Illa, Illa, Illa: devuelve la calderilla
«Salvador Illa, muy callado en lo de Ábalos, entre los silencios y empujones de la tribu, no contó públicamente lo suyo»
En la cuenca minera asturiana, borracha y dinamitera, corrían unos gritos pastosos entre vinos negros, alaridos de risa, mejillas arreboladas y bigotones mojados bajo la boina resbaladiza: «¡Villa, Villa, Villa/ devuelve la calderilla!». Referían al histórico sindicalista minero, amigo de Felipe y Guerra, José Ángel Fernández Villa, que amnistiaba sus millones parisinos, ocultos al erario público, vía Montoro (PP). El pico de aquella, tras 35 años de SOMA-UGT, fueron 1,4 millones de euros debido a cierta comisión por un geriátrico.
Los hexámetros se repiten. Agustín García-Calvo, que bebía güisqui y fumaba porros con el joven Savater, decía que La Ilíada va en hexámetros porque es el verso del trabajo, de los remos, de los marineros, de la lucha con los bíceps. Otros hexámetros de galera y bodega, de galerna y goleta, suenan ahora entre las coletas tristes de ceniza: «Illa, Illa, Illa/ devuelve la calderilla». Y es que Salvador Illa iba a comprar guantes, y pagó 5 millones a un empresario barcelonés por unas prendas que nunca llegaron. El proveedor de Illa cobró siete veces más que el de Ábalos y se le pagó por adelantado.
El Gobierno ocultó en el Congreso los motivos para elegir al proveedor de Illa y pagarle 263 millones. «Member of the Tribe» es la empresa que Anticorrupción tiene el entrecejo junto al proveedor de confianza de Salvador Illa y la empresa de la trama de Koldo. Illa, Illa, Illa: devuelve la calderilla. Él fue al mercado con el sobre, lo entregó, y los guantes para gatos no llegaron, ni los de cabritilla, de los del frío con peluchín dentro, ni los de los muertos. La muerte está llena de calor, no de frío, como quería Gabo, por eso a muchos de sus personajes les crecía el pelo bajo tierra, enterrados, lo que está helado es la vida con guantes que no llegan. Sale a las librerías el libro que García Márquez no quería que se publicaba (En agosto nos vemos) y desde aquí pedimos la reedición lujosa de un clásico: Memoria de mis putas tristes (con prólogo, a ser posible, sería un acierto, de don José Luis Ábalos).
Y es que Illa, decíamos, también quería comprar unas batas (todo ello lo ha seguido Cacho sin levantar el hocico del suelo y moviendo el rabo) y no sabemos si fue al mercado de La boquería por ellas o a los antros digitales, el caso es que también pagó 50 veces más por unas batas a una empresa china que desaconsejó el mismo Gobierno de Pekín. Si queremos ir a lo micro y no a lo macro: a 16 euros cada bata desechable (marca Weithei Textile Group) cuando el mercado las ofrecía a 30 céntimos. Ahora es la Fiscalía Europea quien abre su entrecejo peludo para ver el mar. Lo canta José Hierro en boca de Lope de Vega y su amante que se muere: «Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero ver el mar».
Illa, sí, iba con otro sobre para batas y volvió a casa en blanco. Debería reclamar solo la calderilla, para qué más, sobras y las raspas del pescado frito, porque aquí todo atufa, y lo que peor hiede es ese ambiente donde se nos quiere decir que entonces era normal, que todos estábamos desesperados, y que bueno, vale, da igual que nos tangasen los otros, da igual que pagásemos como pardillos, da igual todo, porque los vivos se nos morían y los muertos los apilábamos en centros deportivos, caja sobre caja.
«Cada día salta una melonada, una marcianada, sin voz limpia y valiente que la justifique, todo son cuchicheos, patochadas, toses, sonrojos y silencios de puro mármol y medio kilómetro de altura»
El gallinero entero cacarea las responsabilidades «in vigilando», que parecen ser las de los ojos pero no las de los dedos (para los guantes, para las batas). A lo que suena la fábula es que los dedos iban por un lado y los ojos por otro. Los ojos estaban en los números pero algunos dedos no estaban en las calculadoras. Los ojos estaban en los teléfonos pero algunos dedos guardaban los sobres para que no se contaran. Los vivos y pícaros hicieron su negocio, ni los muertos ni la mayor parte de los vivos conocían el festival, y ahora toca el descojono general: hubo tongo en buena parte de lo comprado (averiado, defectuoso, descacharrado, usado, inservible) y también, parece, en lo que jamás llegó a puerto.
Ahora, para más inri, tras los respectivos tartamudeos y desmayos, los protagonistas principales nos cuentan su fábula de flores sin perfume y canciones sin música. ¿Y tenemos la culpa nosotros? No, amigos, esto no va así. Sale Salvador Illa de la faena con un gran perdigón de sombra en el ala: por el tongo, por los guantes sin dedos, por las batas invisibles, por la inmensa chapuza entera. ¿Y qué hacen todos ellos? Imitan a las golondrinas en la umbría del jardín. Cháchara de unos con otros, sin enfrentar al toro de la verdad.
Salvador Illa, muy callado en lo de Ábalos, entre los silencios y empujones de la tribu, no contó públicamente lo suyo: batas y guantes de completo ful de Estambul. Ahora los fantasmas pasan y hacen temblar los cristales. Ahora las lágrimas fresquísimas son fuentes y chorros que no alteran el rímel de la movida. Ahora los reportajes costumbristas, llenos de brío y palpitación, iluminan todos los sobres juntos. Ahora las sonrisas teñidas de sombra delatan las faunas y faenas menos diurnas. La calle percibe ya todos los ambientes políticos como extranjeros o marcianos. Cada día salta una melonada, una marcianada, sin voz limpia y valiente que la justifique, todo son cuchicheos, patochadas, toses, sonrojos y silencios de puro mármol y medio kilómetro de altura. Ciega la arenilla de la calderilla. Comienza a brotar por las alcantarillas y hacia arriba la pomada hecha papilla. No hay sombrilla para tanta maravilla. Solo eso, pesadilla.