La eternidad del Cholo
«Hay cambios de criterio tan asombrosos como el de aquel que estaba deseando echar el guante a un delincuente y por un puñado de votos»
Domingo 5 de noviembre, entrada la noche, mientras el Athletic, gol a gol, redacta el despido de Pacheta en Villarreal, suena un aviso de «guasap». El mensaje es de Javier Tebas, que ha leído Esperando a Herrera, Carlos en THE OBJECTIVE. En referencia a su salario, y sobre que la Asamblea de LaLiga le había subido de 3,3 a 5,4 millones, hecho que califiqué como «el milagro de los panes y los peces», posiblemente con cierta frivolidad a falta de «los pelos de la burra» (la prueba del algodón), concreta: «Es mentira, no me han subido nada. Se aprobó un variable que sólo sirve para la temporada pasada. Y que es igual que el de otras temporadas. 3,2. Lo que había». Aunque él piensa que la rectificación no sirve «porque el daño ya está hecho», procedo a enmendar el error, porque una cosa es lo que dicen por ahí y otra escuchar a quien empeña su palabra. Con mis disculpas, suscribo esta sentencia de Felipe González: «Rectificar es de sabios y tener que hacerlo a diario es de necios». Cuesta sacar la pata, somos humanos, orgullosos, y molesta reconocer cuando nos hemos equivocado. Sirva, pues, la cita del escritor francés Bernard Le Bouvier, «el orgullo es el complemento de la ignorancia», como apoyo de la enmienda.
El reconocimiento de la culpa equivale a un desahogo que, superado el trauma inicial, te deja el cuerpo listo para una maratón. Estoy convencido de que Tebas no me ha engañado con su sueldo, proporcional a los miles de millones que genera su gestión, su trabajo, tan seguro como del acierto del Atlético al prorrogar tres temporadas más, hasta 2027, el contrato de Diego Pablo Simeone, entrenador rojiblanco de aquí a la eternidad. Si bien en este segundo caso podría concurrir una circunstancia contraria al aserto: que una ristra de partidos cochambrosos, infumables y calamitosos exigiera un cambio radical de opinión, como ya sucedió en la primera parte de la temporada pasada con sucesivos martirios de noventa y tantos minutos semanales e intersemanales, incluso. Entonces, sólo el Atleti del «Cholo» podía hacerlo peor y lo constataba. Sin embargo, hoy, excepto contra el Valencia y Las Palmas, da gusto verlo jugar. Se desenvuelve como un equipo grande, ambicioso, no especula. No ha pasado ni un año y el giro ha sido copernicano: del bochorno al espectáculo; mejor aún, del patíbulo a los Goya, como Puigdemont… Sí, seguramente sería preferible buscar otro ejemplo, que lo habrá, y no citar al prófugo de Waterloo, más feliz que una perdiz porque, además de que podría regresar a España en Falcon, su Girona ha alcanzado el liderazgo de LALIGA… Entrenado por un madrileño, «Míchel I de Vallecas». Tiene miga la cosa. Toda la cosa.
Hay cambios de opinión causados por una pedrada en la chola, o por un accidente como el de Saulo Tarso que vio la luz y se cayó del caballo; o por la mutación del mochales que no se detiene ni al cabo de la linde ni cuando mucho más de la mitad de un país cuestiona sus decisiones, huelga el ejemplo; pero cuando la opinión mayoritaria es favorable, como en el caso de la continuidad de Simeone, redescubridor de Griezmann, el debate lo diluye el terreno de juego. Hay cambios de criterio tan asombrosos como el de aquel que estaba deseando echar el guante a un delincuente y por un puñado de votos, no a causa de un golpazo, decidió aliarse con él y viajar al lado oscuro. Es difícil encontrar parangón con semejante espíritu de la contradicción. Ni siquiera el personaje de Paul Newman en «El juez de la horca»: «A finales del siglo XIX, en Texas, el río Pecos marcaba los límites entre la civilización y el comienzo del salvaje Oeste. En una pequeña población, los ciudadanos están a punto de ahorcar a Roy Bean, un forajido ladrón de bancos, pero una joven mexicana le salva la vida. Roy entonces se autonombrará juez, impartiendo su propia justicia» (Filmaffinity). Se ve que lo de suplantar a los jueces de carrera viene de antiguo; pero ni siquiera John Houston habría imaginado a Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson o Nixon dictando sentencias en la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Lo moderno, lo que está de actualidad, es el lawfare, que es cuando los pajaritos disparan a las escopetas o, como escribe Guadalupe Sánchez en este periódico, «cuando se imputa a los jueces el haber prevaricado instrumentalizando la justicia con fines políticos contra el separatismo». En román balompédico, pitar fuera de tiempo un penalti inexistente para favorecer a un equipo. Lo que «parece anunciar que tal persecución podría dar lugar a que los españoles tengamos que indemnizar a los damnificados». Trasladado el lawfare al fútbol, el palabro sería «VARFARE», o sea que en lugar de perseguir a la Ley (Law) lo que habría que hacer es declarar la guerra («warfare») al VAR, esa herramienta diabólica que deja de tener sentido cuando interviene el criterio humano e interpreta una mano en el área según el color del cristal con que se mira.