El gagá quiere ser gogó
«La gerontocracia, esta democracia marchosa de arranques y abuelitos, copa pueblos, naciones y continentes»
A algunos, viejecitos y matusalenes de esta sociedad líquida y gaseosa de mucho tintorro con burbujas blancas, sí, se les quedan los ojitos cerrados mientras hablan. Se les cierran los ojitos a los abuelitos mientras hablan o escuchan. La piñata les baila, como cuando a Leopoldo María Panero le daban aquellos electroshocks. La lengua, bajo los ojitos cerrados, abierta la boquita, parece un pez algo atocinado, muy amostazado, que no sabe si salir o no. Duermen, sueñan como bebés, mientras hablan o escuchan, nuestros abuelitos.
La gerontofilia, que no es parafilia sino deporte universal parecido a la bibliofilia, exhibe a dos titanes en el país más rico del mundo: Trump (77 años) y Biden (81 años). Vaya par de cam-peo-nes (oé, oé, oé). El segundo ya ha pinchado: plaf. Biden, pese a las americanas de avispa y los pantalones de pitillos, empantalla: plaf, plaf. Hay que se resetear, mucho zumo de limón, mucha papaya naranja, pero los ojitos siguen vacíos y la desorientación suena a despedida: plaf, plaf, plaf. Los altavoces de la sociedad de masas hablan de deterioro cognitivo, pérdida significativa de memoria dicen los fiscales, los republicanos piden su incapacitación. Biden se apaga como un candil: lucecita, lucecita, lucecita. La boquita abierta, los ojos cerrados, el relámpago blanco: «¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois? ¿Y mi casa? ¿Mamá ha llegado?».
La gerontocracia, esta democracia marchosa de arranques y abuelitos, copa pueblos, naciones y continentes. Las pirámides invertidas de población, la nula natalidad, lleva a semejantes espectáculos. Los jóvenes los llaman Generación Tapón y, como en todo, pienso, hay que separar la empresa privada de la pública, aunque también me dicen que la segunda no deja de ser otra empresa. Una empresa privada puede pagar momias y momios sin recato, de los de boquita abierta y lengua morada, los de ojitos cerrados y orejas coloradas, los de miradas vacías y dedos retorcidos, pero la pública debería ser otra cosa, digo. Algunos momios del periodismo, ojito, siguen levantando mil pavos por artículo, y no se jubilan, pero cada empresa privada le da sus doblones a quien cree oportuno, faltaría más. La tela de araña de momias y momios en lo público, empezando por la política, es un retraso y la peor ruina. Biden ya ha paralizado toda campaña política: no puede, no sigue, 81 años, toca volver a la casilla de salida.
El apaño, según nos llega de la poderosa América, es que la incapacitación del presidente le valiese la exoneración de un posible delito de robo indebido de información clasificada. Algo así como que no sabía lo que hacía, está muy mayor, fíjate, una pena, fíjate, una lástima. El pasado jueves, embutido en sus americanas de avispa y pantalones de pitillo, Joe quiso salir airado en la Casa Blanca, así gesticulaba, así recitaba sus versos, así pedía que la música siguiese hasta las tantas porque estaba a tope. Le preguntan entonces por Gaza y empieza a hablar de Egipto. En fin. Patético. El fiscal de la cosa, Robert Hur, es quien dice que este señor no puede estar así, que este tío no puede estar así, y que hay que saber ya si Donald Trump incitó a la resurrección o no mientras llevaba gorra y bailaba con el gabán hasta los tobillos Village People, sin que se le espantase la laca, firme como la mejor peluca.
«Hay que contarle a Joe, en plena confusión y con mucho amor, que ya no es Joe»
El fiscal, parece, exonera a Biden, porque le vio hecho una pena, pero en lugar de cerrar la boquita no para de dar la buena nueva allá donde va. Es él, Roberto Hur, nuestro Benhur, quien filtra el estado mental del pobre Joe, a través del dibujo y la caricatura. Trampa y toga, en nuestro dorado Siglo de Oro, ahí está Quevedo cantándolo, siempre fueron unidas. También la verdad se inventa, dijo el poeta. Joe no puede, Joe no va, Joe toma aliento y reposta entre paréntesis. Vamos a la letra de molde en el informe pardo: «El presidente tiene sus facultades disminuidas debido a su avanzada edad y su memoria está significativamente limitada». Cojonudo. Octubre fue el mes de los interrogatorios y, «cuando entonces» que diría Onetti, no sabía si había sido vicepresidente ni el óbito de su propio hijo mayor. Cojonudo. Deterioro cognitivo. Momio total. Los ojitos cerrados, la boquita abierta, la lengua paralizada en la punta.
Su amigo del alma Lindsey Graham, senador, toca también la bocina dentro del propio partido demócrata: «No es alguien apto para ser el candidato». Los republicanos sueltan a los perros negros después de la cena tuitera: «Un hombre incapaz de asumir sus responsabilidades por el manejo incorrecto de información clasificada ciertamente no es apto para estar en el Despacho Oval». Fin de la cita. Fin de la película. Hay que contarle a Joe, en plena confusión y con mucho amor, que ya no es Joe. Precisa un silencio largo de vaso de leche caliente con galletas. Precisa un silencio propio, muy crujiente, de anís y dulces de colores en pijama. El ojo solo abierto al azabache de la noche por la ventana. Lapicero, goma de borrar, cuadernos cuadriculados con espiral en la mesita. Un calor de piñas devoradas por las llamas en la chimenea. Abrir y cerrar la boca como un pez, pero sin mensaje ni motivo. Un perfume a yogures, plátanos, uvas y queso de bola. Un trance solo de levitación interior. La máquina para por un error: los ancianos no pueden dirigir la polis, que diría Aristóteles. La música suena, la noche es blanca, pista y barra están animadas, pero, es ley de vida: el gagá ya no puede ser gogó aunque lo quiera con todo su ímpetu. The End. Ley de vida. Bye, Joe.