!- un idioma de amor en casa y no un asunto político. Por eso mismo, creo que alguien debería poder hablar en el Congreso en el idioma en que canta una nana a su bebé recién nacido o a su hijo cuando se ha caído de la bici. El idioma en que uno entiende el amor debería poder ser el idioma de la tribuna.