Puigdemont amenaza a los ciegos ilusos
«El periodista que quería escribir sin saber escribir, sin aprender la lengua cervantina, es ya el matón de la amenaza»
El exprófugo es un abrigo oscuro, sucio de olvidos, de camino a los rosales abiertos de las mil grabadoras que, día y noche, se tienden genuflexas a su paso soberbio junto al chófer. En las noches blancas de luna negra se lo cuenta a Manfred Weber (PP europeo), él podrá tumbar a Pedro Sánchez, y al mediodía caliente lo susurra al oído helado de Santos Cerdán, que antes arreglaba frigoríficos en un mercado provincial. Noche y día el poder no claudica. La voz produce eco, y sonríe.
Al mismo tiempo, la presidenta del Congreso no es imparcial, sino que ventila y vocifera consignas de su propio partido, en el espacio de todos y para todos, junto al Rey. Otro aviso para navegantes, otro informe para ciegos a lo Sábato, otro grito mudo o con voz de pajarito. En las reatas de ciegos de vino, el mayor borracho hace de lazarillo de ilusos, es bien sabido. La pluralidad variopinta no ejerce como mayoría parlamentaria, anda en su propio equilibrio interno, lucha de contrarios, escaramuzas y diatribas, donde votar al unísono cuando suene la trompeta igual será otra quimera, seguro. El corro nunca será de iguales.
Le jode a Puigdemont que lo traten de terrorista: «Yo solo he puesto urnas». Pide alfombra roja para su abrigo negro por la rodilla, porque como titula Rebeca Argudo en su libro: Todos los hombres tristes llevan abrigos largos (Harper Collins). La noche se cierra como un puño en todas las calles por las que pasea Puigdemont, escoltado, los cuellos subidos, bien abotonado, mucho spleen, unas gafas gruesas que se ha puesto para parecer escrito, porque él ya está escrito antes de escribir, no como Ruano, que lo decía al revés y en descanso pleno, al fin del día: «Ya estoy escrito».
El periodista que quería escribir sin saber escribir, sin aprender la lengua cervantina, es ya el matón de la amenaza. Solo le faltó explicar que él no es de izquierdas, que su partido no es de izquierdas, y que la burra del independentismo se vende a quien la compre, y es de quien más puje. Sabe la ley primera de la pesca: lo primero tirar la caña; lo último picar el anzuelo. Disfruta de su completa falta de mordaza, habla al natural, se explica sin freno ni filtro, manda sin quiebros. Las plazas amables y lechosas de Bruselas, bajo la luz lunar, entre ventanas cerradas y dinteles embozados, le dan a Puigdemont un algo de época, de caballero con la mano en el pecho sin cruz roja de Santiago, de triste sin barba, de gola sin boca.
«Llega el miedo a los cuerpos sin abrigo, ni luna de Bruselas, ni calles oscuras repletas de copas festivas y burbujas navideñas»
¿Y dónde toma su café cortadito, con leche templada y sin lactosa, Nadia Calviño? Una ausencia semejante en el Congreso donde hoy arranca la locomotora de todas y todos no se entiende. Aplausos a media asta por culpa de banderas despreciadas, silencio de aplausos, lo jamás visto, porque para eso mejor no presentarse. Quien no aplaude es porque tiene las manos ocupadas wasapeando con Puigdemont, el cuervo de Bruselas, el pájaro negro de las urnas para zapatos, el de las cajas de zapatos con una raja arriba para votar, el de las gafas de intelectualón ágrafo, periodista de la nada, lector de solapas. Ahora ya tiene el entremés y el primer plato aprobados, la amnistía firmada, pero quedan el segundo y el postre: «Un referéndum consultivo es posible si hay voluntad política, querido Weber».
Puede ser un buen plan, primero un par de años de tranqui por España, sin forzar, mucho cóctel, mucho coche, mucha foto, el héroe que vuelve y los barrotes lejanos del trullo. A mitad de legislatura, la vuelta a Bruselas, porque allí tiene su vida, su Waterloo del alma, y entonces el momento de apretar para que todo salte por los aires. Ya para entonces, Nadia Calviño estará cerca, con su cafelito sin lactosa, en la presidencia de nuevos lustres, y muchos otros irán y vendrán, porque aquí de lo que se trata es que salgan del país para firmar la papela y el recibí, porque eso produce mucho escándalo europeo, como si fueran las negociaciones de una nación a otra, no de facto pero si de apariencia, eso es, y firmar las papelas y papeles en Bruselas es ya tener una baza previa ganada, ir por delante, donde no cabe retirada.
Los armengoles congresísticos, entre el exabrupto y el disparate, son muy tristes. Ningún presidente del Congreso hizo jamás declaraciones desde su condición de tal o cual partido. Es absurdo. De alguna manera, él está por encima de todos y en el correcto y esmerado arbitraje general. No da la talla, precisa que Santos Cerdán le arregle el frigorífico, ni frío ni calor, es bajar peldaños, no estar a la altura, menudo ful de Estambul de cargo. No puedes dar un mitin como presidente del Congreso para votar a Fulano. Igual no se ha enterado, cabe la posibilidad de una ignorancia rasa, la sinfonía de un rebuzno por error, no sabe dónde está ni qué significa el sillón ocupado.
Llega el miedo a los cuerpos sin abrigo, ni luna de Bruselas, ni calles oscuras repletas de copas festivas y burbujas navideñas. Puigdemont apunta pero no dispara. Puigdemont avisa, amenaza. Le preguntaron a Puigdemont sobre el lawfare y no defraudó: «El término lawfare es como la cabeza de caballo muerto en El Padrino. Es una advertencia de que vamos en serio». La cabeza cortada del caballo rezuma sangre mientras las sábanas blancas suspiran entre vahídos madrugadores. El sabio señala con el dedo a la luna roja de Bruselas y aquí todos los ilusos siguen mirando al dedo. Los hay tuertos, entre los ciegos, y lo ven, pero mejor no significarse (como en la mili) porque una amenaza grupal tapa mucho. Sigamos ciegos.